Las guerras de los caballeros en la
Galicia medieval
�
Carlos Barros
Universidad
de Santiago de Compostela
��������������� El reino medieval de Galicia es
un escenario ideal para observar la guerra feudal. En la segunda mitad del
siglo XII, cuenta Joan de Ocampo, los caballeros del obispado de Tuy estaban
contra los caballeros del arzobispado de Santiago: robaban los vnos a los
otros los ganados y talaban los sembrados y que duraron hestas diferen�ias
nobenta y �inco a�os asta que enpe�o a reynar el Rey Dn. Fernando el Santo que
particularmente los mando llamar para la guerra contra los moros[1].
Galicia, lejos de Al-�ndalus, �participaba
cada vez menos en una Reconquista que, por lo dem�s, desde la conquista de
Algeciras, en 1344, se suele dar por terminada... hasta 1492, cuando los Reyes
Cat�licos toman Granada. La guerra de los feudales es casi una guerra de
frontera: conforme disminuye la guerra contra los moros prospera la guerra particular
contra los se�ores vecinos. La paz exterior hace crecer la guerra interior de
los caballeros: siguiendo a distintos reyes o -la mayor�a de las veces-
levantando cada uno su bandera y partido.
��������������� En la segunda mitad del siglo
XIV y sobre todo durante el siglo XV, la Galicia medieval vive la edad de oro
de la guerra feudal. La refeudalizaci�n y creciente marginaci�n respecto de los
centros de poder peninsulares, hacen de la Galicia bajomedieval un paradigma �ptimo
de la lucha de bandos nobiliarios. El cronista Alonso de Palencia de la Corte
de Castilla y Le�n ve�a as� a los gallegos de finales de la Edad Media:
gente hecha a la lucha sangrienta de encarnizados bandos (...) Cuando
carec�an de recursos, despojaban de los suyos a sus convecinos o atentaban
contra su vida entre el encarnizado fragor de las facciones[2].
��������������� Imagen de una Galicia an�rquica,
dominada por una nobleza violenta, extremadamente dividida, que ten�a en la Baja
Edad Media un fundamento real: basta con leer el nobiliario de Vasco de Aponte
para convencerse. Pero aqu� no vamos a relatar en detalle �las m�ltiples peleas internobiliarias del
siglo XV, interesa ante todo saber qu� dec�an de ellas los gallegos de la
�poca. La visi�n que ten�a la propia cultura caballeresca de los bandos
nobiliarios no cuadraba, l�gicamente, con la sostenida por otras partes de la
cultura escrita, y menos a�n con la representaci�n social que de las batallas
se�oriales exist�a en la mentalidad popular y ciudadana; si bien los
intercambios y puntos comunes entre cultura popular y elitista, oral y escrita,
est�n al orden del d�a.
Conviene, desde luego, que sepamos las razones de ese
combate tan fuerte y continuado de los nobles feudales entre ellos mismos, a
partir de la mentalidad de los caballeros que ennoblecen y justifican su lucha
fratricida mediante el c�digo de honor de la caballer�a, pero no es menos
importante considerar aquellas otras mentalidades, de origen letrada y com�n,
en la �ltima Edad Media muy interconectadas, que generan las actitudes cr�ticas
hacia dichas guerras de caballeros, sin dejar de confrontar todo lo anterior
con otros datos objetivos, con el fin de acercarnos a� conclusiones que tengan en cuenta el contexto
psicol�gico y social del tipo de acontecimientos militares que nos ocupan.
Se�ores codiciosos
��������������� Tan universal era la guerra en
la Galicia tardofeudal como las prevenciones hacia ella de la cultura escrita y
humanista. Los cronistas antes mencionados basaban su representaci�n negativa de
la lucha de bandos en graves acusaciones a la nobleza por la imperante �violencia, divisi�n, desorden y robo, poniendo
en El- Rey esperanzas de paz, unidad, orden y justicia. En la misma direcci�n
pero de modo m�s filos�fico y providencialista, Fern�n P�rez de Oliva, t�o de
Ambrosio de Morales, en su Di�logo de la
dignidad del hombre, redactado a comienzos del siglo XVI en el tiempo en
que Aponte escrib�a su nobiliario y testigos populares declaraban en el pleito
Tabera-Fonseca, censura vicios: estos son sobervia, cudicia, enuidia,
enemistad, y otros que ay semejantes, de do nacen las guerras, las muertes, las
grav�ssimas perturbaciones, en que traen los hombres al mundo[3].
