Las guerras de los caballeros en la
Galicia medieval
Carlos Barros
Universidad
de Santiago de Compostela
El reino medieval de Galicia es
un escenario ideal para observar la guerra feudal. En la segunda mitad del
siglo XII, cuenta Joan de Ocampo, los caballeros del obispado de Tuy estaban
contra los caballeros del arzobispado de Santiago: "robaban los vnos a los
otros los ganados y talaban los sembrados y que duraron hestas diferençias
nobenta y çinco años asta que enpeço a reynar el Rey Dn. Fernando el Santo que
particularmente los mando llamar para la guerra contra los moros"[1].
Galicia, lejos de Al-Ándalus, participaba
cada vez menos en una Reconquista que, por lo demás, desde la conquista de
Algeciras, en 1344, se suele dar por terminada... hasta 1492, cuando los Reyes
Católicos toman Granada. La guerra de los feudales es casi una guerra de
frontera: conforme disminuye la guerra contra los moros prospera la guerra particular
contra los señores vecinos. La paz exterior hace crecer la guerra interior de
los caballeros: siguiendo a distintos reyes o -la mayoría de las veces-
levantando cada uno su bandera y partido.
En la segunda mitad del siglo
XIV y sobre todo durante el siglo XV, la Galicia medieval vive la edad de oro
de la guerra feudal. La refeudalización y creciente marginación respecto de los
centros de poder peninsulares, hacen de la Galicia bajomedieval un paradigma óptimo
de la lucha de bandos nobiliarios. El cronista Alonso de Palencia de la Corte
de Castilla y León veía así a los gallegos de finales de la Edad Media:
"gente hecha a la lucha sangrienta de encarnizados bandos (...) Cuando
carecían de recursos, despojaban de los suyos a sus convecinos o atentaban
contra su vida entre el encarnizado fragor de las facciones"[2].
Imagen de una Galicia anárquica,
dominada por una nobleza violenta, extremadamente dividida, que tenía en la Baja
Edad Media un fundamento real: basta con leer el nobiliario de Vasco de Aponte
para convencerse. Pero aquí no vamos a relatar en detalle las múltiples peleas internobiliarias del
siglo XV, interesa ante todo saber qué decían de ellas los gallegos de la
época. La visión que tenía la propia cultura caballeresca de los bandos
nobiliarios no cuadraba, lógicamente, con la sostenida por otras partes de la
cultura escrita, y menos aún con la representación social que de las batallas
señoriales existía en la mentalidad popular y ciudadana; si bien los
intercambios y puntos comunes entre cultura popular y elitista, oral y escrita,
están al orden del día.
Conviene, desde luego, que sepamos las razones de ese
combate tan fuerte y continuado de los nobles feudales entre ellos mismos, a
partir de la mentalidad de los caballeros que ennoblecen y justifican su lucha
fratricida mediante el código de honor de la caballería, pero no es menos
importante considerar aquellas otras mentalidades, de origen letrada y común,
en la última Edad Media muy interconectadas, que generan las actitudes críticas
hacia dichas guerras de caballeros, sin dejar de confrontar todo lo anterior
con otros datos objetivos, con el fin de acercarnos a conclusiones que tengan en cuenta el contexto
psicológico y social del tipo de acontecimientos militares que nos ocupan.
Señores codiciosos
Tan universal era la guerra en
la Galicia tardofeudal como las prevenciones hacia ella de la cultura escrita y
humanista. Los cronistas antes mencionados basaban su representación negativa de
la lucha de bandos en graves acusaciones a la nobleza por la imperante violencia, división, desorden y robo, poniendo
en El- Rey esperanzas de paz, unidad, orden y justicia. En la misma dirección
pero de modo más filosófico y providencialista, Fernán Pérez de Oliva, tío de
Ambrosio de Morales, en su Diálogo de la
dignidad del hombre, redactado a comienzos del siglo XVI en el tiempo en
que Aponte escribía su nobiliario y testigos populares declaraban en el pleito
Tabera-Fonseca, censura vicios: "estos son sobervia, cudicia, enuidia,
enemistad, y otros que ay semejantes, de do nacen las guerras, las muertes, las
gravíssimas perturbaciones, en que traen los hombres al mundo"[3].
