La inacabada transici�n de la historiograf�a espa�ola*
Carlos
Barros
Universidad
de Santiago de Compostela
Tres aspectos principales nos interesa
desarrollar aqu�: el virtual papel de la historiograf�a espa�ola en la
transici�n internacional al nuevo paradigma1, la relaci�n entre transici�n
pol�tica y renovaci�n historiogr�fica en Espa�a, y el problema del relevo
generacional.
El papel internacional de la
historiograf�a espa�ola
Nuestra tesis es que la historiograf�a
espa�ola est� en buenas condiciones -objetivas- para jugar un papel en la
s�ntesis tradici�n/innovaci�n que va a caracterizar a la historiograf�a del
siglo XXI, adquiriendo as� un perfil internacional propio; por las siguientes
razones:
a) Ausencia de escuelas historiogr�ficas
propias. Lo que se suele citar como un handicap de la historiograf�a
espa�ola se convierte en ventaja cuando las grandes escuelas (extranjeras)
entran en crisis. El exceso de tradici�n tambi�n dificulta la renovaci�n. Las
trabas que han encontrado la direcci�n de�
Annales para avanzar en su
tournant critique, iniciado en
1989, a pesar de la voluntad de sus promotores, es un claro exponente de lo
queremos decir.
b) Ausencia de movimientos pendulares
extremos que, en� la pr�ctica
historiogr�fica, hacen muy dif�cil la s�ntesis. Tal es el caso de la
historiograf�a francesa cuando pas� tajantemente de la historia
econ�mica-social a la historia de las mentalidades2; o de la historiografia
norteamericana al transitar de la cliometr�a al �giro ling��stico�. La
renovaci�n cautelosa o el conservadur�smo de enfoques, seg�n se mire, rasgos
peculiares de buena parte de la historiograf�a espa�ola, puede favorecer ese
ineluctable equilibrio -porque la innovaci�n ya no adelanta sin la s�ntesis-
que a otras historiograf�as, que protagonizaron anteriores etapas de� cambio historiogr�fico, tanto les cuesta.
Sirva como bot�n de muestra de estos movimientos del p�ndulo la actitud hacia
el marxismo de historiograf�as, como la francesa, que pasaron del
enaltecimiento en los a�os 60 y 70 a la marginaci�n en los a�os 80 y 90. Y, sin
embargo, estamos convencidos de que haciendo tabla rasa del materialismo
hist�rico la s�ntesis no es factible.
c) Ausencia de un centro internacional de
avance historiogr�fico. Peter Burke argument� en el Congreso �A histoira a
debate� que la innovaci�n va ahora por la periferia3. Nosotros ir�amos m�s all�: la
carencia de un gran foco reconocido�
internacionalmente en el presente (papel que ocuparon primero Alemania,
desde el siglo XIX, y despu�s Francia, en especial en las d�cadas centrales del
siglo XX) nos conduce a una realidad tan multic�ntrica (adem�s de los pa�ses
citados, habr�a que a�adir:� Gran
Breta�a, EE. UU., Italia...) que cuestiona el mismo concepto-met�fora
centro/periferia: todo el mundo puede ser centro,� tambi�n Espa�a, y los pa�ses iberoamericanos4.
En los a�os 90, la diversidad de focos historiogr�ficos implica una gran
oportunidad para historiograf�as nacionales anta�o dependientes, donde la
diversidad de influencias ha sido m�s notoria y fruct�fera. Probablemente, en
ning�n otro lugar sabemos mejor de d�nde venimos, de d�nde viene la
historiograf�a internacional -la confluencia del marxismo, la escuela de� Annales
y la tradici�n neopositivista- que en Espa�a y�
determinados pa�ses latinoamericanos, lo cual es muy importante para
saber ad�nde� queremos ir.
d) El nuevo rol internacional de Espa�a.
Justo es reconocer que, desde la transici�n a la democracia, la situaci�n
pol�tica de Espa�a en el mundo, y la imagen que en el extranjero se tiene de
nosotros, han variado enormemente, gracias al ejemplo de la transici�n pol�tica5
y las pol�ticas seguidas en la pasada d�cada. Paralelamente el idioma espa�ol
ocupa un sitio preeminente, despu�s del ingl�s, como lengua hablada y escrita,
en el mundo6.
En diversos campos de la cultura (ante todo, cine y literatura) se ha
progresado en el mismo sentido: rompiendo la barrera aut�rquica y
subdesarrollada heredada del franquismo, y ofreciendo productos culturales
espa�oles que han alcanzado un eco internacional notorio. No se puede decir lo
mismo de la historiograf�a espa�ola, pr�cticamente desconocida fuera de
nuestras fronteras, salvo en ambientes hispanistas7: podemos considerar
inexistentes las traduciones de libros de historia espa�oles a otros idiomas.
Sin embargo, otras �reas de conocimiento de la universidad espa�ola -sobre todo
cient�ficas �duras�- est�n logrando ya ese reconocimiento internacional.
Existen por lo tanto condiciones externas m�s que id�neas para que la
historiograf�a espa�ola -y en general las ciencias humanas- ocupe un lugar� m�s relevante en el concierto internacional,
super�ndose as� de una vez por todas la hipoteca de los largos a�os del
franquismo.
e) La radicalidad de la situaci�n social
de la historia en Espa�a. El aspecto m�s alarmante de la crisis
historiogr�fica en Espa�a es su dimensi�n social: la �mala fama�de la
licenciatura de historia como una carrera �sin salidas�, el desempleo de
licenciados y doctores en historia, y la falta de financiaci�n para la
investigaci�n de temas �human�sticos�. No obstante, esta situaci�n adversa se
puede metamorfosearse en un incentivo, mejor dicho, debe transformarse en un
acicate para hacer valer la historia como una profesi�n socialmente �til y
cient�ficamente necesaria. Con lo que entramos en lo que llamar�amos
-utilizando un esquema viejo pero todav�a f�rtil- las condiciones� subjetivas precisas, seg�n nuestro parecer,
para que la historiograf�a espa�ola alcance su plena madurez, donde veremos
que, desde el punto de vista historiogr�fico, Espa�a vive una situaci�n
parad�jica, llena de oportunidades, desde finales de los a�os 80: crisis social
aguda de la historia� y, sin embargo,
fuerte revitalizaci�n historiogr�fica.
Rematar la transici�n
Es sabido que los avatares de la
historiograf�a espa�ola -y por extensi�n de la universidad, la ciencia y la
cultura- han estado tremendamente condicionados por los cambios pol�ticos
-radicales y contradictorios entre s�- que han jalonado la historia de Espa�a
durante el siglo XX, a los cuales los historiadores no han sido ajenos, cuando
no han sido sus v�ctimas8. Fueron dos las ocasiones (1936 y la transici�n 1975-1978) en que
acontecimientos pol�ticos indujeron cambios historiogr�ficos profundos en
nuestro pa�s:
A)
La ruptura de la
tradici�n historiogr�fica liberal a causa de la guerra civil y de sus
resultados.
B)
La historiograf�a liberal de las primeras
d�cadas del siglo pretend�a un nivel europeo para la historiograf�a espa�ola,
la divulgaci�n de la historia a trav�s de la Instrucci�n P�blica a fin de engendrar
un p�blico culto, y la elaboraci�n de una historia nacional de Espa�a9.
Objetivos que, salvo el segundo y por razones obvias, fueron en alguna medida
alcanzados por los historiadores espa�oles en el exilio: sirva como muestra el
prestigio internacional de S�nchez Albornoz y su c�lebre pol�mica con Am�rico
Castro sobre la historia de Espa�a. En cualquier caso, en la posguerra espa�ola
-y en cierta medida� tambi�n en la
posguerra europea-, nuestra historiograf�a se estanc� desde un punto de vista
metodol�gico y historiogr�fico, involucionando sobremanera en el interior de
Espa�a, en relaci�n con una historiograf�a europea que incub� en el periodo de
entreguerras lo que ahora denominamos la revoluci�n historiogr�fica del siglo
XX.
Una vez restaurada la democracia, y la
monarqu�a, la renovaci�n historiogr�fica no enlaza con la tradici�n
liberal-positivista sino que parte de las nuevas bases: las creadas por las
nuevas tendencias internacionales, Annales
y marxismo, que atraviesan los Pirineos.
Con todo, hay que decir que esta nueva
historia espa�ola no ha conseguido a�n: ni el pleno reconocimiento
internacional, ni ocupar el terreno de la divulgaci�n hist�rica -hegemonizado
por escritores, periodistas e historiadores aficionados10-,
ni la reelaboraci�n y difusi�n de una historia de Espa�a que sea la historia de
sus pueblos y no la proyecci�n del hegemonismo castellano, como pensaban tanto
S�nchez Albornoz, fuera de Espa�a, como Men�ndez Pidal, dentro11;
incluso la ense�anza de la historia -y, en general, los estudios human�sticos-,
despu�s del primer impulso inicial con democratizaci�n de la universidad, est�
retrocediendo -y no sabemos hasta d�nde-.�
Por todo �sto, y por otras�
cuestiones que iremos desgranando, consideramos inacabada la transici�n
historiogr�fica espa�ola, paralela a la transici�n pol�tica de la dictadura a
la democracia al menos en parte (cuando�
cambia el r�gimen pol�tico ya la historiograf�a espa�ola hab�a puesto las
bases de su renovaci�n), con la peculiaridad de que lo que queda� por recorrer coincide con la transici�n
paradigm�tica al siglo XXI. Vamos hacia una segunda �normalizaci�n acad�mica�
de la historiograf�a espa�ola (la primera tuvo lugar en los a�os 60 y 70).
C)
La transici�n
pol�tica legitima la nueva historia espa�ola.
La sustituci�n de la historiograf�a
tradicional -franquista en lo relativo a divulgaci�n y ense�anza; positivista
en cuanto al m�todo- por la� nueva
historia ha tenido lugar en el marco de una apasionada lucha pol�tica contra la
dictadura, en la que estaba muy implicada al universidad, dividida
generacionalmente por dicha causa: estudiantes y PNNs dem�cratas por un
lado,� catedr�ticos y dem�s profesores
del r�gimen, por el otro (salvo las consabidas excepciones que confirman la regla).
Estos or�genes pol�ticos12
marcan de forma endeleble la renovaci�n historiogr�fica espa�ola, que se
desarrolla en los a�os 60 y 70 gracias el empuje de j�venes historiadores
de� influencia marxista y aun annaliste, y a la ayuda, asimismo, de
historiadores liberales o historiadores del r�gimen que manten�an posiciones
aperturistas13.
