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Violencia y muerte del se�or en Galicia a finales de la edad media

 

 

Carlos Barros   

Universidad de Santiago de Compostela

La noci�n de violencia se emplea continuamente en ciencias sociales con el significado estricto de uso de la fuerza, sobre personas o cosas, como medio para vencer las resistencias que se oponen a la consecuci�n de determinados fines, no siempre conscientes o expl�citos. La violencia, adem�s de mediaci�n, es consecuencia -y s�ntoma- de desigualdades sociales, cuando no causa de conflictos, actuando asimismo como factor de regulaci�n, como medio y rito restaurador de equilibrios rotos y superador de contradicciones extremas, lo cual parad�jicamente vincula violencia, inseguridad y desorden con sus conceptos contrarios, paz, seguridad y orden, especialmente en el imaginario y el inconsciente colectivos.

 

Violencia, psicolog�a y sociedad

 

Est� por demostrar la hip�tesis de la violencia gratuita, de la violencia por la violencia: cuando la casualidad social tout court no basta, se indaga el complejo pero tambi�n determinativo mundo de las mentalidades, incluso de la psicolog�a profunda, valorando la funci�n cat�rtica de la violencia en cada tipo de sociedad. No es posible, seg�n nuestro criterio, un an�lisis global de la conducta violenta de los hombres sin combinar por tanto el triple enfoque psicol�gico, sociol�gico e hist�rico.

 

En t�rminos psicol�gicos conviene considerar el comportamiento violento a trav�s del concepto de agresi�n, forma general de conducta violenta que es a su vez manifestaci�n externa de una actitud, la agresividad, esto es, una predisposici�n emotiva a la agresi�n que precisa de factores desencadenantes para concretarse en acci�n directa. Es del mayor inter�s cognitivo esta distinci�n conceptual entre la agresividad como tendencia (actitud) y la violencia como pr�ctica (conducta). En ambos casos hay que contar, adem�s, con el rol activo de las representaciones sociales que los protagonistas tienen sobre las causas y la utilidad, imaginarias y reales, de la violencia.

 

Existe en los hombres cierta agresividad natural, propensi�n a responder con la acci�n a la frustaci�n derivada de las interferencias halladas en la obtenci�n de algo que se desea (Freud). La agresividad potencial se convierte en violencia real (que adopta formas muy variables), en funci�n de la incidencia de las condiciones sociales e hist�ricas. Los factores socio-hist�ricos determinantes de la violencia afectan asimismo a la actitud subyacente, incluyendo la parte no-consciente, mediante la creaci�n de automatismos y h�bitos de conducta: la agresividad inherente es tambi�n el producto de una sociedad hist�ricamente definida, o sea, es una agresividad aprendida. Por lo dem�s, hay per�odos y coyunturas en la historia que ora moderan ora activan las innatas pulsiones agresivas de la sociedad y de los individuos.

 

En resumen, es preciso cuidarse mucho de no generalizar sobre la violencia humana y el impulso guerrero en un sentido ahist�rico de inalterabilidad: los par�metros espacio-temporales son, por consiguiente, decisivos para comprender la violencia como fen�meno psicol�gico y social. La causalidad social y contingente de la violencia posibilita pues enunciar la posibilidad hist�rica de su superaci�n[1], acreditando por tanto una visi�n optimista del futuro humano, frente al fatalismo que late en el supuesto (enunciado por Gustave Le Bon y otros, y hoy muy criticado y marginado en las ciencias sociales) de unos hombres oprimidos por las pulsiones abstractas e inamobibles de una violencia cong�nita.

 

Despu�s de Freud, Wilhelm Reich[2] ha se�alado como de entrada la agresividad es un hecho positivo siendo destino la satisfacci�n de las necesidades humanas. Se trasmuta esta agresividad en factor negativo, destructivo, cuando concurren determinadas circunstancias de tipo psicol�gico-social. Otros psic�logos entienden asimismo la agresividad como una actitud individual socialmente provechosa al implicar iniciativa personal, vitalidad...

 

Al tiempo que la psicolog�a se�ala la vertiente constructiva de la actitud agresiva, la filosof�a (desde Her�clito de Efeso hasta Marx y Sartre, pasando por Hegel) destaca tambi�n la necesidad hist�rica de la violencia humana como medio para la transformaci�n de la naturaleza y de la propia sociedad.