Nuestro humanista hace nacer la guerra de la desviaci�n de unos hombres
pecadores de los modelos e ideales de comportamiento social; las faltas morales
denunciadas �sobre todo el pecado de la avaricia- conducen al fondo social del
problema. Ya estaba en las Partidas (II, 26, 2) presente la inquietud por
limitar las ganancias y los intereses materiales de los participantes en la
guerra medieval: De como los omes se deven guardar, de non querer ser
mucho cobdiciosos, en las guerras, e en las otras cosas que se fazen.
Pero es, en los m�s cl�sicos y cristianizados libros de caballer�as, donde la
degradaci�n �tica de la nobleza (punto de encuentro esencial de la cr�tica
erudita y de la cr�tica popular) sufre la mayor descalificaci�n. Leemos en
Amad�s de Gaula una severa amonestaci�n contra los se�ores
codiciosos que sin temor de Dios no siendo contentos con
aquellos estados que os dio y de vuestros antecesores os quedaron, con muertos,
con fuegos y robos ajenos de los que en la ley de la verdad son, quer�is
usurpar y tomar, insistiendo despu�s el autor en las bondades de la
guerra justa y providencial contra el otro: volver vuestras
sa�as y codicias contra los infieles, donde todo muy bien empleado ser�a[4].
��������������� Cuando mengua el recurso a la
guerra contra el Islam y las guerras civiles devienen end�micas, la monarqu�a
moderna, con sus medidas de represi�n antinobiliaria y la instauraci�n de
tribunales reales de justicia, y los letrados �incluyendo los religiosos
reformados- con su censura intelectual y moral, toman la iniciativa contra el
exceso de ambici�n y la violencia desaforada de una decadente nobleza feudal.
Triunfan en la medida en que convergen con una cultura urbana y popular que,
desde abajo, impugna la degradaci�n caballeresca. Reprobaci�n que, en el caso
de los campesinos y artesanos, se dirige especialmente contra los agravios que
tienen por v�ctimas a la gente com�n, sin dejar de censurar como causa la
guerra de los se�ores[5].
��������������� El problema m�s arduo para la nueva
monarqu�a estaba, seg�n dicen, en el reino de Galicia, el principado de
Asturias y las provincias vascas, villas e logares que son en la costa
del mar, para quienes los Reyes Cat�licos dictan, en 1501, una pragm�tica
mandando que no ayan nin se nombren parentelas nin otro apellido por v�a
de vandos, exigiendo a todos que, ante los escribanos de los concejos,
juren e se partan de que qualquier liga e confederaci�n e vando que
tengan hecho, quier dependan de sus antecesores, quier dellos[6].
Es sabida la demostrada eficacia pacificadora y domesticadora del nuevo Estado
con los grandes caballeros gallegos, sumamente debilitados por la revuelta
irmandi�a, en la cual se inspiran, desde arriba, los Reyes Cat�licos.
��������������� A�n en el a�o 1541 -seg�n relata
despu�s (1593) el cura Amaro Gonz�lez de Vilanova- un irreflexivo mayordomo del
arzobispo de Santiago, quien acababa de ganar el pleito por las jurisdicciones
de los castillos de Chapa y Cira contra el conde de Altamira, que por lo visto
no aceptaba dicho fallo, hizo juntar gran n�mero de gente de todo el
arzobispado, y el conde de su parte ten�a muchos vasallos y gentes de mucho
precio, para imponer la decisi�n judicial, produci�ndose una batalla pero
no entre ambos ej�rcitos privados sino con la gente del Rey que seg�n parece �los escarment�: quiso Dios que llegase
un oidor del reino que se llamaba D. Francisco de Castilla y prendi� a muchos
de los principales y los desbarat� y otros fuyeron[7].