�
Veamos pues qu� virtudes y qu� defectos
supuso para la nueva historiograf�a espa�ola ese compromiso pol�tico con el
antifranquismo de sus sectores m�s avanzados.
Decimos virtudes porque la conquista de la
democracia acelera el proceso de innovaci�n historiogr�fica e institucionaliza
la nueva historia como la historiograf�a oficial del nuevo r�gimen democr�tico.
Sim�ltaneamente a lo anterior, se produce�
un r�pido rejuvenecimiento del profesorado universitario, y la
universidad -y dentro de ella los estudios de historia- crece� enormemente, permitiendo el acceso de los
hijos de las clases trabajadoras a la universidad, sin lugar a dudas uno de los
grandes triunfos de los sindicatos democr�ticos de estudiantes� de la �poca de Franco. No ha sucedido lo
mismo con otras reivindicaciones que enarbolamos en los a�os 60 y 7014,
como la lucha democr�tica por una universidad al servicio de la cultura y del
pensamiento cr�tico, levantada contra la universidad tecnocr�tica del
franquismo desarrollista de los a�os 60. Las pol�ticas neoliberales de los a�os
80 han puesto objetivamente de actualidad, mutatis
mutandis, la reivindicaci�n del 68 de una universidad democr�tica, y
en consecuencia cr�tica y human�stica: otro argumento en favor de la transici�n
inacabada de la historiograf�a espa�ola.
En el cap�tulo de los defectos
historiogr�ficos derivados de los or�genes militantes antifranquistas de una
parte substancial de la nueva historia15- nos referimos� a la historiograf�a marxista, en general, y
al contemporane�smo, en particular-, asumimos para nuestro an�lisis el concepto
de �historiograf�a frentepopulista�, acu�ado por Ucelay da Cal16
y de� cierto uso entre los historiadores
catalanes. De entrada puede parecer excesivo caracterizar la historia m�s
progresista de la transici�n con un t�rmino vinculado a los a�os 30, a los
tiempos de la guerra civil, pero por eso mismo el calificativo tiene su sentido
y oportunidad. El franquismo �mantuvo frescos los puntos doctrinales y los
rencores, que naturalmente volver�an a florecer en los a�os 70 con la muerte
del r�gimen dictatorial�17, es decir, hablando claro,
que mientras el pa�s organiza la transici�n la historiograf�a mantiene vivo el
esp�ritu de la guerra civil18. Partiendo de la idea de
que la �historiograf�a frentepopulista� es �el discurs dominant en el nostre
m�n historiogr�fic�, la revista L�Aven�
publica, en su n�mero 189 (febrero de 1995), un editorial apuntando que el GAL,
la �cultura del pelotazo�, la corrupci�n pol�tica,� significan la �mort de l�antiga esquerra�19
y por tanto el fin del �c�mode consens frontpopulista imperant�20.
Ojal� fuese as�, pero nos tememos que la trasnochada divisi�n de los
historiadores en �rojos� y �azules�, que unos y otros practicamos m�s de lo que
ser�a deseable en medios acad�micos, que sobrevivi� a la pol�tica de
reconciliaci�n nacional (PCE, 1956), al pacto entre oposici�n de izquierdas y
reformistas de derechas durante la transici�n, a la Constituci�n de �todos� de
1978, al ocaso de la guerra fr�a y la ca�da de los bloques militares en
1989,� bien puede rebasar el �peque�o
acontecimiento� del desencanto -de una parte de la izquierda- con el PSOE. Es
menester� algo m�s: un debate que cierre
la transici�n de la historiograf�a de la era franquista a una historiograf�a
realmente democr�tica; donde la lucha de ideas historiogr�ficas ha de estar por
encima de las posiciones pol�ticas, las cuales no debieran de ser un
obst�culo� para la convivencia y la
colaboraci�n entre los historiadores21. El propio desarrollo y
homologaci�n internacional de la historiograf�a espa�ola hace necesario que
adaptemos de una manera m�s plena el funcionamiento de nuestra comunidad
cient�fica al pluralismo democr�tico. Mientras las clasificaciones t�citas -que
son las que funcionan- de los historiadores se refieran m�s a etiquetas
pol�ticas que a posiciones historiogr�ficas, el debate no avanzar� y la historiograf�a
espa�ola seguira dependiendo el exterior, de historiograf�as m�s maduras. Y con
toso �sto no queremos decir que las diferencias pol�ticas no cuentan
historiogr�ficamente, por supuesto que cuentan pero no se pueden reducir a
ellas las diferencias historiogr�ficas, y menos a�n si se parte de una maniquea
bipartici�n en dos �bloques� pol�ticos -que ni siquiera se hallan en la Espa�a
actual- que ocultan las diferencias realmente existentes en el interior� de cada �bloque�, tanto pol�ticas como, y sobre
todo, historiogr�ficas: se puede ser pol�ticamente de izquierdas e
historiogr�ficamente conservador - a muchos nos parece una contradicci�n, pero
as� es en bastantes casos-, y a veces inclusive sucede lo contrario22.
Un ejemplo acerca de la cuesti�n del
pluralismo historiogr�fico. Se dijo en estas Jornadas que, en lo tocante a
revisionismo hist�riogr�fico, aqu� no se estaba tocando la figura de Franco,
seg�n lo visto en los congresos y coloquios hechos sobre el tema con motivo del
centenario, pero �c�mo va a haber un verdadero debate si no se invita al
adversario revisionista con garant�as -aunque s�lo fuese por cortes�a
acad�mica- de que no va a resultar satanizado23?
No se trata pues de relegar la memoria de la
izquierda, frentepopulista, antifranquista, sino de hacerla valer -tambi�n
historiogr�ficamente- por medios democr�ticos, intelectuales, en positivo, de
otra forma no resolveremos -nosotros, los que venimos de esa tradici�n- el
problema de su olvido por parte de las nuevas generaciones, nacidas en la
tolerancia y la libertad, como consecuencia del silencio que se impuso
t�citamente, desde los primeros momentos de la transici�n, sobre todos aquellos
recuerdos colectivos� que pudiesen
�dividir� a los espa�oles y evocar a la guerra civil. As� fue como los
historiadores de izquierda �interiorizaron� su �frentepopulismo�. S�lo un
debate abierto y plural, con predisposici�n tanto a la controversia como al
consenso, facultar� la normalizaci�n acad�mica plena de la historiograf�a
espa�ola, y ello deber�a producirse mucho antes de que una generaci�n nacida en
la democracia tome el relevo.
En resumen, la fortaleza en profesionalidad y
en producci�n de la nueva historia espa�ola contrasta con una relativa pero
chocante inadecuaci�n al marco pol�tico democr�tico que ella ayud� a crear, y,
lo que es m�s importante, todav�a no ha conseguido que �aprobemos� asignaturas
pendientes -desde antes del 36- que hacen referencia a objetivos
historiogr�ficos claves: un mayor papel internacional, fundado en un mejor relaci�n
con la sociedad civil espa�ola, lo cual presupone avanzar en el camino de la
alta divulgaci�n hist�rica y de la redefinici�n hist�rica de eso que llamamos
Espa�a.
Para cumplir dichas metas, poniendo en juego
todas nuestras potencialidades, hay que dejar atr�s aquellas cargas que son
consecuencia� del largo par�ntesis de la
dictadura y aun de las limitaciones de la joven historiograf�a de la
democracia, hay que rematar la transici�n historiogr�fica, iniciada hace veinte
a�os, superando otras actitudes tambi�n provenientes de la atm�sfera mental del
franquismo y del antifranquismo, o del desencanto ideol�gico posterior.
Antinomias improductivas
En cuanto a mentalidades colectivas� que influyen en los historiadores, una
herencia clara del anterior r�gimen consiste en juzgar la relaci�n
historiogr�fica con el exterior mediante la dicotom�a provincianismo/mimetismo.
La esterilidad reside en ambos los dos extremos: a) ser�amos
provincianos los que ignorantes y felices escribimos la historia al
margen de la historiograf�a internacional, justificando el aislacionismo con
argumentos anti-modas y anti-colonizaci�n, negando la
necesidad de salir al extranjero, practicando incluso cierto proteccionismo; b)
ser�amos �mim�ticos� quienes hacemos todo lo contrario, adorar todo lo que
viene del extranjero� -no se viaja, pero
se procura estar al d�a- que de inmediato se copia sin m�s: sin atender ni al
contexto de donde nace dicha nueva propuesta tem�tica o metodol�gica, ni al
contexto historiogr�fico donde se pretende aplicar24.� Con frecuencia los dos extremos se manifestan
en una misma persona;� todos hemos
oscilado de una u otra forma entre ambas posiciones, que conducen al mismo
sitio: la subalternidad de la historiograf�a espa�ola, �conservada� de esta
suerte en una eterna minor�a de edad. El problema es que no sabemos, todav�a,
combinar originalmente lo mejor de cada parte: la valoraci�n de la
historiograf�a espa�ola con las cada vez m�s imprescendibles conexiones
exteriores. Somos, m�s inconsciente que conscientemente, prisioneros de las dos
actitudes cl�sicas, heredadas de la �poca franquista, sino de antes, hacia las
�modas� extranjeras, sobre todo parisinas: el no de los que no ven
en ello m�s que peligros para el sistema establecido, y el s� de
los que no ven en todo lo que viene de fuera m�s que aires nuevos, aires de
libertad25.
En fin, una antinomia propia de un tiempo distinguido, en Espa�a, por un
arraigado subdesarrollo cultural, del todav�a no hemos salido totalmente, al
menos en el campo de las ciencias humanas y sociales, y que nos ha impedido
seguir consecuentemente la v�as� abiertas
en los a�os 50 por Vicens Vives y, posteriormente, por Tu��n de Lara,� buscadores eficaces de� equilibrios y s�ntesis� entre�
la innovaci�n que viene de fuera y la propia tradici�n, animadores de
los dos intentos m�s ambiciosos y recientes de fundar una escuela
historiogr�fica espa�ola renovadora.