Nuestro humanista hace nacer la guerra de la desviación de unos hombres
pecadores de los modelos e ideales de comportamiento social; las faltas morales
denunciadas sobre todo el pecado de la avaricia- conducen al fondo social del
problema. Ya estaba en las Partidas (II, 26, 2) presente la inquietud por
limitar las ganancias y los intereses materiales de los participantes en la
guerra medieval: "De como los omes se deven guardar, de non querer ser
mucho cobdiciosos, en las guerras, e en las otras cosas que se fazen".
Pero es, en los más clásicos y cristianizados libros de caballerías, donde la
degradación ética de la nobleza (punto de encuentro esencial de la crítica
erudita y de la crítica popular) sufre la mayor descalificación. Leemos en
Amadís de Gaula una severa amonestación contra los señores
"codiciosos" que sin temor de Dios "no siendo contentos con
aquellos estados que os dio y de vuestros antecesores os quedaron, con muertos,
con fuegos y robos ajenos de los que en la ley de la verdad son, queréis
usurpar y tomar", insistiendo después el autor en las bondades de la
guerra justa y providencial contra "el otro": "volver vuestras
sañas y codicias contra los infieles, donde todo muy bien empleado sería"[4].
Cuando mengua el recurso a la
guerra contra el Islam y las guerras civiles devienen endémicas, la monarquía
moderna, con sus medidas de represión antinobiliaria y la instauración de
tribunales reales de justicia, y los letrados incluyendo los religiosos
reformados- con su censura intelectual y moral, toman la iniciativa contra el
exceso de ambición y la violencia desaforada de una decadente nobleza feudal.
Triunfan en la medida en que convergen con una cultura urbana y popular que,
desde abajo, impugna la degradación caballeresca. Reprobación que, en el caso
de los campesinos y artesanos, se dirige especialmente contra los agravios que
tienen por víctimas a la gente común, sin dejar de censurar como causa la
guerra de los señores[5].
El problema más arduo para la nueva
monarquía estaba, según dicen, en el reino de Galicia, el principado de
Asturias y las provincias vascas, "villas e logares que son en la costa
del mar", para quienes los Reyes Católicos dictan, en 1501, una pragmática
mandando que "no ayan nin se nombren parentelas nin otro apellido por vía
de vandos", exigiendo a todos que, ante los escribanos de los concejos,
"juren e se partan de que qualquier liga e confederación e vando que
tengan hecho, quier dependan de sus antecesores, quier dellos"[6].
Es sabida la demostrada eficacia pacificadora y domesticadora del nuevo Estado
con los grandes caballeros gallegos, sumamente debilitados por la revuelta
irmandiña, en la cual se inspiran, desde arriba, los Reyes Católicos.
Aún en el año 1541 -según relata
después (1593) el cura Amaro González de Vilanova- un irreflexivo mayordomo del
arzobispo de Santiago, quien acababa de ganar el pleito por las jurisdicciones
de los castillos de Chapa y Cira contra el conde de Altamira, que por lo visto
no aceptaba dicho fallo, hizo "juntar gran número de gente de todo el
arzobispado, y el conde de su parte tenía muchos vasallos y gentes de mucho
precio", para imponer la decisión judicial, produciéndose una batalla pero
no entre ambos ejércitos privados sino con la gente del Rey que según parece los escarmentó: "quiso Dios que llegase
un oidor del reino que se llamaba D. Francisco de Castilla y prendió a muchos
de los principales y los desbarató y otros fuyeron"[7].