 

La violencia es de alguna forma un atributo humano[3]: el hombre necesita para su reproducci�n social forzar la naturaleza, ponerla a su servicio, vencer su resistencia para apropiarse de sus frutos[4]. Despu�s est� la lucha violenta entre los propios hombres por la posesi�n de las condiciones de producci�n y reproducci�n de las comunidades humanas, que en su grado m�ximo llamamos guerra. Es por eso que Georg Luk�cs ha subrayado que la separaci�n conceptual absoluta de violencia y econom�a es una abstracci�n inadmisible[5].

 

La historia muestra continuamente que la violencia forma parte del contrato social, como expresi�n de las tensiones y a�n de las solidaridades sociales[6]. La violencia, indisociable de la vida, es una fuerza que empuja a la agregaci�n social[7] para el dominio colectivo de la naturaleza.

 

Por otra parte, �podemos desconocer que la violencia es, en gran medida, partera de la historia? Los datos son concluyentes: todos los cambios hist�ricos significativos son consecuencia de alguna forma de violencia social (desde la coacci�n de la ley hasta la revuelta de las armas, pasando por las manifestaciones multitudinarias). El uso del poder por parte de las clases dominantes y el uso de la fuerza por parte de las clases dominadas, la violencia en su acepci�n m�s lata, es una realidad omnipresente en reformas y actos de gobierno, y m�s a�n en revoluciones y golpes de Estado, que para bien o para mal transformaron y transforman el mundo en que vivimos[8].

 

El debate actual, pese a ser m�s ideol�gico que his�toriogr�fico, sobre la revoluci�n francesa de 1789 y la revoluci�n rusa de 1917, est� matizando, a nuestro entender positivamente, el enfoque habitual de la violencia revolucionaria en dos direcciones: a) El resultado final de las transformaciones revolucionarias ha estado condicionado por los medios utilizados de tal modo que el cu�ndo, el qui�n, el c�mo y el contra qui�n del uso de la violencia, tienen mucho que ver con el balance global del cambiohist�rico y con el tipo de sociedad resultante. b) Junto con las condiciones objetivas que explican la violencia como necesidad interesa se�alar la violencia como opci�n, es decir, analizar las alternativas que exist�an en su momento para la actuaci�n del sujeto revolucionario[9].

 

Nuestra investigaci�n sobre la revoluci�n irmandi�a nos ha llevado a la conclusi�n[10] de que los rebeldes ten�an objetivamente ante s�, en los a�os 1467-1469, diversas alternativas de violencia, principalmente: contra las fortalezas y/o contra los caballeros del reino. Pues bien, la elecci�n de los castillos como objetivos centrales de la violencia irmandi�a, y sobre todo la renuncia, bastante consciente, a matar a los derrotados se�ores[11], condicion� altamente la dimensi�n victoriosa de los resultados del levantamiento y muchas de las caracter�sticas de la Galicia post-irmandi�a, dicho de otra manera, de la Galicia moderna.

 

En un per�odo (la crisis de la Baja Edad Media) y en un pa�s (el marginado, feudalizado y agreste reino de Galicia) especialmente adecuados por los agudos contrastes mentales y sociales que ofrece, ubicamos nuestra encuesta sobre la violencia medieval, que busca la convergencia de tres l�neas de investigaci�n: (1) la violencia ordinaria, (2) la violencia como criminalidad y castigo, y (3) la violencia como revuelta social. Formas de violencia que tienen como marco social y mental de referencia el sistema feudal.

 

Para obtener frutos significativos de la interrelaci�nrelaci�n feudal/delito/c�otidianidad tieneen especial inter�s las situaciones de fuerza en que la violencia diaria se desv�a m�s criminalmente de la norma legal y social: la muerte del se�or por sus vasallos.

 

Feudalismo y violencia

 

Es preciso reconocer en la violencia un componente conductual particularmente omnipresente en el mundo medieval. Hecho exagerado y simplificado a posteriori, descontextualizado social y mentalmente, en el imaginario de las modernidades, humanista e ilustrada, pero no por ello menos real.