De factura m�s reciente, fruto en buena
medida de las vicisitudes de las transiciones que estamos analizando -pol�ticas
e historiogr�ficas-, es el binomio pesimismo/optimismo �proyectado sobre la situaci�n actual y las
perspectivas de la historiogr�fia espa�ola. Naturalmente, la ideolog�a oficial
es pesimista; y a ello no es ajeno ni el desencanto� pol�tico -nacional e internacional- de la
generaci�n del 68 que ha protagonizado la historiograf�a
frentepopulista, ni la crisis general de la idea de progreso. La
ideolog�a oficial se refleja no s�lo en los diagn�sticos negros� sobre la
realidad historiogr�fica -nacional e internacional- y acad�mica, sino tambi�n
en la inexistencia de alternativas. Se trata de una representaci�n mental
negativista que constituye, sin duda, el mayor obst�culo -subjetivo- para
lograr que la historiograf�a espa�ola haga uso pleno de sus facultades y
posibilidades. Consideramos sinceramente vital�
que confrontemos, mediante el debate, nuestro imaginario fatalista -o el
voluntarista, aunque menos frecuente- con la realidad objetiva, reemplazando
los juicios de valor por el an�lisis concreto de las propuestas concretas, es
decir, situando el debate sobre las alternativas, sobre el futuro, sobre las
diversas respuestas a una pregunta clave: �qu� hacer? En el terreno de las
simples percepciones individuales, es de verdad complicado articular un debate
y menos a�n avanzar consensos, la objetivaci�n es por consiguiente ineluctable.
Por descontado que hay datos objetivos sobre
la situaci�n historiogr�fica que avalan, tanto en Espa�a como
internacionalmente, el pesimismo pero �y los que informan en
sentido contrario, optimista, sobre los que habr�amos de incidir si
lo que nos preocupa es el futuro, si queremos ser actores y no espectadores?
�Vamos a renunciar al� optimismo de
la voluntad que Gramsci quer�a completar con el pesimismo de la
inteligencia? En la justa dosificaci�n de inteligencia y voluntad est� la
soluci�n: estamos a favor de un optimismo realista, de una inteligencia
voluntariosa -o, mejor a�n,� de una
voluntad inteligente-, porque no renunciamos ni al progreso historiogr�fico ni
al progreso en general, y bien sabemos que despu�s de los monstruos engendrados
por la raz�n moderna es preciso redefinir el concepto mismo de progreso.
Siguiendo con las falsas alternativas, que
reemplazan con excesiva frecuencia los verdaderos debates -por d�ficit tambi�n
de alternativas, reales y aut�ctonas, sobre las que discutir-, queremos
referirnos ahora a la antinomia autoflagelaci�n/autocomplacencia (planteada
de alg�n modo en esta Jornadas por Juli�n Casanova al hacernos ver los l�mites
de la autocomplacencia26), y que no deja de ser una
prolongaci�n de las antinomias anteriores.
En orden a mentalidades colectivas de los
historiadores espa�oles, lo muy corriente es todav�a encontrarse con el
problema contrario: la autoflagelaci�n. Est� demasiado presente entre nosotros
cierto complejo de inferioridad -en relaci�n con las historiograf�as
extranjeras-, originado en el antiguo r�gimen, que, francamente,� no se corresponde con la realidad del auge
de� la historiograf�a espa�ola de los
�ltimos treinta a�os. En ning�n otro periodo hist�rico creci� tanto nuestra
disciplina (la historiograf�a liberal-positivista se redujo a grandes
personalidades). De forma que estamos en condiciones de hacer un balance global
bastante s�lido, pese al vacio de innovaci�n de los a�os 8027,
que est� ahora resultando contrapesado por la revitalizaci�n que la
historiograf�a espa�ola vive en los a�os 90, manifestada en la proliferaci�n de
congresos28,
revistas29
y asociaciones30,
y en el acortamiento de plazos a la hora de la recepci�n de innovaciones31
y de las traduciones de obras extranjeras32.
Muchos de los que participamos, en 1993, en
el Congreso de Santiago, tal vez un punto de inflexi�n de este� proceso, hemos sentido que algo estaba
cambiando en la historiograf�a espa�ola, siendo el propio resultado del
Congreso un ment�s a las tesis pesimistas de las que part�amos33
y una demostraci�n de como en este momento marchamos m�s al paso de la
historiograf�a internacional. Lo cual no quiere decir que estemos a las mil
maravillas, sucede simplemente que las condiciones subjetivas han mejorado, las
estamos haciendo mejorar; tendremos que ser prudentes en nuestras expectativas
pero no pacatos, sobre todo a la hora de ser generosos y emplazar nuestro
debate historiogr�fico en una perspectiva de futuro, a sabiendas de que ser�n
otros quienes se beneficiar�n -o resultar�n perjudicados- de ello.
Dos son los protagonistas de este nuevo
impulso de la voluntad� inteligente en
Espa�a: (a) el inter�s por la historiograf�a34-paralelo al existente en
otros pa�ses, animado por el clima de debate, y por las asignaturas hom�logas
de los planes nuevos-, y (b) la nueva historia social35.
En el primer caso, despu�s de estar a�os quej�ndonos -y con toda la raz�n- de
la ausencia de reflexi�n36, el progreso es
substancial, dada la escasez de tradici�n. El auge reciente de la reflexi�n
historiogr�fica en Espa�a -antes s�lo interesaba a individualidades aisladas-
refleja el avance internacional del nuevo paradigma, demuestra que Espa�a est�
venciendo el retraso usual, si bien -reconozc�moslo- todav�a es excesiva
nuestra dependencia del exterior a causa de la superviviencia del
complejo de inferioridad de origen franquista/antifranquista, sin anterior.
Para que de la revitalizaci�n en curso
resulte el perfil nacional e internacional de la historiograf�a espa�ola que
estamos propugnando, es menester -adem�s de un pensamiento historiogr�fico
aut�nomo- una mayor incorporaci�n al debate y a la reflexi�n de los
historiadores j�venes37, que en definitiva ser�n
quienes van a desarrollar la historiograf�a espa�ola en el siglo XXI, y, por
otro lado, la unificaci�n del debate y de la reflexi�n entre las diversas �reas
de conocimiento hist�rico38, cuando menos entre
medievalistas, modernistas y contemporane�stas, incrementando la comunicaci�n
inter-�reas, los congresos conjuntos (como el de Santiago y, en general, los
que viene organizando de Zaragoza la Instituci�n Fern�ndo el Cat�lico39),
etc. Para lo cual es imprescindible resolver otro problema, asimismo heredado
de la transici�n: la primac�a del contemporane�smo40
en el seno de la historiograf�a frentepopulista, por cuanto
conlleva la marginaci�n de aquellas �pocas hist�ricas que fueron
ensalzadas por el franquismo, la Edad Media y la Edad Moderna.
Terminar, en este sentido, la transici�n historiogr�fica en Espa�a implica
reequilibrar el inter�s p�blico y acad�mico -especialmente en la ense�anza
media- en favor de la historia de Espa�a�
anterior a la rep�blica, guerra civil y dictadura franquista (y de la
historia universal anterior al siglo XX o la II Guerra Mundial).� Cuesti�n que desborda, naturalmente, al
�mbito historiogr�fico, pero no por ello su resoluci�n es menos imperiosa. La
homologaci�n internacional reclama, tambi�n, una historiograf�a que cubra por
igual todas las edades hist�ricas41, que sea capaz de recrear
en los ciudadanos una conciencia hist�rica verdadera, profunda, esto es, que
vaya m�s all� de las �ltimas contiendas civiles, del tiempo vivido por nosotros
y por nuestros padres42. Sobre estas dos
cuestiones, homologaci�n internacional e historia de Espa�a, tan
interrelacionadas, todav�a a�adiremos algo m�s, aun a riesgo de repetirnos,
puesto que� constituyen dos tareas
fundamentales -junto con la incorporaci�n de la nueva generaci�n- tanto para
poner t�rmino a la transici�n historiogr�fica espa�ola, como para lograr que la
historiograf�a espa�ola juegue el papel que le corresponde en el proceso de
formaci�n del nuevo paradigma historiogr�fico.
Para nosotros no hay mejor �ndice de las
posibilidades de homologaci�n internacional de la historiograf�a espa�ola que
la experiencia del Congreso Internacional que hemos organizado en julio de 1993
en Santiago de Compostela. Verificamos all� que vamos en el buen camino de la
desmarginalizaci�n de la historiograf�a espa�ola, pero todav�a falta un buen trecho
por recorrer, en dos sentidos complementarios: (a) una recepci�n m�s cr�tica de
las innovaciones que vienen de fuera; y, sobre todo, (b) un intercambio m�s
igualitario con las historiograf�as extranjeras, que es lo m�s dif�cil:� pensar con la propia cabeza. Para lo cual es
condici�n necesaria, pero no suficiente, estar al d�a,� potenciar las conexiones internacionales de
la historiograf�a espa�ola, en lo que se ha progresado bastante� en lo que va de d�cada, antes nunca se hab�a
viajado tanto -sobre todo los j�venes-43. Valoramos positivamente el
dinamismo de la historiografia espa�ola y la pronta recepci�n de novedades
internacionales en lo que va de d�cada, los pasos siguientes, en el� horizonte del a�o 2000, han de dirigirse a que
nos sostengamos con nuestros propios pies.
La cuesti�n ahora es, sobre todo, subjetiva:
cambiar las actitudes colectivas, las propias y tambi�n las ajenas, al tiempo
que las pr�cticas historiogr�ficas. La tradici�n historiogr�fica espa�ola ha
sido sucesivamente dependiente de Alemania, de Francia, de Gran Breta�a (a�os
80) y, �ltimamente, si bien en mucha menor escala ya que no han desaparecido
los influjos anteriores, de EE. UU. y de Italia. De hecho sabemos m�s de las
historiograf�as contempor�neas citadas que de la propia historiograf�a espa�ola
(sobre todo de la segunda mitad del siglo XX), y no lo comentamos porque no
valoremos el trabajo que se viene haciendo, y que habr� que seguir haciendo,
por analizar, y difundir,� desde Espa�a,
las caracter�sticas y la evoluci�n de las restantes historiograf�as europeas44,
sino por el coste que supone. Tratamos de orientar la historiograf�a espa�ola
indirectamente, sin citar pr�cticamente autores espa�oles, por medio de
estudios sobre historiograf�as extranjeras: una suerte de alienaci�n
historiogr�fica que pone de manifiesto las dificultades que tenemos para asumir
nuestro pasado historiogr�fico, en definitiva la propia identidad, y� hace que nos pasen despercibidas� tentativas espa�olas valiosas de abrir originales
v�as de investigaci�n, que habr� que redescubrir y animar.