Se trata realmente de un caso excepcional con un mal final: a mediados del
siglo XVI las guerras particulares de tipo feudal estaban fuera de tiempo: los
pleitos ante la Audiencia de Galicia, fundada en 1480, las hab�an reemplazado con
�xito. La justicia p�blica emergente, en detrimento de la vetusta justicia
privada, adquiere consenso, organizaci�n y fuerza militar suficiente para
mostrarse eficaz y hacer desaparecer poco a poco la guerra de los se�ores por
innecesaria e inservible. Las nuevas instituciones del Estado, y una nueva
mentalidad se�orial, estamental, van a relevar a la guerra feudal como factor
de autorregulaci�n social: entramos en la modernidad.
Se robaban unos a otros
��������������� Lo que para los cr�ticos
indulgentes era avaricia para los m�s exigentes ven�a a ser robo, simplemente.
En esto las acusaciones de los oficiales p�blicos contra los caballeros cuadraban
con la mentalidad popular. Veamos las expresiones de �sta y de sus
intermediarios, sacadas de ese imprescindible archivo oral para conocer la
Galicia bajomedieval que es el pleito Tabera-Fonseca[8].
Testigos de actitudes diversas, pro y contra los se�ores, y distinta condici�n
social, vienen a decir lo mismo: se robaban y mataban unos a otros y de
tal manera que ninguno hera se�or de lo que ten�a; en el dicho
Reyno de Galizia ab�a bandos y desasosiegos se haz�an hurtos, robos y muertes
de honbres; en los tienpos de las guerras los del dicho se�or
Patriarca haz�an saltos y cabalgadas contra sus henemigos e se rrobaban e
saqueaban los unos a los otros[9].
Los caballeros eran mal vistos e se identificaban gen�ricamente como ladrones y
homicidas, calific�ndose sus guerras como �enemistades particulares�, como si
se quisiese subrayar que nada ten�an que ver con el bien com�n. Los m�s amigos
de Tabera intentan, por ejemplo, demostrar que las fortalezas arzobispales no
hab�an sido derrocadas por los irmandi�os sino que por bandos y
henemistades particulares�[10]
(los contrarios a la revuelta andaban buscando quienes pagasen las piedras
rotas).
��������������� Para los �ltimos se�ores
feudales de Galicia el derecho de las armas decid�a el estatus social. Un
vecino de O Grove sentencia sobre esta guerra de ricos: unos heran ricos
porque robaban otros y otros ricos heran pobres porque heran robados[11].
El modo r�pido de ascender en la nobleza gallega bajomedieval no era otro que
el uso sin miramientos de la fuerza militar. Los caballeros m�s avanzados en
esa carrera, usualmente los m�s atrevidos y menos letrados, confirmaban en los
hechos la general inculpaci�n de origen popular. D�cese que dijo Pedro �lvarez
de Soutomaior, cuando es preguntado para que hazia tantos males, i
borraba la memoria de tan Ilustres Solares�, que respondi� que �en aquella
tierra vastaba que quedasse la Casa de Sotomaior, i que no auiaa de quedar otro
Se�orio[12].
Por propia confesi�n, a este Pedro Madruga se le pod�a atribuir, sin duda, las tachas
de soberbia, avaricia, envidia y enemistad: culpas que, seg�n el humanista
P�rez de Oliva, provocaban las guerras. No era lo normal. Lo �correcto� deber�a
haber sido hacer la guerra de forma compatible con el c�digo caballeresco, o
por lo menos proclamar en p�blico tal intenci�n. Pero no declarar como enemigos
a los restantes se�ores; a no ser que, a finales del siglo XV, estuviese tan
desvalorizado para algunos el modelo caballeresco que valiese �m�s la pena ense�ar los dientes y mostrarse
m�s ambicioso y malhechor que nadie.
�
Cuesti�n de honor
��������������� En una sociedad medieval en la
que se desataban f�cilmente las pasiones que reg�an acciones humanas, incluso por
encima de la propia conveniencia de los actores[13],
es �muy dif�cil separar las motivaciones
afectivas de las motivaciones econ�micas en las luchas internobiliarias, �cu�ntas
veces pierden relevancia las segundas en provecho de las primeras? El caso que
sigue es ejemplar: una batalla cruenta de hidalgos por un tema no econ�mico, ni
tan siquiera relevante, anecd�tico (para nosotros), �por una cuesti�n de honor s�lo comprensible
desde la historia social de las mentalidades.