 

�Por qu� en la Edad Media las conductas violentas son admitidas psicol�gicamente y justificadas legalmente en un grado tan superior a los tiempos modernos? �Por qu�, en suma, las clases feudales precisan legalizar el ejercicio de la fuerza como un elemento indispensable del orden establecido?

 

Decir que el r�gimen feudal genera violencia porque est� basado en la explotaci�n de unos hombres por otros hombres, �aclara realmente la raz�n de ser de la particular generalizaci�n de la violencia en el feudalismo?. Las relaciones de dominaci�n son siempre, sobra decirlo, relaciones de fuerza. Antes y despu�s de la Edad Media, la sociedad estuvo organizada bajo reg�menes de opresi�n socio-econ�mica sin que, en realidad, haya llegado tan lejos la aceptaci�n moral y mental de la violencia como comportamiento y representaci�n social. Porque el problema de la violencia medieval es, en primera instancia, un problema de mentalidades sociales, tanto por el amplio consenso social que rodea al uso de la fuerza en los tiempos medios, como por la reacci�n -imaginaria, emotiva y asimismo ideol�gica- que despierta la violencia medieval m�s adelante, en las Edades Moderna y Contempor�nea, cuando impregna ese concepto de una Edad Media como un par�ntesis salvaje entre la Antig�edad cl�sica y su Renacimiento cultural y art�stico de los siglos XV y XVI.

 

Nota original del modo de producci�n feudal es que, fundado sobre la dependencia de persona a persona, conforma una sociedad severamente jerarquizada, que asegura su cohesi�n autorregul�ndose, interiorizando las pulsiones coercitivas, sin pr�cticamente control exterior. En unas relaciones sociales desiguales tan personalizadas, cualquiera frustraci�n, cualquier desfase entre deseo y realidad tiende a resolverse de modo tambi�n digamos personal, por la fuerza, sin el efecto moderador de una instancia superior, generalmente inexistente o ineficaz: antes del siglo XV la debilidad del Estado era total[12].

 

Hipersensibilidad medieval[13] frente a agravios reales o imaginarios de aplicaci�n directa a las relaciones verticales superior/inferior (se�or/vasallo, noble/rey, etc.), pero tambi�n a las relaciones horizontales entre iguales, cotidianas, en el interior de cada clase o marco social. La lucha por el poder en la Edad Media es, primordialmente, una cuesti�n personal, del clan, privada. Las formas privadas de la violencia, las vendettas entre particulares, la revuelta social, la guerra en �ltimo extremo, devienen medios esenciales de autorregulaci�n y reproducci�n de la sociedad feudal[14], usos legalizados por la costumbre y a menudo por el derecho escrito. La violencia estructural feudal es pues, ante todo, una violencia privada que, por otro lado, cumple funciones reguladoras de unificaci�n y agregaci�n social[15].

 

El factor principal que decide la entrada de los hombres medievales en dependencia, y la permanencia en dicho estado de sujecci�n, no es otro que la fuerza, entendida como coacci�n y disuasi�n exterior, y tambi�n, desde la subjetividad, y �sto es muy importante, como protecci�n imprescindible ante las contingencias de un tiempo marcado por la inseguridad individual y colectiva. Se genera as� una creencia colectiva en la buena fama de la fuerza que pronto se estabiliza como un valor social que emerge en las mentalidades medievales vinculado a las ideas, im�genes y sentimientos del tipo de orden p�blico, justicia, paz, seguridad.

 

�������������� El feudalismo est� fundado en la fuerza por necesidad hist�rica. �Qu� dice si no el sistema trifuncional, parte esencial de la mentalidad dominante en la Edad Media? Que para que la mayor�a pueda trabajar la tierra en paz se necesita, seg�n el imaginario y a�n las realidades cotidianas de aquel per�odo, mantener una parte fundamental de la clase dirigente a fin de que pueda concentrarse en la funci�n militar, en el uso de la fuerza, en beneficio y defensa del conjunto de la sociedad. Especializaci�n nobiliar en la violencia que coadyuva altamente a sostener, v�a coerci�n y disuasi�n interna, el sistema de se�ores y vasallos.