Se trata realmente de un caso excepcional con un mal final: a mediados del
siglo XVI las guerras particulares de tipo feudal estaban fuera de tiempo: los
pleitos ante la Audiencia de Galicia, fundada en 1480, las habían reemplazado con
éxito. La justicia pública emergente, en detrimento de la vetusta justicia
privada, adquiere consenso, organización y fuerza militar suficiente para
mostrarse eficaz y hacer desaparecer poco a poco la guerra de los señores por
innecesaria e inservible. Las nuevas instituciones del Estado, y una nueva
mentalidad señorial, estamental, van a relevar a la guerra feudal como factor
de autorregulación social: entramos en la modernidad.
Se robaban unos a otros
Lo que para los críticos
indulgentes era avaricia para los más exigentes venía a ser robo, simplemente.
En esto las acusaciones de los oficiales públicos contra los caballeros cuadraban
con la mentalidad popular. Veamos las expresiones de ésta y de sus
intermediarios, sacadas de ese imprescindible archivo oral para conocer la
Galicia bajomedieval que es el pleito Tabera-Fonseca[8].
Testigos de actitudes diversas, pro y contra los señores, y distinta condición
social, vienen a decir lo mismo: "se robaban y mataban unos a otros y de
tal manera que ninguno hera señor de lo que tenía"; "en el dicho
Reyno de Galizia abía bandos y desasosiegos se hazían hurtos, robos y muertes
de honbres"; "en los tienpos de las guerras los del dicho señor
Patriarca hazían saltos y cabalgadas contra sus henemigos e se rrobaban e
saqueaban los unos a los otros"[9].
Los caballeros eran mal vistos e se identificaban genéricamente como ladrones y
homicidas, calificándose sus guerras como "enemistades particulares", como si
se quisiese subrayar que nada tenían que ver con el bien común. Los más amigos
de Tabera intentan, por ejemplo, demostrar que las fortalezas arzobispales no
habían sido derrocadas por los irmandiños sino que "por bandos y
henemistades particulares"[10]
(los contrarios a la revuelta andaban buscando quienes pagasen las piedras
rotas).
Para los últimos señores
feudales de Galicia el derecho de las armas decidía el estatus social. Un
vecino de O Grove sentencia sobre esta guerra de ricos: "unos heran ricos
porque robaban otros y otros ricos heran pobres porque heran robados"[11].
El modo rápido de ascender en la nobleza gallega bajomedieval no era otro que
el uso sin miramientos de la fuerza militar. Los caballeros más avanzados en
esa carrera, usualmente los más atrevidos y menos letrados, confirmaban en los
hechos la general inculpación de origen popular. Dícese que dijo Pedro Álvarez
de Soutomaior, cuando es preguntado "para que hazia tantos males, i
borraba la memoria de tan Ilustres Solares", que respondió que "en aquella
tierra vastaba que quedasse la Casa de Sotomaior, i que no auiaa de quedar otro
Señorio"[12].
Por propia confesión, a este Pedro Madruga se le podía atribuir, sin duda, las tachas
de soberbia, avaricia, envidia y enemistad: culpas que, según el humanista
Pérez de Oliva, provocaban las guerras. No era lo normal. Lo "correcto" debería
haber sido hacer la guerra de forma compatible con el código caballeresco, o
por lo menos proclamar en público tal intención. Pero no declarar como enemigos
a los restantes señores; a no ser que, a finales del siglo XV, estuviese tan
desvalorizado para algunos el modelo caballeresco que valiese más la pena enseñar los dientes y mostrarse
más ambicioso y malhechor que nadie.
Cuestión de honor
En una sociedad medieval en la
que se desataban fácilmente las pasiones que regían acciones humanas, incluso por
encima de la propia conveniencia de los actores[13],
es muy difícil separar las motivaciones
afectivas de las motivaciones económicas en las luchas internobiliarias, ¿cuántas
veces pierden relevancia las segundas en provecho de las primeras? El caso que
sigue es ejemplar: una batalla cruenta de hidalgos por un tema no económico, ni
tan siquiera relevante, anecdótico (para nosotros), por una cuestión de honor sólo comprensible
desde la historia social de las mentalidades.