La plena integraci�n internacional de la
historiograf�a espa�ola, basada en el intercambio, requiere en resumidas
cuentas una mayor atenci�n a la investigaci�n de la historiograf�a espa�ola m�s
reciente, un gran esfuerzo para la elaboraci�n de alternativas historiogr�ficas
-desde Espa�a- sobre los problemas de la historiograf�a internacional, de
modelos �exportables� de investigaci�n45, recreando planteamientos
�importados�... Formar a los j�venes en esa direcci�n es vital, puesto que
estamos hablado de metas historiogr�ficas para el siglo que viene,� y ello s�lo ser� posible si superamos la
nociva idea de que para reflexionar sobre metodolog�a, historiograf�a -campo de
investigaci�n que de un modo u otro se est� imponiendo- o teor�a de la
historia, o para hacer planteamientos tem�tica o metodol�gicamente renovadores,
es necesario tener a�os y a�os de experiencia, o, lo que es a�n peor,
determinado estatus acad�mico: la experiencia de nuestra generaci�n fue m�s
bien la contraria.
�Qu� hacer con la historia
de Espa�a?
El lugar en el mundo de la historiograf�a
espa�ola guarda una relaci�n m�s directa de lo que se piensa con el papel de la
historia �en� Espa�a, y �sto a su vez tiene que ver con la atenci�n que los
historiadores prestamos a la investigaci�n y difusi�n de la historia �de�
Espa�a, y ah� damos en hueso.
La historia de Espa�a de Viriato, la lista de
los reyes godos y el imperio hacia Dios, ha sido sustitu�da por la historia de
Galicia, Euskadi, Catalu�a, Murcia, Madrid, Castilla-Le�n, Andalucia, Menorca y
dem�s nacionalidades, regiones y localidades... de Espa�a. La transici�n
pol�tica no influy� demasiado, seg�n hemos visto, sobre las alineaciones
-pol�ticas- de los historiadores, pero s� sobre el distribuci�n del poder
pol�tico, que, pasando del centralismo franquista al Estado de las autonomias,
determin�46
el tipo de historia predominante en la Espa�a democr�tica: la historia nacional
catalana, vasca y gallega, la historia regional y local47.
Espa�a48
como marco de investigaci�n, de reflexi�n y de s�ntesis historiogr�ficas, casi
ha desaparecido entre los historiadores profesionales. Con lo que se ha roto,
al mismo tiempo, con la historiograf�a franquista y con la historiograf�a
republicana49,
y se prolonga, indebidamente, el envejecido paradigma compartido de las
monograf�as regionales, cuando la tendencia dominante hoy es la pluralizaci�n
de la escalas de investigaci�n, desde la microhistoria a la historia comparada,
as� como el retorno del Estado-naci�n como �mbito historiogr�fico. A diferencia
de otros aspectos mentados de nuestra inacabada transici�n historiogr�fica,
aqu� son las insuficiencias de la transici�n pol�tica las que� inciden negativamente sobre el tr�nsito de la
escritura de la historia, en Espa�a, de la �poca de la dictadura a la �poca de
la democracia. Est� claro que �el problema nacional�� todav�a no ha asumido entre nosotros su
conformaci�n definitiva, cuando menos en la plano de las mentalidades
colectivas y de la cultura.
Se nos anima a investigar, desde Espa�a, la
historia de Europa, Asia o �frica, a practicar un �hispanismo al rev�s�, y no
vamos a negar su necesidad, pero entre la historia regional-local y la historia
de otros pa�ses, �qui�n escribe la historia global de Espa�a, adem�s de los
colegas hispanistas e iberistas?50
El abandono por parte de la mejor
historiograf�a espa�ola, en los �ltimos veinte a�os, de los �temas espa�oles�
ha tra�do como consecuencia un envejecimiento de los manuales para la
asignatura �historia de Espa�a� de tal o cual �poca que, en el mejor de los
casos, cuando se han renovado, consisten por lo regular en el yuxtaposici�n de
historias o monografias regionales de historia econ�mico-social (si se trata de
historia pol�tica, cultural, militar, diplom�tica, biogr�fica: ni eso51).
Y al desfase entre docencia e investigaci�n, en lo tocante a historia de
Espa�a, hay que a�adir� el desconcierto
actualmente existente sobre la funci�n social del historiador espa�ol m�s all�
de su Comunidad Aut�noma (que adem�s entr�e un desconcierto pol�tico no es,
desde luego, un consuelo). Para nosotros, no cabe duda: la marginaci�n de la historia
�en� Espa�a -y de las ciencias humanas-, y la marginaci�n de la historia �de�
Espa�a entre los historiadores espa�oles, es un mismo problema, o si se quiere
son dos problemas que se alimentan mutuamente. El desinter�s de los gobiernos
centrales -empezando por los sucesivos ministros de Cultura y de Educaci�n-
habidos, desde la transici�n, por la reconstrucci�n democr�tica, multinacional
y cient�fica de la historia de Espa�a est� intimamente ligado a la imagen de
�inutilidad� de la profesi�n de historiador y de los estudios de historia en
�este pa�s�.
�Qu� papel puede jugar la historiograf�a
espa�ola en Espa�a y en el mundo si no conseguimos que los espa�oles conozcan,
y amen, su historia com�n y diversa, si no les convencemos de que la �Espa�a�
actual, democr�tica y plurinacional, no es la �Espa�a� del general Franco, de
la Restauraci�n� y del absolutismo
mon�rquico? Donde los dirigentes pol�ticos est�n fracasando, �no tendr�amos los
historiadores que decir algo? �Cabe alguna duda cient�fica sobre la realidad
historiogr�fica de Espa�a? No, aunque lo que si caben son dudas ideol�gicas. Se
puede comprender, pol�ticamente,� a un
historiador que, apoyando una opci�n independentista, desee la desaparici�n del
Estado espa�ol y de� Espa�a como sociedad
civil, tal como se ha constitu�do -bien contradictoriamente- los �ltimos cinco
siglos, y por lo tanto se desentiende absolutamente de la historia de Espa�a.
Pero ese no es la caso de la inmensa mayor�a de los historiadores gallegos, vascos
y catalanes, por hablar solamente de las nacionalidades hist�ricas, inclu�dos
aquellos historiadores que se identifican con las opciones electorales
nacionalistas mayoritarias (que para nada levantan la bandera de la
independencia cuando piden el voto).
Planteando este dilema a debate en una clase
de historiograf�a, uno de mis alumnos argument�: �a historia de Espa�a que a
fagan eles�. Ah� se ve la justa indignaci�n por siglos de absolutismo
centralista, pero tambi�n la continuidad de las mentalidades heredadas.
�Qui�nes son, en este momento,� �ellos�,
los �otros?�Castilla? �Madrid? Unos y otros� est�n haciendo lo mismo que los dem�s: sus
historias regionales y locales. �El gobierno? �El Estado? Pasan de historia y
de Cultura con may�sculas, esa es la pura la verdad. �Ellos� ahora somos todos:
somos nosotros. Y� lo mejor que puede
suceder con la historia de Espa�a es que se reconstruya desde sus
nacionalidades y regiones, y tambi�n desde la �historiograf�a frentepopulista�
ahora ya tradicional. Es la mejor manera de evitar el resurgimiento del vetusto
nacionalismo espa�olista de tan mal recuerdo (temor que est� en la base� de nuestras inhibiciones pol�ticas e
historiogr�ficas al respecto, lo sabemos).
As� como estamos luchando por la
normalizaci�n de las lenguas gallega, vasca y catalana, por la reconstrucci�n
nacional o regional de nuestros respectivos pa�ses, dando clases y publicando
en nuestros idiomas nacionales, investigando sobre nuestras historias
nacionales o regionales, �no es hora ya de plantearse como objetivo -sin
abandonar lo anterior, claro est�- la reconstrucci�n historiogr�fica de
concepto de Espa�a como� naci�n de
naciones?� La pertenencia, objetiva y
subjetiva, del ciudadano a la naci�n fue excluyente en el siglo XIX -cada
nacionalidad, un Estado- pero se hizo inclusiva a lo largo del siglo XX.
Nacionalidades medievales sin Estado, Estado-naci�n, Europa como nueva
comunidad nacional en el horizonte:� son
los c�rculos conc�ntricos de nacionalidad que convierten en arcaico y
decimon�nico al nacionalismo insolidario, cuando no agresivo, que ha vuelto por
sus fueros intentando llenar el vacio dejado por el derrumbe del muro de
Berl�n.
Para no retroceder al siglo XIX, tambi�n en
Espa�a, urge ayudar al joven r�gimen democr�tico a contestar, desde la
historia, a la dif�cil pregunta de qu� es Espa�a en el horizonte del a�o 2000.
�C�mo se articula la historia de las regiones y nacionalidades con la historia
de Espa�a? Respuestas que exigen ir m�s all� del 36 y de la Edad Contempor�nea,
y que condicionan adem�s el rol futuro de la historia en la ense�anza, la
investigaci�n, la edici�n y los media de lo que antes llam�bamos �este pa�s�.
El gran �xito de librer�a de la� Breve
historia de Espa�a (1994), de Fernando Garc�a de Cort�zar y Jos�
Manuel Gonz�lez� Vesga, a�ade una dimesi�n desconocida, durante
los a�os 80, a la revitalizaci�n de la historiograf�a espa�ola: la historia
tiene ya una demanda de �masas�. Anteriormente, los escasos best-s�llers de
historia -y escritos por historiadores- sol�an ser obras de autores extranjeros
(Georges Duby, John Elliott), y no siempre sobre temas espa�oles, y ahora
tenemos autores espa�oles, y como tema la historia de Espa�a. Algo est�
cambiando en la historiografia espa�ola. Se retoma un� g�nero, las historias� no centralistas de Espa�a, que tuvo ilustres
precedentes, en vida de Franco: la historia de Espa�a de Jaime Vicens Vives
(1952), la historia de Espa�a de Alfaguara (1973), la historia de Espa�a de
Pierre Vilar (1975), y sus prolongaciones durante la transici�n: en 1976, sale Historia 16, y, en 1980, la historia de
Espa�a de Tu��n de Lara. Despu�s, un silencio de quince a�os52,
hasta la historia de Espa�a de Fernando Garc�a de Cort�zar, quien en 1990 -a
comienzos la d�cada actual, decisiva una vez m�s para el futuro de la historia
en Espa�a- aparec�a como sostenedor de una publicaci�n, �La historia
subversiva. Una propuesta para la irrupci�n de la historia en el presente�, y
de unas jornadas, �Encuentros por una�
Historia viva�, bien significativos53.