 

El feudalismo es, por consiguiente, un sistema social articulado alrededor de la fuerza: la clase se�orial ejerce una violencia estructural sobre los campesinos[16], y los vasallos consienten y buscan la dependencia al necesitar y desear la seguridad que les ofrece el poder de su se�or frente a terceros, aspecto �ste de gran magnitud y que no se encuentra en otros modos de producci�n, donde es el Estado naturalmente quien detenta el usufructo oficial de la violencia[17]. La supervivencia secular del feudalismo guarda estrecha relaci�n con su capacidad para asegurarse, renov�ndolo en momentos de crisis, el consenso de la mayor�a campesina de la sociedad (siempre en �ntima combinaci�n con la acci�n coercitiva). La singularidad del pacto feudal consiste en el compromiso activo, tradici�n que descansa en la evidencia virtual y real de la fuerza, de entregar la mayor�a de la poblaci�n el excedente de los frutos del trabajo[18] para que los dirigentes civiles de la sociedad se consagren a su defensa[19].

 

El prestigio social de la fuerza en la Edad Media hace en consecuencia habitual para las mentalidades medievales su puesta en pr�ctica: la violencia. Una sociedad que necesita autoorganizarse alrededor de los m�s fuertes militarmente, la casta de los guerreros profesionales, es inevitablemente una sociedad violenta. Y la pr�ctica ordinaria y legal de la violencia desata la propia agresividad natural, que fomenta a�n m�s la violencia, alargando y generalizando el campo de actuaci�n de �sta a todas los �mbitos de la vida medieval. Veremos m�s adelante como adem�s de medio normalizado de lucha social y pol�tica convencional, la violencia medieval en su acepci�n m�s universal entra�a la descarga simb�lica, com�nmente consentida y hasta alentada, de emociones reprimidas, nada escasas en una sociedad de las caracter�sticas de la medieval. Y esta desinhibici�n de la agresividad innata, promovida en �ltimo extremo por la militarizaci�n y la personalizaci�n de las relaciones sociales, sacar� incluso a la luz elementos y ritos propios de �pocas y estados mentales no propiemente medievales.

 

Los se�ores de la guerra

 

La forma de violencia m�s extrema, la guerra, es pues en la Edad Media patrimonio y especialidad de la nobleza[20]. En una sociedad regida por la fuerza[21], la clase dirigente -salvo los eclesi�sticos en general- est� por definici�n m�s capacitada que los simples vasallos para su uso. Los caballeros medievales, cuando no hab�a una cruzada por medio, luchaban incesantemente entre s�, y tambi�n con sus vasallos o con el rey, aunque para ellos el peligro principal (dejando aparte las excepcionales coyunturas de revuelta) estaba m�s en sus iguales, en los otros guerreros, que en sus dependientes[22].

 

La guerra en el feudalismo es m�s la guerra de los caballeros que la guerra de clases entre los se�ores y los vasallos, latente y espor�dica, por causa de, entre otros factores, una incuestionable desigualdad militar. El fen�meno permanente del uso de la fuerza f�sica entre los nobles, la guerra de los se�ores -sea interna sea externa-, alcanza tales cotas de crueldad y violencia, que deja una puerta abierta para que la Iglesia y el tercer estado, las ciudades y las clases populares, enarbolen la bandera de la paz con una orientaci�n anticaballeresca, e incluso antise�orial, cada vez m�s frecuentel[23], marcando el fin de la Edad Media.

 

Las Partidas distinguen entre violencia (fazer fuer�a) y guerra, recibiendo en general ambos conceptos, especialmente el segundo, una connotaci�n buena o mala seg�n interesaba.

 

El t�tulo de las fuerzas, donde empieza el autor lament�ndose porque Soberviosamente, e con maldad se atreven los omes a fazer fuer�as unos a otros (Partidas VII, 10), viene siendo una enumeraci�n m�s de las penas con las que se castiga la violencia sobre las personas y las propiedades. Violencia naturalmente Condenable y punible por la ley, y tambi�n por la costumbre.