Joan de Ocampo refiere -en 1587-
que, hacia 1410, el rey Juan II mandó llamar a los tres tercios gallegos (cada
uno formado por tres mil hombres) para ir a la guerra con los moros:
Lugo-Mondoñedo, Santiago y Ourense-Tui. Juntándose los dos últimos -mandados
por Moscoso y Soutomaior, respectivamente- entre Benavente y Puebla,
aconteciendo que "sobre quien havia de llevar su gente delante o atras,
sin otra ocasion vinieron en rompimiento, y de suerte que se dieron batalla
formada que duro desde mediodia asta que la noche los departio, y murieron
çerca de mill hombres de ambas partes"[14].
Además de la continuidad secular de la enemistad gallega de los caballeros del
Norte contra los caballeros del Sur, y de una previsible exageración al contar
los muertos, la verdad es que la polémica sobre quien iba en primer lugar
provocó una masacre, que finalmente se resolvió con racionalidad, se echó a
suertes y le tocó a Santiago ir delante; con todo, al llegar a Valladolid
fueron detenidos los dos capitanes. Todo esto hizo exclamar a un caballero
gallego que anduvo pacificando a los jefes pendencieros: "somos gallegos y
no nos entendemos". Fruto imaginario, sin duda, de la fama que tenía aquella Galicia medieval fraccionada por las contumaces
peleas señoriales.
La amistad es una relación
afectiva entre personas no vinculadas familiarmente, que estaba
institucionalizada en la Edad Media, legal y mentalmente: verticalmente, por
causa de la obligada lealtad del vasallo hacia el señor y, viceversa, de la
generosidad y amparo del señor hacia el vasallo leal; y, horizontalmente, por
el compañerismo de armas entre aquellos que tenían por misión sagrada la
defensa de la sociedad, los caballeros. La ley medieval favorecía grandemente
la amistad pero no por eso penalizaba la enemistad, al revés, la regulaba con
normas y rituales: sin enemigos no había amigos, ni vasallos, ni guerras.
Se protegía a los amigos de los
enemigos cuando se establecía que no podía ser demandado quien "honrra a
su amigo, maguer estorve a otro" (Partidas VII, 9, 19); o que si hay
"gran enemistad que non pueda ser testigo contra el en ningún pleito"
(III, 16, 21). Incluso estaba permitido al hombre engañar a su enemigo, excepto
en tiempo de tregua o seguridad acordada (VII, 16, 2). Mentir sí, pero nunca
traicionar la palabra dada, el juramento hecho, la fidelidad debida...
¿Cómo define esa enciclopedia de
leyes y mentalidades medievales que son las Partidas la palabra 'enemigo'?
Enemigo es aquel que hace "deshonrra" o "tuerto" (no
derecho) a un hombre "o a los suyos" (II, 19, 1); más singularmente:
"por esta palabra enemigo se entiende aquel quel mato el padre, o la
madre, o otro pariente, fasta en el quarto grado, o que le mouio pleyto de
seruidumbre" (VII, 33, 6). El legislador ampara de este modo la vida en
general, y particularmente
la vida de los padres, dicho de otro modo, la
integridad -y el honor- de la familia y así mismo del sistema feudal basado en
la lealtad vasallática. Los primeros amigos que el hombre debe defender son el
padre y el señor (el Rey es señor de señores), a continuación vienen todos los
demás. En la práctica cualquier hombre que agravie o estorbe a otro es un
enemigo virtual, pero el afán clasificador de la norma alfonsina, que no quiere
dejar cabo suelto, especifica cuáles son los enemigos más principales: "E
son dos maneras de enemigos, los unos de la tierra e los otros de fuera"
(II, 19, 1). Los primeros dan lugar a la guerra interior, y los segundos a la
guerra exterior. Se dice de los enemigos internos que "son mas dañosos que
los de fuera": puesto que viven en
la tierra no puede el hombre guardarse bien de ellos; resumiendo la ley que
ninguna pestilencia es más fuerte "que el enemigo de casa". La guerra
feudal de los bandos queda así suficientemente favorecida y legalizada.