��������������� Joan de Ocampo refiere -en 1587-
que, hacia 1410, el rey Juan II mand� llamar a los tres tercios gallegos (cada
uno formado por tres mil hombres) para ir a la guerra con los moros:
Lugo-Mondo�edo, Santiago y Ourense-Tui. Junt�ndose los dos �ltimos -mandados
por Moscoso y Soutomaior, respectivamente- entre Benavente y Puebla,
aconteciendo que sobre quien havia de llevar su gente delante o atras,
sin otra ocasion vinieron en rompimiento, y de suerte que se dieron batalla
formada que duro desde mediodia asta que la noche los departio, y murieron
�erca de mill hombres de ambas partes[14].
Adem�s de la continuidad secular de la enemistad gallega de los caballeros del
Norte contra los caballeros del Sur, y de una previsible exageraci�n al contar
los muertos, la verdad es que la pol�mica sobre quien iba en primer lugar
provoc� una masacre, que finalmente se resolvi� con racionalidad, se ech� a
suertes y le toc� a Santiago ir delante; con todo, al llegar a Valladolid
fueron detenidos los dos capitanes. Todo esto hizo exclamar a un caballero
gallego que anduvo pacificando a los jefes pendencieros: somos gallegos y
no nos entendemos. Fruto imaginario, sin duda, de la fama que ten�a �aquella Galicia medieval fraccionada por las contumaces
peleas se�oriales.
��������������� La amistad es una relaci�n
afectiva entre personas no vinculadas familiarmente, que estaba
institucionalizada en la Edad Media, legal y mentalmente: verticalmente, por
causa de la obligada lealtad del vasallo hacia el se�or y, viceversa, de la
generosidad y amparo del se�or hacia el vasallo leal; y, horizontalmente, por
el compa�erismo de armas entre aquellos que ten�an por misi�n sagrada la
defensa de la sociedad, los caballeros. La ley medieval favorec�a grandemente
la amistad pero no por eso penalizaba la enemistad, al rev�s, la regulaba con
normas y rituales: sin enemigos no hab�a amigos, ni vasallos, ni guerras.
��������������� Se proteg�a a los amigos de los
enemigos cuando se establec�a que no pod�a ser demandado quien honrra a
su amigo, maguer estorve a otro (Partidas VII, 9, 19); o que si hay
gran enemistad que non pueda ser testigo contra el en ning�n pleito
(III, 16, 21). Incluso estaba permitido al hombre enga�ar a su enemigo, excepto
en tiempo de tregua o seguridad acordada (VII, 16, 2). Mentir s�, pero nunca
traicionar la palabra dada, el juramento hecho, la fidelidad debida...
��������������� �C�mo define esa enciclopedia de
leyes y mentalidades medievales que son las Partidas la palabra 'enemigo'?
Enemigo es aquel que hace deshonrra o tuerto (no
derecho) a un hombre o a los suyos (II, 19, 1); m�s singularmente:
por esta palabra enemigo se entiende aquel quel mato el padre, o la
madre, o otro pariente, fasta en el quarto grado, o que le mouio pleyto de
seruidumbre (VII, 33, 6). El legislador ampara de este modo la vida en
general, y particularmente
la vida de los padres, dicho de otro modo, la
integridad -y el honor- de la familia y as� mismo del sistema feudal basado en
la lealtad vasall�tica. Los primeros amigos que el hombre debe defender son el
padre y el se�or (el Rey es se�or de se�ores), a continuaci�n vienen todos los
dem�s. En la pr�ctica cualquier hombre que agravie o estorbe a otro es un
enemigo virtual, pero el af�n clasificador de la norma alfonsina, que no quiere
dejar cabo suelto, especifica cu�les son los enemigos m�s principales: E
son dos maneras de enemigos, los unos de la tierra e los otros de fuera
(II, 19, 1). Los primeros dan lugar a la guerra interior, y los segundos a la
guerra exterior. Se dice de los enemigos internos que son mas da�osos que
los de fuera: �puesto que viven en
la tierra no puede el hombre guardarse bien de ellos; resumiendo la ley que
ninguna pestilencia es m�s fuerte que el enemigo de casa. La guerra
feudal de los bandos queda as� suficientemente favorecida y legalizada.