Esta idea que estamos propugnando de
redefinir Espa�a, a trav�s de la historia com�n y diversa de sus pueblos,� no va dirigida tanto al poder pol�tico como a
la sociedad civil, que es donde se puede esperar una reacci�n contra la
esquizofrenia actual54. Salvo la imagen del Rey -y
eso gracias al 23F-, los restantes s�mbolos constitucionales que identifican
legalmente a la Espa�a democr�tica, esto es, el himno, el escudo y la bandera,
est�n casi totalmente marginados de la vida social, pol�tica y cultural: se
usan exclusivamente en actos, edificios y despachos oficiales. En el campo
pol�tico, ni siquiera el actual Partido Popular �centrado� hace ondear la
bandera bicolor en sus m�tines. Todos los partidos y sindicatos llevan a sus
actos p�blicos la bandera propia con sus siglas (sobre un fondo blanco,
normalmente), y la bandera de la nacionalidad o regi�n respectiva. En la calle,
la bandera nacional-espa�ola no est� demasiado prestigiada, sigue teniendo una
imagen franquista, como de extrema derecha, y no digamos el himno: cada vez que
lo escuchamos �no nos retumba en los o�dos la letra de �Franco, Franco...�?,
�no continuamos� �viendo� a los lados del
�guila del escudo constitucional el yugo y las flechas? El caso es que hubo
tiempo para intentar cambiar estas representaciones sociales negativas: casi
veinte a�os. En el Hotel Convenci�n de Madrid hubo que aceptar la monarqu�a y
los s�mbolos de la Espa�a franquista para dar luz verde a la Espa�a
democr�tica, mas ah� se qued� todo, contentado el ej�rcito y dem�s poderes
f�cticos, nadie m�s se volvi� a preocupar del asunto. Pudo haberse puesto otra
letra al himno constitucional; pudimos incluso a�adir una banda morada a la
bandera roja-y-gualda (del mismo modo que los algunos nacionalistas gallegos
ponen una estrella roja a la bandera gallega); pero nada se hizo,� �por qu� no interesaba?, �para no molestar a
los aliados nacionalistas catalanes y vascos? En todo caso, lo creemos muy
sinceramente, porque no se sab�a, por ignorancia o dejadez. No se sab�a, y
sigue sin saberse, que toda transformaci�n pol�tica del presente que no
transforme la percepci�n del pasado, cava su propia tumba en un terreno nada
despreciable: el imaginario colectivo de unos pueblos que, con o sin ayuda de
la historia,� siguen viviendo juntos, y
se sienten �gallegos y espa�oles�, �vascos y espa�oles�, etc.
Las limitaciones de la transici�n pol�tica
inciden negativamente en la transici�n historiogr�fica. Al margen de las
carencias culturales de los pol�ticos gobernantes, la responsabilidad de los
historiadores es llevar buen puerto la transici�n inacabada de la
historiograf�a espa�ola, coadyuvando as� a poner fin a la transici�n pol�tica55,
superando dial�cticamente las dos historias de Espa�a, la �roja y separatista�
y la �fascista y nacional�, asumiendo para ello el esp�ritu reconciliador de la
transici�n po�tica -hasta donde lo permita el rigor y la cientificidad de
nuestro trabajo- y, haciendo caso omiso de la dimisi�n al respecto de algunos
poderes p�blicos, dotando a los pueblos de Espa�a de una conciencia hist�rica,
com�n y diversa, que vaya m�s all� de la guerra civil y de sus resultados.� Tambi�n para esta tarea es imprescindible
incorporar a los j�venes historiadores, a las generaciones que nacieron con la
democracia y que, por lo tanto, para bien y para mal, no tienen ning�n
referente �frentepopulismo� o franquista que dejar atr�s.
La crisis laboral de los
j�venes historiadores
Afrontar en Espa�a la crisis laboral de los j�venes
historiadores como un problema propio, institucional, de todos los
historiadores, es una cuesti�n urgente, por varios motivos:
1) Porque son nuestros alumnos, y el
primer compromiso social, como profesores e investigadores, ha de ir dirigido
hacia aquellos j�venes que estamos formando sabiendo de las escasas
posibilidades que van a tener para trabajar en su profesi�n. Por no hablar del
problema que supone dicha inestabilidad laboral para la continuidad de los
equipos de investigaci�n.
2) Porque la crisis laboral es inseparable
de la crisis epistemol�gica.� La
crisis de nuestra disciplina es global: social (laboral e institucional),
propiamente historiogr�fica (de escuelas y paradigmas compartidos),� e ideol�gica y filos�fica (crisis del
marxismo y dem�s filosof�as de origen ilustrado que conforman el substrato
te�rico la historiograf�a del siglo XX).
La gravedad de nuestra crisis laboral,
doblemente social -desempleo de j�venes titulados, y escaso papel de la
historia y los historiadores en la sociedad-, hace, como ya dijimos, de la
historiograf�a espa�ola un escenario ideal para comprender, y afrontar, la
crisis finisecular de la historia.�
Siempre y cuando, los historiadores instalados, m�s all� de toda autocomplacencia
como funcionarios y miembros de la academia, seamos solidarios con los empiezan56,
y sepamos ver, con lucidez, que el debate historiogr�fico no tiene salida fuera
del debate social, profesional. La crisis de la historia tiene una base social
y material m�s que evidente. Nuestro entramado acad�mico e instucional,
cimentado en la funcionarizaci�n, puede soportar la crisis epistemol�gica pero
no la crisis laboral, social; de hecho�
si esta continuase agrav�ndose, �podemos excluir en el futuro �reconversiones�
que nos afecten muy directamente?� De
continuar la crisis de historiadores la marea acabar� por alcanzarnos a todos,
y, precisamente, hay crisis de historiadores porque hay crisis de la historia,
la peor crisis de la historia.
Cuando en la calle -y en los despachos
oficiales- se comenta que la carrera de historia no tiene salidas, que no sirve
para nada, se cuestiona su utilidad social y, en �ltimo extremo, su
cientificidad, �podemos permanecer los historiadores de oficio de espaldas a
esa preocupaci�n? Las preguntas que nos hacemos sobre la utilidad y la
cientificidad de la historia como disciplina tienen mucho que ver, seamos o no
conscientes de ello, con lo que piensa la sociedad y los poderes p�blicos de
los profesionales de la historia, entre otras cosas porque nos incumbe
materialmente: a menos prestigio social menos alumnos de historia, menos plazas
de profesores-investigadores, menos medios para la investigaci�n. Separar las
condiciones materiales y sociales del ejercicio intelectual de nuestra profesi�n,
la crisis laboral de la crisis de identidad, la crisis de los historiadores de
la crisis de la historia, es caer en el autoenga�o.
3) Porque afecta al relevo generacional.
La revitalizaci�n historiogr�fica de los a�os 90 coincide -otra vez la paradoja
que posibilita la intervenci�n de la voluntad inteligente- con la congelaci�n
de plantillas en las universidades espa�olas, en el CSIC -junto con la
congelaci�n del dinero disponible para la investigaci�n-, y en la ense�anza
media -en buena parte de las autonom�as-. Si la situaci�n no cambia -o sea, si
no la hacemos cambiar-� en los pr�ximos
a�os57,
la perspectiva es que� estaremos
impartiendo docencia -y en su caso investigando- las mismas personas los
pr�ximos 20 o 30 a�os, con todo lo que eso puede conllevar de estancamiento y
ruptura de la cadena de transmisi�n de conocimientos, sobre todo en el� actual momento de transiciones
historiogr�ficas. La historia no tiene futuro si los historiadores que
comienzan no tienen futuro.
�4) Porque
implica la desprofesionalizaci�n creciente de nuestra disciplina. Cada vez
son m�s los j�venes colegas que trabajan en cualquiera otra cosa, y, no
obstante, investigan, publican y hacen su tesis, cuando no son ya doctores y
bedeles, carpinteros o vendedores. El coautor de la Breve historia de Espa�a, Jos� Manuel Gonz�lez Vesga,
historiador-guarda jurado, es el ejemplo m�s conocido, pero hay m�s: los
miembros de la Escuela Libre de Historiadores de Sevilla, y tantos otros, el
fen�meno no ha hecho m�s que empezar.
��������������� No vamos a negar que esta
desprofesionalizaci�n de la historia tiene sus cosas positivas -un mayor
contacto que los� profesores
universitarios con la realidad social, por ejemplo- pero, globalmente, es un
retroceso al siglo XIX, es el retorno del historiador aficionado -s�lo que
ahora con una formaci�n acad�mica-, y guarda relaci�n con las fuerzas que
empujan la historia hacia la literatura, alej�ndola de las ciencias sociales.
De nuevo la degradaci�n de la concepci�n de la historia y el deterioro de su
base material, van juntos, se retroalimentan.
Esos j�venes historiadores que hacen su tesis
sin beca, que investigan sin cobrar, que dan clases de historia en asociaciones
de vecinos y centros de la tercera edad, sometidos a menudo a una doble jornada
laboral, sabiendo que todo ese esfuerzo no les van a permitir -hoy por hoy-
trabajar en lo suyo, en aquello para lo que fueron formados -con el dinero
p�blico-, muestran una ilusi�n por la historia encomiable, dan la medida de la
vitalidad que se puede esperar de las nuevas generaciones de historiadores.
��������������� Aunque sobre el dinamismo de las
nuevas generaciones tambi�n se pueden esgrimir argumentos en sentido contrario.
Lo vemos todos los d�as en las clases: conformismo; conservadurismo metodol�gico
e historiogr�fico; individualismo y competitividad ambiental;� desinter�s de muchos estudiantes de historia
por una carrera que no fue elegida entre las primeras opciones, etc. Con todo,
tal vez habr�a que recordar aqu� que los j�venes, y m�s en un tiempo en que no
hay lucha generacional, reflejan lo que les ense�amos, son a su modo fieles a
su �poca, a la sociedad que nosotros mismos hemos construido.
��������������� En adelante, la decisi�n que
debemos tomar los profesores numerarios, y a pesar de ello sumamente inquietos
por la situaci�n de nuestra disciplina, es en qu� parte de los j�venes
historiadores nos vamos a apoyar para luchar por el futuro de la historia.
Tampoco hay demasiadas opciones.
Ciertamente, estamos enfocando el problema
laboral de los historiadores en formaci�n desde el punto de vista de los
historiadores establecidos, �qu� papel le corresponde a los propios j�venes
licenciados, o doctores, en este crucial �combate por la historia�58?