Ciertamente que "los otros enemigos que son de fuera son aquellos que han
guerra con el Rey paladinamente", por lo que la ley siguiente de las
Partidas tiene por título: "Como deve el pueblo guardar al Rey e a todos
sus vassallos de sus enemigos" (II, 19, 2). El problema es que,
frecuentemente, los enfrentamientos de la nobleza por la Corona transforman las
guerras de los reyes en guerra de bandos.
La diferencia entre pecados de
ambición como soberbia, codicia o envidia y la enemistad caballeresca, que la
crítica erudita y popular de una manera o de otra colocaban al mismo nivel,
estaba en que las relaciones de amistad y enemistad estaban tan normalizadas
que no se contemplaba el peligro de una enemistad excesiva: se exhortaba a los
hombres, sin más, a devolver ojo por ojo y diente por diente. Existía inclusivo
el derecho a matar al homicida o al violador de los familiares más próximos[15].
El primer destinatario del derecho de hacer justicia por la propia mano era,
como se puede suponer, la nobleza: "la ley de Caballería por público rigor
de batalla da lugar a los cavalleros que tomen vengança de sus enemigos"[16].
Pero la gente común que le tocaba ser parte de las víctimas o de los agresores
en las guerras de los bandos nobiliarios, también tenían parientes que vengar[17].
Los propios concejos proclamaban sus enemigos señoriales cuando les interesaba[18].
Más allá del ámbito local, Huizinga anotó que, tanto para los espectadores como
para los actores, era "la venganza el momento esencial que regía las acciones
y los destinos de los príncipes y los países"; aquello que el pueblo
comprendía mejor de la política de los reyes eran "los motivos primitivos
del odio y de la venganza"[19],
decía quien mejor dibujó el largo otoño de la Edad Media.
La declaración pública de
enemistad tenía por resorte movilizador, y legitimador, la defensa del honor,
la ley del talión, que obligaba al caballero acusador a pasar por el rito
previo del desafío, que venía a significar "tornar amistad", quitarle
la confianza a alguien, lo cual habría de suceder ante testigos,
estableciéndose a continuación un plazo de días para ponerse de acuerdo sobre
las condiciones del duelo. Motivos para un desafío: cualquier "deshonrra,
o tuerto, o daño" de un hidalgo a otro (Partidas VII, 11). Por supuesto,
no siempre se producía dicho desafío formal, pensado para la ruptura de la
amistad entre dos personas de condición noble, pero el mecanismo subjetivo y
social para proclamar a un enemigo venía siendo el mismo: agravio, reconocimiento
público del enemigo-agresor, derecho y deber de la víctima a una respuesta.
Salvo que hubiese perdón, pacto o concordia, que devuelve al enemigo el
atributo de amigo.
Así pues, el código de honor
caballeresco tiene por misión procurar la regulación y dignificación de las
luchas por el poder en el interior de la clase dirigente, y por extensión en el
conjunto de la sociedad feudal. Formaba parte de las mentalidades de la época
de tal modo, y las peleas interpersonales (hubiera o no intereses económicos)
generaban tal cantidad de agravios que justificaban la acción justiciera un día
sí y otro también, siendo prácticamente imposible, como ya hemos dicho, saber
donde terminaban en las guerras caballerescas las motivaciones emotivas y donde
comenzaban las motivaciones materiales. Los amigos devenían enemigos, y al
contrario. Viejos agravios podían conservar activa mucho tiempo
una vieja enemistad entre personas, linajes o lugares, más allá de las causas
económicas originales, en el caso de que hubieran existido. Por su parte, las
contiendas de los caballeros por las tierras y los vasallos ocasionaban tal
cantidad de robos, homicidios e injurias que eran suficientes para mantener
viva la guerra por largo tiempo entre las casas señoriales. Sólo estudiando
cada lucha de bandos en concreto podremos conocer los roles y la proporción
específica de factores mentales y materiales que explican su inicio, desarrollo,
permanencia y final. Multideterminación que, creemos, no diluye el peso de la
economía en las guerras de bandos nobiliarios, que comprometen a partes significativas
de la sociedad: no lo veían de otra forma los contemporáneos.