 

��� De la guerra, en cambio, se habla mejor. Paradigma de violencia legalizada en el t�tulo correspondiente a los deberes del pueblo hacia a la tierra (Partidas II, 20); deber espec�fico de los caballeros como defensores del conjunto de la sociedad (Partidas II, 21); y, en �ltimo t�rmino, obligaci�n general de todo el pueblo (Partidas II, 23). Un sociedad humana justa y necesariamente militarizada.

 

Argumenta el legislador que el pueblo para trabajar la tierra, tiene que violentarla -apoderarse deve el pueblo por fuer�a de la tierra-, quebrando grandes piedras y matando las animalias bravas, y resume diciendo que tal contenda como esta, es llamada guerra, para a continuaci�n a�adir: E si esto deven fazer, contra todas las cosas que diximos, con que han de contender, quanto mas contra los omes, quando fueren sus enemigos, e quisieren guerrear con ellos, para fazerles fuer�a, queriendo les toller su tierra, o fazerles mal en ella (Partidas II, 20, 7). O sea que la guerra contra otros hombres para la defensa de la tierra es, en la Edad Media, todav�a m�s importante que la guerra primigenia con las fuerzas naturales para asegurar el sustento. Cada comunidad ha de defender por la fuerza las condiciones naturales de su reproducci�n frente a otras colectividades humanas[24]. La guerra -siempre con un fin justo- es si cabe, para el poder establecido y la cultura erudita, la forma m�s noble y acreditada que adopta la violencia en la Edad Media[25].

 

Una vez bien sentada la virtual bondad de la guerra, la Segunda Partida pasa al t�tulo 21, llamado De los cavalleros, donde habla de los escogidos por su linaje para la defensa de la tierra y de la sociedad, para a rengl�n seguido, en el t�tulo 23, De la guerra que deven fazer todos los de la tierra, decir que Guerra es cosa que ha ensi dos cosas. La una del mal. La otra del bien. Franca definici�n de una ambivalencia genuina.

 

Distingue la cultura letrada la guerra justa de la guerra injusta, sin derecho. Seg�n el hombre haga o no la guerra por cobrar lo suyo, delos enemigos, o por amparar a si mismos, e a sus cosas de ellos. Y a�n se considera una tercera posibilidad: la guerra civil y los bandos, pordesacuerdo que ha la gente entre si, que -a�adimos nosotros- puede ser guerra justa o guerra injusta, seg�n se vea, �no tiene cada bando sus razones para defender lo suyo frente al otro, el enemigo? Todas las guerras y bander�as medievales asumen l�gicamente la doble connotaci�n justa/injusta de acuerdo con el punto de vista de cada contendiente. La ley medieval lo facilitan con su calculada y expl�cita ambivalencia.

 

Las denominaciones guerra feudal, guerra de los se�ores, guerra de los caballeros, reflejan en consecuencia aceptablemente ese sentido horizontal[26], clave para aprehender su contenido social y mental, de la mayor parte de las enfrentamientos militares medievales, as� como el rol detonante y dirigente que juega en casi todos ellos la clase se�orial. La guerra en la Edad Media es, ante todo, una cuesti�n de se�ores.

 

La guerra de los feudales est�, por �ltimo, legalizada en las Partidas como la guerra de todo el pueblo, quien as� debe expresar su consenso y aceptar la funci�n dirigente de los nobles[27]. Usualmente los vasallos participan en dichas guerras -siguiendo a los estandartes de sus se�ores- con el �ntimo convencimiento de estar defendiendo su tierra contra los enemigos provinientes de otro se�or�o o de otro reino. Y as� sol�a ser, �no estaban las personas, familiares y bienes de los vasallos entre los primeros y los m�s afectados por la violencia de los contrarios a su se�or? La toma de partido del vasallo en la guerra de su se�or no es solamente imaginaria, se apoya tambi�n en una base material[28].

 

La guerra es el medio supremo de que dispone la sociedad medieval para regular la lucha constante de los caballeros por el control de la tierra y de los hombres que en ella viven y trabajan, y consiguientemente por el excedente econ�mico que ellos producen (rentas y derechos jurisdiccionales, en primer lugar)[29]. La violencia interse�orial condiciona -especialmente en la Baja Edad Media- las relaciones sociales entre las personas: decide qui�n va a ser vasallo de qui�n, y hasta la cuant�a y las formas del excedente extra�do, aspectos capitales en cuya determinaci�n son decisivos los conflictos verticales entre vasallos y se�ores, a veces violentos pero que rara vez alcanzan el nivel de una guerra declarada.