Ciertamente que los otros enemigos que son de fuera son aquellos que han
guerra con el Rey paladinamente, por lo que la ley siguiente de las
Partidas tiene por t�tulo: Como deve el pueblo guardar al Rey e a todos
sus vassallos de sus enemigos (II, 19, 2). El problema es que,
frecuentemente, los enfrentamientos de la nobleza por la Corona transforman las
guerras de los reyes en guerra de bandos.
��������������� La diferencia entre pecados de
ambici�n como soberbia, codicia o envidia y la enemistad caballeresca, que la
cr�tica erudita y popular de una manera o de otra colocaban al mismo nivel,
estaba en que las relaciones de amistad y enemistad estaban tan normalizadas
que no se contemplaba el peligro de una enemistad excesiva: se exhortaba a los
hombres, sin m�s, a devolver ojo por ojo y diente por diente. Exist�a inclusivo
el derecho a matar al homicida o al violador de los familiares m�s pr�ximos[15].
El primer destinatario del derecho de hacer justicia por la propia mano era,
como se puede suponer, la nobleza: la ley de Caballer�a por p�blico rigor
de batalla da lugar a los cavalleros que tomen vengan�a de sus enemigos[16].
Pero la gente com�n que le tocaba ser parte de las v�ctimas o de los agresores
en las guerras de los bandos nobiliarios, tambi�n ten�an parientes que vengar[17].
Los propios concejos proclamaban sus enemigos se�oriales cuando les interesaba[18].
M�s all� del �mbito local, Huizinga anot� que, tanto para los espectadores como
para los actores, era la venganza el momento esencial que reg�a las acciones
y los destinos de los pr�ncipes y los pa�ses; aquello que el pueblo
comprend�a mejor de la pol�tica de los reyes eran los motivos primitivos
del odio y de la venganza[19],
dec�a quien mejor dibuj� el largo oto�o de la Edad Media.
��������������� La declaraci�n p�blica de
enemistad ten�a por resorte movilizador, y legitimador, la defensa del honor,
la ley del tali�n, que obligaba al caballero acusador a pasar por el rito
previo del desaf�o, que ven�a a significar tornar amistad, quitarle
la confianza a alguien, lo cual habr�a de suceder ante testigos,
estableci�ndose a continuaci�n un plazo de d�as para ponerse de acuerdo sobre
las condiciones del duelo. Motivos para un desaf�o: cualquier deshonrra,
o tuerto, o da�o de un hidalgo a otro (Partidas VII, 11). Por supuesto,
no siempre se produc�a dicho desaf�o formal, pensado para la ruptura de la
amistad entre dos personas de condici�n noble, pero el mecanismo subjetivo y
social para proclamar a un enemigo ven�a siendo el mismo: agravio, reconocimiento
p�blico del enemigo-agresor, derecho y deber de la v�ctima a una respuesta.
Salvo que hubiese perd�n, pacto o concordia, que devuelve al enemigo el
atributo de amigo.
��������������� As� pues, el c�digo de honor
caballeresco tiene por misi�n procurar la regulaci�n y dignificaci�n de las
luchas por el poder en el interior de la clase dirigente, y por extensi�n en el
conjunto de la sociedad feudal. Formaba parte de las mentalidades de la �poca
de tal modo, y las peleas interpersonales (hubiera o no intereses econ�micos)
generaban tal cantidad de agravios que justificaban la acci�n justiciera un d�a
s� y otro tambi�n, siendo pr�cticamente imposible, como ya hemos dicho, saber
donde terminaban en las guerras caballerescas las motivaciones emotivas y donde
comenzaban las motivaciones materiales. Los amigos deven�an enemigos, y al
contrario. Viejos agravios pod�an conservar activa mucho tiempo
una vieja enemistad entre personas, linajes o lugares, m�s all� de las causas
econ�micas originales, en el caso de que hubieran existido. Por su parte, las
contiendas de los caballeros por las tierras y los vasallos ocasionaban tal
cantidad de robos, homicidios e injurias que eran suficientes para mantener
viva la guerra por largo tiempo entre las casas se�oriales. S�lo estudiando
cada lucha de bandos en concreto podremos conocer los roles y la proporci�n
espec�fica de factores mentales y materiales que explican su inicio, desarrollo,
permanencia y final. Multideterminaci�n que, creemos, no diluye el peso de la
econom�a en las guerras de bandos nobiliarios, que comprometen a partes significativas
de la sociedad: no lo ve�an de otra forma los contempor�neos.