El de tratar de coger su destino en sus manos59. No es otra la ense�aza que
les podemos legar la generaci�n del 68�
-cualesquiera que fuese la derivaci�n ideol�gica posterior de parte de
sus miembros- a los j�venes actuales, y�
m�s a�n a los j�venes venideros.�
A sabiendas de que los contextos hist�ricos, sociales e ideol�gicos, no
son los mismos. Pero hay verdades que permanecen: que nadie espere sentado a
que le resuelvan su problema, corre el riesgo de morir de inanici�n, y no todos
lo j�venes son fatalistas, ya lo hemos visto,�
no se deber�a generalizar a la hora de hablar del conformismo social de
los j�venes de hoy.
En 1989 hubo ya movilizaciones de los
estudiantes italianos en defensa de los estudios de letras. El 21 de noviembre
de 199560,
decenas de miles de estudiantes franceses se manifestaron, junto con los
profesores, en demanda de m�s plazas de profesores universitarios y de m�s
dinero para la educaci�n superior, siendo las facultades de letras de las m�s
afectadas por los dificultades econ�micas, que, por lo dem�s, son generales
-dieron lugar asimismo por esas fechas a movilizaciones en B�lgica y Holanda-,
y consecuencia de pol�ticas ultraliberales aplicadas por doquier61,
desde los a�os 80, que amenazan con mermar severamente los gastos sociales en
educaci�n, sanidad y pensiones a finales de los a�os 9062.
El desempleo masivo de los j�venes
licenciados de historia, y la falta de plazas para los j�venes historiadores
con vocaci�n y formaci�n de investigadores, remiten a dos problemas m�s
generales que se presentan agravados en Espa�a: el paro y la financiaci�n de la
investigaci�n cient�fica. Soportamos un 23 % de paro, el mayor de la Uni�n
Europea, el doble que en Europa y el cu�druple que en EE. UU., y un gasto del
0, 8 % del PIB en investigaci�n, un tercio del 2, 5 %� de Norteam�rica.
Hubo un momento, en la d�cada pasada, en que
el paro ha dejado de ser un problema obrero y principi� por concernir
seriamente a las clases medias63, principalmente a los j�venes
titulados universitarios (en la actualidad, est�n en el paro el 47%), dentro de
los cuales los investigadores -escogidos entre los mejores expedientes- hace
bastante tiempo que han dejado de ser unos privilegiados. Fij�monos sino en el
caso de los becarios de investigaci�n, pre y posdoctorales, del CSIC y de las
universidades, frecuentemente educados en el extranjero, y abocados salvo
excepciones al paro o a la emigraci�n, despu�s de a�os y a�os de formaci�n a
cuenta del Estado64. Y, dentro de esta dif�cil
problem�tica, los investigadores en historia, y dem�s ciencias tenidas por
�in�tiles� y/o �inexistentes� seg�n la�
ideolog�a dominante, est�n peor que los aspirantes a cient�ficos
aplicados y tecn�logos. No tenemos m�s que ver las �reas prioritarias de
investigaci�n I + D, tanto en la Uni�n Europea como en Espa�a; las ciencias
humanas y sociales est�n pr�cticamente ausentes, y en el caso de la historia la
omisi�n es total. Otro punto de conexi�n entre la crisis del paradigma com�n de
los historiadores del siglo XX (la historia cient�fica) y las endebles
realidades materiales, en este caso como furto directo de las pol�ticas
cient�ficas oficiales, generadoras de desempleados de lujo, en el sentido de
que es un lujo para la sociedad prescindir de sus servicios.
Tambi�n sucede que cuando los parados o
investigadores son de la carrera de historia, los problemas crecen, por una
cuesti�n de imagen: los licenciados de letras no est�n
mucho m�s parados que los de otras carreras -te�ricamente con m�s salidas, pero
tambi�n m�s� masificadas-, pero lo
parecen. Las representaciones colectivas generadas desde el poder nos juegan
aqu� una mala pasada. Las pol�ticas educativas, culturales y cient�ficas de
tipo tecnocr�tico aplicadas en Espa�a, desde principios de los a�os 80, han
marginado y desprestigiado a las ciencias humanas y sociales de tal modo, que
podemos �presumir� de una situaci�n �especial� en el conjunto de Europa. Gran
Breta�a, Alemania, Francia65, empiezan a estar de vuelta
del economicismo en el campo de la educaci�n y la investigaci�n.
El futuro de las ciencias
humanas
Naturalmente, las �humanidades� han venido
reaccionando� contra las pol�ticas
tecnocr�ticas, remozadas por el posmodernismo, en su aplicaci�n a la ense�anza
secundaria. En la d�cada pasada, la historia66, ahora mismo los estudios
cl�sicos y la filosof�a. Los argumentos son semejantes: contra la
�robotizaci�n�� de la sociedad, ense�ar a
pensar cr�ticamente; ense�ar a pensar hist�ricamente, dir�amos nosotros. En la
campa�a electoral del 3 de marzo de 1996, que se inicia cuando estamos acabando
este texto, los partidos pol�ticos hablan incluso del �empobrecimiento
alarmante de la formaci�n en materias human�sticas y cient�ficas�67,
pero despu�s todo sigue igual, o sea mal, o peor, porque son promesas
electorales68,
porque -en Espa�a- los contenidos de la educaci�n, y dem�s tem�s de �alta
cultura�, no suelen interesar a los presidentes de gobierno69,
y porque los sectores sociales y culturales interesados no presionamos lo
suficiente, y lo suficientemente unidos. En alg�n momento habr� que abrir un
debate p�blico� sobre el papel de la
historia, y de las ciencias humanas, y de la Cultura con may�sculas, en las
aulas, en la sociedad, en la investigaci�n, en los medios de comunicaci�n..., y
en las Cortes que tengan que decidir los presupuestos del Estado; un debate
nacional sobre si la integraci�n en Europa es principalmente una cuesti�n de
comercio y productividad, como se viene diciendo, o es tambi�n una cuesti�n de
cultura y de educaci�n, de competividad intelectual adem�s de tecnol�gica. La
verdad es que, en n�meros relativos, estamos hoy m�s lejos de la Europa de la
Cultura que hace diez o quince a�os. �Cu�ntos intelectuales o investigadores
espa�oles son traducidos al franc�s, ingl�s o italiano? �En qu� cabeza cabe que
el desarrollo econ�mico, social y pol�tico de un pa�s puede realizarse sin un
desarrollo cultural serio, profundo?
�El siglo XXI ser� posliberal, quiz�s incluso
antiliberal�, escrib�a el pasado mes Alain Touraine70.
En esa misma direcci�n,� la Comisi�n de
Cultura y Desarrollo de la UNESCO recomendaba recientemente modificar las
estrategias de desarrollo, definiendo de nuevo la noci�n de desarrollo, de modo
que se tenga en cuenta su dimensi�n humana, aseverando que �los viejos modelos
de desarrollo basados �nicamente en el crecimiento econ�mico y la satisfaci�n
material� estaban �condenados al fracaso�71. La sociedad civil
francesa, fiel bar�metro -desde los tiempos de Marx- de las corrientes sociales
e ideales, anticipa tal vez el futuro al mantener y/o reponer el papel de la
historia y las ciencias humanas en la ense�anza, al tiempo que reacciona contra
la reducci�n de los gastos estatales en educaci�n, y se enfrenta al
neoliberalismo rampante, anunciando -seg�n Touraine- su fin.
El lector se preguntar� por qu� establecemos
una relaci�n tan directa entre una pol�tica econ�mica, el neoliberalismo, y la
situaci�n social y acad�mica de la historia y las ciencias humanas. Pensamos
que la vuelta del liberalismo econ�mico -el liberalismo pol�tico es otra cosa-
entra�a el retorno de una concepci�n�
economicista, materialista vulgar, de la vida pol�tico-social, y
cultural, que las ciencias humanas y sociales hab�an ya sobrepasado72.
Por ello el futuro de �stas depende del fracaso de aqu�l en favor de otras
pol�ticas, que tengan en cuenta al hombre y a la cultura.
La universidad no puede estar al servicio de
la econom�a, sin m�s. En Espa�a, se est�n alzando voces l�cidas que piden �un
debate serio y riguroso sobre la misi�n de la Universidad�� a la vez que se lamentan de que el Ministerio
de Educaci�n y Ciencia, �que se ha quedado pr�cticamente vac�o de competencias
administrativas y de dinero�, no haya sido �el impulsor y el promotor de ese
debate�. Debate que ha de centrarse en la Ley de Reforma Universitaria, que,
nacida en plena euforia neoliberal, se propuso adecuar� las ense�anzas universitarias �a las demandas
del sistema productivo, a las demandas de la empresa�. La universidad �ten�a
que preparar a la gente para los empleos que exist�an en el mercado,
sencillamente�. Y la �consecuencia de pensar en ella como una una f�brica de
empleados� es su conversi�n en una �f�brica de parados�. La propuesta del
autor, que nosotros asumimos, es que �la LRU necesita, m�s que una reforma, un
nuevo esp�ritu, un nuevo impulso�, que permita recuperar la funci�n
eminentemente cultural de la universidad: �la funci�n de la Universidad como
principal agente de la cultura en su sentido m�s amplio ha quedado relegada,
cuando precisamente �se es uno de sus objetivos esenciales�. El hecho de que el
autor sea el director de la Fundaci�n Universidad-Empresa, concede si cabe� m�s fuerza a la argumentaci�n73.
Si la historiograf�a espa�ola, e
internacional, se enfrenta a las puertas del siglo XXI a una transici�n
paradigm�tica es tambi�n porque la sociedad est� cambiando. La sustituci�n,
parcial pero significativa -porque ata�e a los j�venes-, del �xito individual,
el poder y el dinero, como creencias dominantes, por la solidaridad, la �tica y
los valores human�sticos, produce mejores condiciones para� que la sociedad vuelva� a interesarse por su pasado, como medida de
su ilusi�n de futuro.
�En qu� podemos contribuir los historiadores
a la metamorfosis de valores que vive hoy la sociedad espa�ola? Potenciando la
investigaci�n de la historia, su funci�n social y cultural. Para lo cual hay
que cuestionar dos presupuestos pol�ticos que obstaculizan el apoyo
institucional a la investigaci�n hist�rica en Espa�a: a) la ausencia de la
historia, y de las ciencias humanas, en las l�neas de investigaci�n� I + D, determinantes de la orientaci�n de
buena parte de la investigaci�n p�blica�
y tambi�n privada; b) el propio modelo aplicado en Espa�a para combinar
la investigaci�n y la ense�anza.