 

Las Partidas convocan efectivamente a todo el pueblo a defender lo suyo, e ganar lo de los enemigos (II, 20, 7), pero son los caballeros los principales destinatarios, impulsores y beneficiarios de dicha convocatoria feudal: la violencia y la guerra son camino natural de promoci�n social de la nobleza medieval[30]. En los siglos XIV y XV se produce en toda Europa una disminuci�n de los ingresos se�oriales que desencadena el alza de la violencia feudal, al intentar los caballeros compensar la crisis de sus rentas procurando ganar, por la v�a acostumbrada del uso de la fuerza, m�s vasallos y m�s tierras. Jam�s los caballeros actuaron tanto como malhechores como en la Baja Edad Media[31]. El declive moral de la nobleza feudal avisa que la Edad Media se acaba. Nunca tanto influy� la guerra de los se�ores en las estructuras sociales de las formaciones feudales como en la Europa tardomedieval. Tenemos un excelente ejemplo local en los efectos de la victoria trastamarista en 1369.

 

El triunfo del bando aristocr�tico de Enrique II de Trast�mara, conlleva la formaci�n de una nueva nobleza que se hace, paradigm�ticamente, con el control del pa�s gallego, alentando la tendencia intr�nseca de las relaciones medievales a la ley del m�s fuerte, la violencia y guerra de bandos[32], sufriendo la sociedad gallega desde finales del siglo XIV un visible proceso general de refeudalizaci�n. Los nuevos se�ores de la guerra se apoderan por la fuerza de los bienes de los se�ores de la Iglesia[33], imponiendo una segunda servidumbre a los vasallos del reino[34], basada en no poca medida en la obtenci�n de ingresos extraordinarios e ilegales por medio de robos, secuestros y otros agravios de origen se�orial, que generan en la Galicia del siglo XV un ambiente psicol�gico de una guerra de los caballeros que, a ojos de la gente com�n, ya no ten�a por objeto la defensa de la tierra sino todo lo contrario: una guerra injusta contra la mayor�a de la sociedad. Ante esta violencia delictiva de procedencia se�orial, la legitimidad referencial de la defensa de lo suyo estaba de la parte de las v�ctimas de las malfetr�as se�oriales, o al menos eso era lo que sent�a la mayor�a de la poblaci�n tal como se expresa en la revuelta justiciera de 1467.��

 

Desinhibici�n medieval de la agresividad

 

Norbert Elias ha explicado magistralmente las transformaciones que la Edad Media induce en la agresividad humana[35]. La libre expresi�n de emociones agresivas[36] -m�s tarde controladas y reprimidas por la civilizaci�n moderna-, correspond�a en el medioevo a comportamientos permitidos, hasta ineludibles: el robo, la lucha, la caza al hombre y a la bestia, pertenec�an de modo inmediato a las necesidades vitales que, a menudo, se manifestaban en consonancia con la estructura de la propia sociedad. Para los poderosos y los fuertes se trataba de manifestaciones que se pod�an contar entre las alegr�as de la vida[37]. Necesidades vitales, cat�rticas, que Elias hace depender del modelo de vida caballeresco[38], a�adiendo que tambi�n el resto de la sociedad laica, los burgueses y la gente menuda echaban con mucha facilidad mano al cuchillo[39].

 

La sensibilidad medieval ante la violencia es tan distinta de la nuestra que -precisa nuestro autor[40]- lo que ahora causa el mayor pesar y desagrado, verbigracia la tortura o las ejecuciones p�blicas, produc�a por entonces cierto placer ocular a todo el mundo. Contraste que viene a coincidir -desde la historia- con la idea que propugnan antrop�logos y psic�logos sociales de la relatividad cultural de las actitudes colectivas cara a la violencia.