Fama, poder, rentas
De la honra de un caballero y de
su linaje, que tenía que superar una y otra vez la prueba ritual de replicar
con valor cuando le tocaba soportar agravios, dependía su prestigio social, que
no resultaba ajeno a la consecución, custodia e incremento de bienes materiales
y jurisdiccionales que, simultáneamente, le estaban asignados -según el vigente
esquema trifuncional- para que pudiera cumplir con su función social de
defender con las armas a todos, cosa que malamente podía hacer quien no se
sabía defender a sí mismo y a su familia. Suponía un gran desprestigio social
perder poder, vasallos y riquezas en la guerra con los enemigos: su defensa y
acrecentamiento semejaba para muchos señores caballeros más un deber social que
un estímulo pecador que convenía ocultar. Reflexión que ayuda a entrever el
vínculo, en cualquier caso difícil de establecer, del violento impulso antes
citado de Pedro Madruga (autocomplaciéndose de aplastar a los demás señoríos
del obispado de Tui) con una mentalidad caballeresca en regresión. Si cabe no
solamente hay que distinguir entre ideal y realidad caballeresca, o reconocer
el influjo degradante de la crisis bajomedieval sobre la ética señorial, habrá
también que diferenciar la mentalidad caballeresca de la mentalidad señorial, por
mucho que aquella sea la ideología oficial de ésta.
Un notario de Pontevedra declara
que Bernal Yáñez de Moscoso prendió al arzobispo de Santiago "segun que el
testigo lo oio dezir porque el dicho señor Patriarca no le queria confirmar los
feudos quel tenia de la Iglesia de Santiago"[20].
El móvil de las grandes luchas interseñoriales del siglo XV era, principalmente,
el poder jurisdiccional, es decir, la posesión de tierras y vasallos. El Rey de
Castilla pregunta al concejo de Orense por la situación social en la Galicia
pre-irmandiña; se conservan las respuestas por escrito: "e las causas e
rasones porque an avido las dichas guerras no sevemos quales [fueron] nin
quales non fueron agresores o causadores dello [manera de quitarle valor a las motivaciones caballerescas], non
embargante que se dise [referencia a la
tradición oral] que parte de las dichas guerras que han los condes es
sobre algunas villas e logares e juridiciones que a cada uno dise pretender
aver a ellos derecho, asy a la propiedad como al posisorio"[21].
Pelear por tierras y vasallos venía a ser lo mismo que combatir por el derecho
a cobrar la renta feudal, así tenemos que el arzobispo de Santiago
"tobiera guerras con los caballeros del Reino de Galizia que todos heran
contra el y los de la çiudad de Santiago y que tenian con ellos las dichas
guerras por las rentas"[22]
(vecino de Betanzos); otro testimonio sobre el mismo tema: "tubo muchas
guerras e pleitos sobre dichas rentas que le tomaban dellas"[23]
(mercader de Noia).