Fama, poder, rentas
��������������� De la honra de un caballero y de
su linaje, que ten�a que superar una y otra vez la prueba ritual de replicar
con valor cuando le tocaba soportar agravios, depend�a su prestigio social, que
no resultaba ajeno a la consecuci�n, custodia e incremento de bienes materiales
y jurisdiccionales que, simult�neamente, le estaban asignados -seg�n el vigente
esquema trifuncional- para que pudiera cumplir con su funci�n social de
defender con las armas a todos, cosa que malamente pod�a hacer quien no se
sab�a defender a s� mismo y a su familia. Supon�a un gran desprestigio social
perder poder, vasallos y riquezas en la guerra con los enemigos: su defensa y
acrecentamiento semejaba para muchos se�ores caballeros m�s un deber social que
un est�mulo pecador que conven�a ocultar. Reflexi�n que ayuda a entrever el
v�nculo, en cualquier caso dif�cil de establecer, del violento impulso antes
citado de Pedro Madruga (autocomplaci�ndose de aplastar a los dem�s se�or�os
del obispado de Tui) con una mentalidad caballeresca en regresi�n. Si cabe no
solamente hay que distinguir entre ideal y realidad caballeresca, o reconocer
el influjo degradante de la crisis bajomedieval sobre la �tica se�orial, habr�
tambi�n que diferenciar la mentalidad caballeresca de la mentalidad se�orial, por
mucho que aquella sea la ideolog�a oficial de �sta.
��������������� Un notario de Pontevedra declara
que Bernal Y��ez de Moscoso prendi� al arzobispo de Santiago segun que el
testigo lo oio dezir porque el dicho se�or Patriarca no le queria confirmar los
feudos quel tenia de la Iglesia de Santiago[20].
El m�vil de las grandes luchas interse�oriales del siglo XV era, principalmente,
el poder jurisdiccional, es decir, la posesi�n de tierras y vasallos. El Rey de
Castilla pregunta al concejo de Orense por la situaci�n social en la Galicia
pre-irmandi�a; se conservan las respuestas por escrito: e las causas e
rasones porque an avido las dichas guerras no sevemos quales [fueron] nin
quales non fueron agresores o causadores dello [manera de quitarle valor �a las motivaciones caballerescas], non
embargante que se dise [referencia a la�
tradici�n oral] que parte de las dichas guerras que han los condes es
sobre algunas villas e logares e juridiciones que a cada uno dise pretender
aver a ellos derecho, asy a la propiedad como al posisorio[21].
Pelear por tierras y vasallos ven�a a ser lo mismo que combatir por el derecho
a cobrar la renta feudal, as� tenemos que el arzobispo de Santiago
tobiera guerras con los caballeros del Reino de Galizia que todos heran
contra el y los de la �iudad de Santiago y que tenian con ellos las dichas
guerras por las rentas[22]
(vecino de Betanzos); otro testimonio sobre el mismo tema: tubo muchas
guerras e pleitos sobre dichas rentas que le tomaban dellas[23]
(mercader de Noia).