 

Los rituales festivos de tortura y muerte punitiva sobreviven no obstante de un modo u otro, como tantos aspectos de las sociedades y mentalidades medievales -la Edad Media larga de Jacques Le Goff-, a lo largo del Antiguo R�gimen[41]. Todav�a estudiando mentalidades colectivas del siglo XVIII, Robert Darnton hace notar que lo que para los artesanos de Par�s era gracioso, la matanza ritual de unos gatos, es repulsivo para nosotros: fen�meno de distancia mental que pone en evidencia el choque de culturas[42]. Con todo, hoy en d�a basta leer las cr�nicas de sucesos para cerciorarse de la continuidad marginal de comportamientos violenta y l�dicamente crueles que remiten, sin duda, a un transfondo com�n de agresividad inherente y pr�cticas sublimadoras, acumulado a lo largo de la historia, y de la pre-historia, cuya exteriorizaci�n encuentra en el medioevo condiciones sociales singularmente favorables.

 

El an�lisis psicosociol�gico de Elias se puede y debe alargar y precisar m�s: remarcando la relaci�n entre la exacerbaci�n caballeresca de los impulsos agresivos y la organizaci�n feudal de la sociedad. El relajamiento general -afecta a todas las clases sociales- de la agresividad en la Edad Media se comprende mejor acudiendo a una explicaci�n econ�mico-social de la violencia nobiliar. Versi�n materialista v�lida de funci�n reguladora de la violencia feudal, en l�nea con lo que ya llevamos dicho sobre ello, es la que ofrece Perry Anderson[43]: la guerra es el modo m�s racional y r�pido para expandir la extracci�n del excedente en el feudalismo; la vocaci�n militar de la nobleza medieval es una funci�n intr�nseca a su posici�n econ�mica; si en el capitalismo el medio habitual de competencia interna es econ�mico, en el feudalismo la confrontaci�n internobiliar es sobre todo militar, la tierra se puede redividir pero no extender indefinidamente, en las batallas se ganaban o se perd�an por consiguiente cantidades bien concretas de tierra...

 

Los se�ores viv�an pues de y para el combate. El uso de la fuerza les reportaba riqueza, poder y prestigio social. Tres impulsos que, en primera instancia, mueven a estos grandes hombres en el escenario pol�tico y cotidiano, y que como objetivos concretos remiten, en �ltima instancia, a la detracci�n de excedente, puesto que implican: 1) acrecentar los dominios territoriales tout court; 2) mantener siempre la superioridad f�sica sobre campesinos y ciudadanos; 3) conservar activo el consenso social a su alrededor, hegemon�a mental cimentada como sabemos en la necesidad que de ellos ten�an sus vasallos, junto con el resto de la sociedad, como escudo frente a otros se�ores -y sus respectivos vasallos-. Desde el punto de vista de la clase dirigente, la violencia y la inseguridad feudales si no existieran habr�a luego que inventarlas, lo que hacen en no pocas ocasiones.

 

Las relaciones feudales de dependencia entre las personas, el car�cter extra-econ�mico de la coacci�n y del consenso impel�an a que el se�or medieval hiciese uso y ostentaci�n permanente de la fuerza f�sica, produc�an una especializaci�n militar que principiaba en la infancia con el aprendizaje de la violencia, y continuaba toda la vida, reclamando un reciclaje perpetuo (caza, desaf�os, torneos). Violencia estamental que daba lugar a todo un sistema de valores llamado a fomentar y legitimar la agresividad caballeresca[44]: el valor, la fama, el honor, la virilidad...[45] El autocontrol emotivo vendr� despu�s, cuando las transformaciones sociales y pol�ticas requieran pasar del modelo caballeresco al modelo cortesano[46], y la virtud burguesa y urbana de la contenci�n vaya ganando terreno[47]. As� es como desaparece el derecho feudal de pernada como ritual de vasallaje, se�orial y machista, resultando equiparado en el imaginario colectivo y en el derecho aplicado tardomedievales a la violaci�n com�n[48].

 

Los valores sociales caballerescos justificadores de la violencia privada se extienden por toda la sociedad medieval[49]. Las leyes medievales no moderan ni en el fondo pretenden suavizar la violencia (exceptuando aquella tachada de injusta[50]), al rev�s, la aplicaci�n habitual de crueles penas, de tormento y de muerte, familiarizan a la poblaci�n con el uso de la violencia[51], y viceversa, el derecho promulgado traduce el universo mental dominante, del que constituye una parte erudita, buscando claramente satisfacer necesidades profundas, insconscientes, de una sociedad que el legislador procura halagar y aplacar.