Dif�cilmente se podr� mejorar ese raqu�tico
0,8 % del PIB en investigaci�n cient�fica mientras� �sta pase por el cuello de botella de la
universidad. Las necesidades docentes y de investigaci�n, en principio no tienen
porque coincidir, pero habitualmente se crean plazas universitarias para
investigadores s�lo si hay alumnos, si hay plazas para profesores. La
investigaci�n va de este modo, irremediablemente, por detr�s de la ense�anza.
Si no hay �mercado�, es decir, una demanda de estudiantes, para tal �rea de
conocimiento o l�nea de investigaci�n, no se ofertan plazas y puede acabar
decayendo dicho campo la investigaci�n.
A los profesores universitarios, como es
sabido, no se nos exige lo mismo como docentes que como investigadores. Lo
milagroso en estas circustancias adversas es que, pese a todo, se investiga
mucho y bien en las universidades espa�olas. Pero para multiplicar por tres el
esfuerzo y colocarnos al nivel de los pa�ses desarrollados, no alcanza: hay que
cambiar el modelo. Pasar del modelo actual que concentra la investigaci�n en
los profesores de universidad, a un modelo mixto que potencie, junto a la
universidad, una red de centros dedicados exclusivamente a la investigaci�n y a
formar investigadores, tanto en ciencias �duras� como en ciencias �blandas�,
siguiendo la experiencia de otros pa�ses econ�mica y culturalmente m�s
desarrollados.
El establecimiento paralelo a la universidad
de estos centros, adem�s de posibilitar el incremento r�pido de los resultados
de la pol�tica cient�fica, absorver�a el excedente de j�venes investigadores en
la actualidad abocados al paro. Abrir�a perspectivas de futuro para la
investigaci�n en general, y para la investigaci�n de nuestra historia en
particular.
* Desarrollamos en este texto la segunda parte del gui�n que hemos
utilizado en la conferencia de clausura de las Jornadas �La historia en el
horizonte del a�o 2000: compromisos y realidades� (Zaragoza, 11 de noviembre de
1995).
1 As� como en los a�os 60 y 70 la nueva historia se impuso con cierto
retraso en Espa�a, por� razones en �ltimo
extremo pol�ticas, pensamos que en los a�os 90 y 10 del pr�ximo siglo es
posible, si se pone t�rmino a nuestra propia transici�n, avanzar en paralelo a
la historiograf�a internacional.
2 Hoy se est� recuperando en Francia la historia econ�mica, pero -y sin
duda las causas ideol�gicas pesan- no ocurre lo mismo con la historia social,
en su sentido m�s estricto.
3 Historia a Debate. I.
Pasado y futuro,
p. 52.
4 M�xico, por ejemplo, con la historia regional.
5 Parad�jicamente, conforme analizaremos despu�s, la transici�n a la
democracia no afect� excesivamente a las mentalidades y alienaciones de los
historiadores espa�oles.
6 Marqu�s de TAMAR�N, ed., El peso de
la lengua espa�ola en el mundo, Madrid, 1995.
7 Las valoraciones de la historiograf�a espa�ola por parte de colegas
hispanistas tienen una triple ventaja: vienen de historiadores que conocen la
situac��n real de las historiograf�as de sus respectivos pa�ses y pueden
comparar mejor, suelen partir de sectores -sobre todo del hispanismo
modernista- que han jugado una funci�n�
destacada en la renovaci�n espa�ola de los a�os 60 y 70, y, por �ltimo,
son m�s conscientes que nosotros mismos de las posibilidades in�ditas de Espa�a
como potencia cultural mundial.
8 Por ejemplo: Claudio S�nchez Albornoz, Pedro Boch-Gimpera, Manuel
Tu��n de Lara.
9 Gonzalo PASAMAR, �La historiograf�a profesional espa�ola en la
primera mitad del siglo actual: una tradici�n liberal truncada�, Studium, Zaragoza, 2, 1990, pp. 133-156.
10 De la lista de diez libros m�s vendidos en el apartado de �no-ficci�n�
seg�n El Pa�s (6 de febrero de
1996), seis -entre los que se encuentran los cuatro primeros- son de historia
-y no todos de historia inmediata-, y ninguno de ellos est� escrito por un
historiador profesional.
11 Gonzalo PASAMAR, op. cit.,
p. 150.
12Se�alarlo no quiere decir, por descontado, que olvidemos las
motivaciones estrictamente acad�micas y profesionales (de puesta al d�a y
homologaci�n internacional) y las generacionales ya mencionadas, todas ellas
bien entrelazadas con las pol�ticas, que en aquellos a�os estaban en un primer
plano.
13 Al explicar el ascenso de la nueva historia se suele infravalorar el
factor aperturista, que no s�lo fue clave en el plano pol�tico, una vez que se
demostr� inviable la ruptura democr�tica y se empieza a pactar la transici�n,
sino tambi�n en el plano acad�mico, d�nde se manifiesta con m�s facilidad ante
las reorientaciones metodol�gicas de menos connotaciones pol�ticas como la
escuela de� Annales (el maxismo lo tuvo algo m�s dif�cil).
14 En los a�os 1967 y 1968, el autor de este trabajo era delegado del
Sindicato Democr�tico de Estudiantes de la Universidad de Madrid� en la E.T.S.de Ingenieros Industriales.
15 Igual que sucede en el �mbito internacional, militancia
historiogr�fica y militancia pol�tica frecuentemente no coinciden (Annales vs. marxismo, Febvre vs. Bloch),
ve�se por ejemplo: Luis DOM�NGUEZ, Xos� Ram�n QUINTANA, �Renovaci�n en la
historiograf�a espa�ola: Antonio Eiras Roel y la recepci�n del movimiento
Annales en Galicia�, Historia a Debate.I.
Pasado y futuro, Santiago, 1995, pp. 319-342.
16 Enric UCELAY DA CAL, �La historiograf�a en Catalu�a (1960-1980):
marxismo, nacionalismo y mercado cultural�, Historia
y Cr�tica, 1, 1991, pp. 135 ss.
17 �dem.
18 Una forma de autojustificar los defectos �frentepopulistas� de la
transici�n historiogr�fica espa�ola es echar las culpas a la... propia� transici�n pol�tica, al hecho de que no
hubiese una verdadera ruptura.
19 El hecho de que los autores identifiquen izquierda con el PSOE
trasluce la conexi�n entre historiograf�a frentepopulista y bipartidismo.
20 Claro que ser�a pasar de la sart�n al fuego reemplazar las etiquetas
supuestamente �historiogr�ficas� izquiera/derecha� por otras parecidas, o tal vez peores, como
la clasificaci�n de los historiadores en nacionalistas y no nacionalistas,
v�ase Albert BALCELLS, La hist�ria de
Catalunya a debat. Els textes d�una pol�mica, Barcelona, 1994.
21 Sin menoscabo de que cada uno de nosotros defienda, con toda la
contundencia que se quiera, su particular concepci�n de la historia, y aun sus
ideas pol�ticas, filos�ficas o religiosas.
22 El caso de Philippe Ari�s por ejemplo, por no poner otros ejemplos m�s
cercanos.
23 Javier Tussell se queja, justamente, de que no hubiese un debate sobre
revisionismo en Espa�a como el de Alemania sobre el holocausto, los de Francia
sobre 1789 o sobre la resistencia, etc., pero el mismo descalifica como
indignas todas las obras revisionistas sobre la �poca de Franco, inclu�das las
del historiador Luis Su�rez, �La dictadura de Franco a los cien a�os de su
muerte�, Ayer, 10, 1993, pp.
13-28.
24 Una consecuencia de esta actitud seguidista es la fea costumbre de
citar solamente a autores extranjeros, dando por sentado que las
aportaciones� nacionales, por el hecho de
serlas, no tienen el mismo valor (lo contrario de lo que, verbigracia, quitando
excepciones, hacen bastantes colegas franceses).
25 Un curioso efecto de la vigencia de estas actitudes dicot�micas� es la manera habitual que tenemos de debatir
sobre historiograf�a en Espa�a: publicando libros y art�culos -excelentes,
muchos de ellos- sobre las historiograf�as francesa, inglesa, americana,
italiana o alemana.
26 Una manifestaci�n extrema es �negar� que exista la crisis de la
historia: Isidro DUBERT, �A crise historiogr�fica coma ideolox�a�, Historia a debate. Galicia, Santiago,
1995, pp. 31-46.
27 Con actitudes negativas e infructuosas como las mantenidas, por parte
de algunos sectores,� hacia la historia
francesa de las mentalidades (v�ase la bibliograf�a de la nota 12).
28 Cincuenta a�os de historiograf�a espa�ola y� americanista (Madrid, 1989);
�Encuentros por una Historia viva� (Bilbao, 1990); Historia Social
(Zaragoza, 1990), New History, Nouvelle Histoire: hacia una Nueva
Historia (El Escorial, 1992), Historiograf�a contempor�nea
espa�ola (Cuenca, 1993); A Historia a Debate (Santiago,
1993), La Historia en el horizonte del a�o 2000 (Zaragoza, 1995).
29 �La(s) Otra(s) Historia(s)� (Bergara, 1987), Historia
Social (Valencia, 1988), Revista d'Hist�ria Medieval
(Valencia, 1990), �Medievalismo� (Madrid, 1991), Historia y Cr�tica
(Santiago, 1991), Ayer (Madrid, 1991), �Taller d�Hist�ria�
(Valencia, 1993).
30 Asociaci�n de Historia Social (Madrid, 1989),
Asociaci�n de Historia Contempor�nea (Madrid, 1990),� �Escuela Libre de Historiadores� (Sevilla,
1990).
31 Es el caso de la nueva historia cultural francesa, de la microhistoria
italiana y del �giro ling��stico� norteamericano.
32Verbigracia, los �ltimos libros de Furet y Hobsbawm.
33 Presentaci�n, Historia
a debate. I. Pasado y futuro, Santiago, 1995, pp. 9-10.