��������������� Sigamos con los ejemplos que
ilustran y dan sentido a nuestro razonar. Una enemistad interse�orial de mucha
fama por aquellos a�os era la que enfrentaba al arzobispo Fonseca de Santiago,
despu�s Patriarca de Alejandr�a, con el no menos c�lebre Pedro �lvarez de
Soutomaior, vizconde de Tui y Conde de Cami�a, tambi�n conocido como Pedro
Madruga, por culpa de 150.000 maraved�es de juros situados sobre las rentas de
Pontevedra. Primero, cuando se opon�an juntos a los irmandi�os, Pedro
Albarez, conde de Cami�a, hera amigo del dicho Patriarca, pero de
inmediato, dicho Pedralbares se tomara a descon�ertar con el dicho
Patriarca sobre los dichos �incoenta mill [sic] marabedis que dicho tiene e
quedara su henemigo[24]
(pescador de L�rez, Pontevedra). Un labriego del Morrazo, m�s partidario de
Fonseca que del Conde de Cami�a, relata tambi�n este pasaje de la amistad a la
enemistad entre ambos por los dichos maraved�es de Pontevedra: dicho
se�or Patriarca no quisiera consentir que los llebase ni tobiese en la dicha
villa e que sobre hesto tenian las dichas enemistades e se azian las dichas
guerras[25].
��������������� A fin de cuentas era de dominio
p�blico, en el amplio cuadro de la cultura popular en que nos movemos para
investigar la base socioecon�mica de las peleas interse�oriales, que los
caballeros de Galicia guerreaban incesantemente entre s� por el control de las
jurisdicciones y de las rentas que pagaban los vasallos, ora campesinos ora
letrados ora mercaderes, y no tanto por el honor de la caballer�a como dec�an
sus favorables. Los cronistas reales confirman esta versi�n, as� como tambi�n
no pocos documentos de archivo de aquel tiempo. La otra parte de la verdad est�
en las fuentes nobiliarias y, cada vez m�s, en las novelas de caballer�a.
���������������
[1] Joan de OCAMPO, Descendencia de los Pa�os de Prob�n, 1587, fol. 5-5v.
[2] Cr�nica de Enrique IV, BAE n� 267, tomo III, p. 170.
[3]
Fern�n P�REZ DE OLIVA, Di�logo de la
dignidad del hombre, Madrid, 1982, p. 88.
[4] Garci RODR�GUEZ DE MONTALVO, Amad�s de Gaula, Barcelona, 1984, tomo I, p. 271.
[5] Carlos BARROS, Mentalidad justiciera de los irmandi�os, siglo XV, Madrid, 1990, p. 64.
[6] Eloy BENITO RUANO, Hermandades en Asturias durante la Edad Media, Oviedo, 1971, p. 52.
[7] Publica Manuel Murgu�a en Bolet�n de la Real Academia Gallega, VI, A Coru�a, 1913, p. 239.
[8] Publica �ngel Rodr�guez Gonz�lez en Las fortalezas de la Mitra composte�lana y los irmandi�os. Pleito Tabera-Fonseca, Pontevedra, 1984.
[9] Pleito Tabera-Fonseca, pp. 324 (ciudadano), 569 (escudero), 187 (cl�rigo).
[10] Idem, p. 19.
[11] Idem, p. 215.
[12] Felipe de la G�NDARA, Armas y� triunfos. Hechos heroicos de los hijos de Galicia, Madrid, 1662, p. 390.
[13] Johan HUIZINGA, El oto�o de la Edad Media,
Madrid, 1978, p. 29.
[14]
Descendencia de los Pa�os de Prob�n,
fol. 8v-9.
[15] Partidas VII, 17, 13; Jes�s LALINDE ABADIA, Derecho
hist�rico espa�ol, Barcelona, 1974, pp. 393-394.
[16] Juan MATA
CARRIAZO, edit., Cr�nica de Don �lvaro de
Luna,� Madrid, 1940, p. 117.
[17] Descendencia de los Pa�os de Prob�n, fol. 17v.
[18]
�Una carta de Hermandad entre los Reinos de Le�n y Galicia� (1300), Galicia Diplom�tica, Santiago, 1883,
tomo II, p. 205.
[19] El oto�o de la Edad Media, pp. 29-30.
[20] Pleito Tabera-Fonseca, p. 407.
[21] Publica Jos� GARCIA ORO, Galicia en la Baja Edad Media. Iglesia, se�or�o y nobleza, Santiago, 1977, p. 246.
[22] Pleito Tabera-Fonseca, p. 422.
[23] Idem, p. 555.
[24] Idem, p. 397.
[25] Idem, p. 86.