Sigamos con los ejemplos que
ilustran y dan sentido a nuestro razonar. Una enemistad interseñorial de mucha
fama por aquellos años era la que enfrentaba al arzobispo Fonseca de Santiago,
después Patriarca de Alejandría, con el no menos célebre Pedro Álvarez de
Soutomaior, vizconde de Tui y Conde de Camiña, también conocido como Pedro
Madruga, por culpa de 150.000 maravedíes de juros situados sobre las rentas de
Pontevedra. Primero, cuando se oponían juntos a los irmandiños, "Pedro
Albarez, conde de Camiña, hera amigo del dicho Patriarca", pero de
inmediato, "dicho Pedralbares se tomara a desconçertar con el dicho
Patriarca sobre los dichos çincoenta mill [sic] marabedis que dicho tiene e
quedara su henemigo"[24]
(pescador de Lérez, Pontevedra). Un labriego del Morrazo, más partidario de
Fonseca que del Conde de Camiña, relata también este pasaje de la amistad a la
enemistad entre ambos por los dichos maravedíes de Pontevedra: "dicho
señor Patriarca no quisiera consentir que los llebase ni tobiese en la dicha
villa e que sobre hesto tenian las dichas enemistades e se azian las dichas
guerras"[25].
A fin de cuentas era de dominio
público, en el amplio cuadro de la cultura popular en que nos movemos para
investigar la base socioeconómica de las peleas interseñoriales, que los
caballeros de Galicia guerreaban incesantemente entre sí por el control de las
jurisdicciones y de las rentas que pagaban los vasallos, ora campesinos ora
letrados ora mercaderes, y no tanto por el honor de la caballería como decían
sus favorables. Los cronistas reales confirman esta versión, así como también
no pocos documentos de archivo de aquel tiempo. La otra parte de la verdad está
en las fuentes nobiliarias y, cada vez más, en las novelas de caballería.
[1] Joan de OCAMPO, Descendencia de los Paços de Probén, 1587, fol. 5-5v.
[2] Crónica de Enrique IV, BAE nº 267, tomo III, p. 170.
[3]
Fernán PÉREZ DE OLIVA, Diálogo de la
dignidad del hombre, Madrid, 1982, p. 88.
[4] Garci RODRÍGUEZ DE MONTALVO, Amadís de Gaula, Barcelona, 1984, tomo I, p. 271.
[5] Carlos BARROS, Mentalidad justiciera de los irmandiños, siglo XV, Madrid, 1990, p. 64.
[6] Eloy BENITO RUANO, Hermandades en Asturias durante la Edad Media, Oviedo, 1971, p. 52.
[7] Publica Manuel Murguía en Boletín de la Real Academia Gallega, VI, A Coruña, 1913, p. 239.
[8] Publica Ángel Rodríguez González en Las fortalezas de la Mitra compostelana y los "irmandiños". Pleito Tabera-Fonseca, Pontevedra, 1984.
[9] Pleito Tabera-Fonseca, pp. 324 (ciudadano), 569 (escudero), 187 (clérigo).
[10] Idem, p. 19.
[11] Idem, p. 215.
[12] Felipe de la GÁNDARA, Armas y triunfos. Hechos heroicos de los hijos de Galicia, Madrid, 1662, p. 390.
[13] Johan HUIZINGA, El otoño de la Edad Media,
Madrid, 1978, p. 29.
[14]
Descendencia de los Paços de Probén,
fol. 8v-9.
[15] Partidas VII, 17, 13; Jesús LALINDE ABADIA, Derecho
histórico español, Barcelona, 1974, pp. 393-394.
[16] Juan MATA
CARRIAZO, edit., Crónica de Don Álvaro de
Luna, Madrid, 1940, p. 117.
[17] Descendencia de los Paços de Probén, fol. 17v.
[18]
"Una carta de Hermandad entre los Reinos de León y Galicia" (1300), Galicia Diplomática, Santiago, 1883,
tomo II, p. 205.
[19] El otoño de la Edad Media, pp. 29-30.
[20] Pleito Tabera-Fonseca, p. 407.
[21] Publica José GARCIA ORO, Galicia en la Baja Edad Media. Iglesia, señorío y nobleza, Santiago, 1977, p. 246.
[22] Pleito Tabera-Fonseca, p. 422.
[23] Idem, p. 555.
[24] Idem, p. 397.
[25] Idem, p. 86.