34 VV. AA., �La historia subversiva. Una propuesta para la
irrupci�n de la historia en el presente, Bilbao, 1990; VV. AA., Tendencias en historia, Madrid, 1990;
Gonzalo PASAMAR, Historiograf�a e ideolog�a
en la posguerra espa�ola: la ruptura de la tradici�n liberal,
Zaragoza, 1991; Josep FONTANA, La historia
despu�s del fin de la historia, Barcelona, 1992; VV. AA., Problemas actuales de la historia,
Salamanca, 1993; Pedro RUIZ TORRES, ed., La
historiograf�a, Madrid, 1993;�
Enrique MORADIELLOS, El oficio de
historiador, Madrid, 1994; Saturnino S�NCHEZ PRIETO, �Y qu� es la historia? Reflexiones epistemol�gicas
para profesores de Secundaria, Madrid, 1995; Elena HERN�NDEZ
SANDOICA, Los caminos de la historia.
Cuestiones de historiograf�a y m�todo, Madrid, 1995; Julio
AR�STEGUI, La investigaci�n hist�rica:
teor�a y m�todo, Barcelona, 1995.
35 Para cuyo desarrollo ha sido importante el art�culo de Jos� �lvarez
Junco y Manuel P�rez Ledesma: �Historia del movimiento obrero. �Una segunda
ruptura?�, Revista de Occidente, n�
12, 1982, pp. 19-41.
36 Julio VALDE�N, La historiograf�a espa�ola a finales del siglo
XX: miseria de la teor�a, Historia a
Debate. I. Pasado y futuro, Santiago, 1995, pp. 309-317.
37 En el Congreso de Santiago hemos constatado que ello es posible,
Presentaci�n, p. 7.
38 La creaci�n de una nueva �rea de conocimiento sobre historiograf�a,
con investigadores provinientes de las actuales �reas, coadyuvar�a al objetivo
de reunificar la comunidad de historiadores espa�oles.
39 La verdad es que la participaci�n de todos est� m�s garantizada cuando
la organizaci�n recae en medievalistas y/o modernistas; los colegas
contemporane�stas suelen ser m�s endog�micos, por el efecto del
propio desarrollo del �rea desde la transici�n y de una mayor tradici�n en
cuestiones de reflexi�n historiogr�fica, todo hay que decirlo.
40 Jos� Luis DE LA GRANJA, La historiograf�a espa�ola reciente: un
balance, Historia a debate. I. Pasado
y futuro, Santiago, 1993, p. 301.
41 Historiograf�as democr�ticas europeas -como la francesa- tienen m�s
bien el problema contrario: predominio del modernismo y del medievalismo.
42 Conforme el voto del miedo cuente menos en Espa�a, m�s f�cil nos ser�
a los historiadores liberarnos del �frentepopulismo� con su
ultracontemporane�smo anexo.
43 Durante la renovaci�n historiogr�fica de los a�os 70 se viaj� mucho
menos por las dificultades existentes tanto de tipo pol�tico como idiom�tico.
44 Nosotros mismos lo hemos intentado en relaci�n con la �ltima
historiograf�a francesa, La 'Nouvelle Histoire' y� sus cr�ticos, Manuscrits. Revista d'Hist�ria Moderna, n� 9, Barcelona, 1991, pp.
83-111; El 'tournant critique' de Annales, Revista de Hist�ria Medieval, Valencia, n�
2, 1991, pp. 193-197; La contribuci�n de los terceros Annales y la
historia de las mentalidades. 1969-1989, La
otra historia: sociedad, cultura y mentalidades, Bilbao, 1993, pp.
87-118.
45 Nuestro hispanista Bernard Vincent, de la EHESS de Par�s, lo plante�
crudamente en Santiago: Historia a debate.
I. Pasado y futuro, Santiago, 1995, p. 68.
46 Algunas causas:� inter�s de los
gobiernos aut�nomos -de todos los matices pol�ticos- por la historia propia,
facilidades para la financiaci�n de investigaciones y para la publicaci�n de
libros de materia regional-local, transferencias de las universidades a las
Comunidades Aut�nomas, af�n conmemorativo de las gestas locales, existencia de
un p�blico culto...
47 Se denuncia esta marcada tendencia localista, y a la vez el desinter�s
por la historia de pa�ses extranjeros, en Juan PRO RUIZ,� �Sobre el �mbito territorial de los estudios
de historia�, Historia a debate. III. Otros enfoques, Santiago, 1995, pp.
59-66.
48 Ni siquiera se ha generalizado en los ambientes historiogr�ficos de
izquierda el sustantivo �Espa�a�, todav�a decimos �este pa�s�, el �Estado
espa�ol�, como hace veinte a�os; no ha pasado lo mismo en otros �mbitos
culturales, en los medios de comunicaci�n social o en medios pol�ticos de todos
los signos, inclu�dos nacionalistas anta�o perif�ricos.
49 Evoquemos aqu� la pol�mica S�nchez-Albornoz / Am�rico Castro sobre las
tres culturas y la formaci�n hist�rica de Espa�a.
50 Planteamos tambi�n este delicado problema al convocar el� Congreso de Santiago (El Pa�s, 3 de julio de 1993; repoducido en
Historia a debate. I. Pasado y futuro,
pp. 17-18), si bien reconocemos que no le hemos dedicado la atenci�n que se
merece� en el programa� y, por lo tanto, en las Actas.
51 Todav�a resulta imprescindible el Diccionario
de Historia de Espa�a, publicado en 1952, en pleno franquismo, que
detiene la historia de Espa�a... el 14 de abril de 1931.
52 Por supuesto que se publicaron infinidad de libros de texto,
fasc�culos para preparar clases u oposiciones, importantes historias de Espa�a
de gran formato, pero ya no historias de Espa�a como las citadas que fuesen
igualmente proyectos historiogr�ficos, culturales, incluso pol�ticos.
53 Y no es el �nico que, desde posiciones progresistas -y� hasta federalistas-, plantea el problema de
la desnacionalizaci�n de Espa�a -y la espec�fica responsabilidad de la
izquierda antifranquista-, Ces�r ALONSO DE LOS R�OS, Si Espa�a cae..., Madrid, 1994; v�ase asimismo la nota ?.
54 Dos ejemplos concretos: las televisiones gallega, vasca y catalana
todav�a no se pueden ver por los canales normales en toda Espa�a; hasta el d�a
23 de septiembre de 1995, en que un per�odico distribuy� el nuevo mapa de
Espa�a basado en las Comunidades Aut�nomas, hemos seguido utilizando el mapa de
la Espa�a provincial...
55 La estructura tendencialmente federal del Estado democr�tico espa�ol
no ser� irreversible hasta que diversidad y unidad no se consoliden en el plano
de la cultura, de las mentalidades, de las emociones y de los s�mbolos,
impediremos de este modo que alg�n d�a puedan volver las �banderas
victoriosas�.
56 Un ejemplo a seguir: la participaci�n escrita de Jos� Luis Mart�n en
la mesa redonda� �La historia en las
universidades�, Histoira a debate. I. Pasado
y futuro, Santiago, 1995, p. 63.
57 Los cambios pol�ticos que se avecinan�
amenazan m�s bien con la congelaci�n de la oferta p�blica de empleo.
58 Los �combates por la historia� de Lucien Febvre eran historiogr�ficos,
contra una historia tradicional, positvista, �historizante�, hoy,
particularmente en Espa�a, son tambi�n, y sobre todo, contra la subalternidad
de la historia y las ciencias humanas en una sociedad� que muchos quieren regida por el �pensamiento
�nico�.
59 Un ejemplo a seguir: la comunicaci�n presentada en Santiago por la
Escuela Libre� de Historiadores, �La
universidad m�s all� de la instituci�n. La historia m�s all� de la universidad�,
Historia a debate. III. Otros enfoques,
Santiago, 1995, pp. 257-264.
60 El Pa�s, 22 de noviembre de 1995, p.
26.
61 La universidad abandonada al mercado, sucumbe, porque la ley de la
oferta y de la demanda desvirt�a su principal funci�n: la cultura, el
pensamiento cr�tico,� la investigaci�n.
62 No es casual que los estudiantes franceses fuesen la avanzadilla -como
en Mayo del 68, aunque en otros y capitales aspectos las diferencias son
notables- de una huelga obrera paradigm�tica -en diciembre del 95- en defensa
del Estado de bienestar.
63 En las dificultades crecientes de las clases medias est�, sin duda,
una parte de la explicaci�n del ascenso electoral del centroderecha en Espa�a.
64 El a�o pasado se recort� todav�a un 8,5 % el presupuesto dedicado a
investigaci�n cient�fica� �en solidaridad
con otras pol�ticas�, seg�n el secretario de universidades en el Congreso de
Diputados (10 de octubre de 1995).
65 Los estudiantes franceses escogen hoy los estudios de letras (entre
los cuales la historia sigue represent�ndose como la primera entre las ciencias
humanas) y de ciencias en una proporci�n semejante, en la ense�aza media y en
la ense�anza universitaria, de forma que los problemas de los j�venes
historiadores son menos distintos de los que tienen los dem�s.
66 Julio VALDE�N, En defensa de la
historia, Valladolid, 1988.
67 Jos� Mar�a Aznar en un acto explicativo del programa electoral del PP
en el campo de la educaci�n (resumen de agencias de prensa: Faro de Vigo, 15 de febrero de 1996;
tambi�n Gaceta Universitaria, 21
de febrero de 1996); parecidas preocupaciones se pueden encontrar en el
programa electoral� del PSOE en la
campa�a electoral de 1993.
68 �Qui�n no asume, por ejemplo, que Espa�a debe pasar del 0,8 % al 2%-la
media europea- del PIB en investigaci�n?; lo dice Carlos Robles Piquer,
presidente de la Comisi�n Nacional de Investigaci�n del PP (en una carta a El Pa�s el 15 de febrero de 1996), y el
propio pograma electoral de este partido a las elecciones del 3-III-96; claro
que se prev� que el incremento sea financiado por la empresa privada (El Pa�s, 29 de febrero de 1996), lo cual
no parece que vaya a favorecer demasiado a las ciencias humanas...
69 Basta decir que el Ministerio de Cultura tiene un presupuesto r�diculo
de 63 millones de pesetas, inferior al de la consejer�a de cultura de la Xunta
de Galicia y de otras Comunidades Aut�nomas.
70 El Pa�s, 7 de enero de 1996.
71 La Voz de Galicia, 11
de noviembre de 1995.
72 El hecho de que� el economicismo
regrese a finales del siglo XX, cuando las ciencias sociales estaban ya de
vuelta y redescubr�an el sujeto, confirma la tendencia apuntada a la s�ntesis
objeto-sujeto.
73 Antonio S�ENZ DE MIERA, �La misi�n de la Universidad�, El Pa�s, 5 de septiembre de 1995.