 

Todo hombre pod�a matar a otro, en su propia defensa o para vengar a algui�n de su linaje: a un enemigo declarado, al ladr�n que sorprendiera con las manos en la masa, o al violador de su mujer, hija o hermana[52]. Esta extensi�n legal a todas las clases sociales del valor caballeresco del derecho a la venganza[53], de la ley del tali�n, �no es acaso un buen �ndice de c�mo el guerrerismo de la clase dirigente y la dependencia de persona a persona sumerge en la violencia, privatizando y normalizando su pr�ctica, a toda la sociedad?. Los esfuerzos discriminatorios de la legalidad entre penas y delitos (violencia justa versus violencia injusta) son de hecho papel mojado desde el momento en que cualquiera puede poner la justicia a su favor, asumiendo por cuenta propia el riesgo al uso del derecho -individual y colectivo- a defenderse y a vengarse de los agravios recibidos. Ciertemente se prevee un mecanismo p�blico de proclamaci�n de enemigo, que tiene en el desaf�o su expresi�n m�s ritual, pero s�lo compromete realmente a los hidalgos, que lo cumplen -cuando lo hacen- sobre todo de individuo a individuo, m�s que colectivamente. En general, la ambig�edad de la justicia medieval como norma escrita y tambi�n como mentalidad, su relativismo y el uso social alternativo de su poder, hacen de la ley del tali�n una pieza habitual del equilibrio feudal desde el punto de vista social y mental. No olvidemos que hasta la emergencia del Estado moderno predomina una justicia privada que se expresa, principalmente, a trav�s del derecho consuetudinario y de revuelta, reflejando constantemente el derecho escrito medieval su deuda con la tradici�n oral y las pr�cticas justicieras.

 

Detectamos en todos los �mbitos feudales, muy jerarquizados, de las relaciones humanas la desinhibici�n medieval de la agresividad generadora de una violencia a flor de piel purificadora de visibles y ocultas tensiones.

 

Hay que mencionar, primeramente, la violencia entre se�ores y vasallos, relaci�n social que entra�a la m�s fuerte contradicci�n de intereses[54]. Violencia estructural entre dominantes y dominados[55], sea latente sea manifiesta, que tiene la mayor relevancia para el historiador, pero no porque -se podr�a conjeturar superficialmente- revueltas y contrarevueltas provoquen los hechos m�s violentos (en este sentido nada supera a la guerra de los caballeros), sino porque el uso de la fuerza por parte de los movimientos populares y de sus contrarios, encierra virtualmente mayores efectos de cambio, a corto, medio o largo plazo, de la estructura social, al concernir a conflictos que involucran directamente las relaciones de producci�n.

 

La violencia jer�rquica como forma de mantener la disciplina social alcanza, dec�amos, a todos los espacios de poder. Las Partidas (VII, 8, 9) son muy expl�citas cuando homologan se�or�o, familia y escuela en lo tocante a castigo ejemplarizante de los inferiores a manos de los superiores: Castigar deve el padre a su fijo mesuradamente, e el se�or a su siervo, o a su ome libre[56], e el maestro a su discipulo, prohibiendo a continuaci�n que los golpes se administren con palo o piedra, pero que si as� fuese, y muriese por ello quien haya sufrido la paliza, si non lo fiziesse con intencion, la pena para el matador ser�a solamente de destierro... El Fuero Real[57] especifica algo semejante respecto a la ense�anza del aprendiz por parte del artesano: si las heridas que producen la muerte de aqu�l han sido hechas con correa, palma o vara delgada u outra cousa ligeyra, no ser�a tal homicidio, lo contrario que cuando el maestro golpea al disc�pulo con palo, piedra, hierro o cuchillo.

 

La equiparaci�n que hace el legislador, y la cultura dominante, de los j�venes -en la familia, la escuela y el taller artesanal- con los vasallos -en el lugar de se�or�o-, subordinados ambos que conviene educar con sangre, es ciertamente indicativa de la importancia que tiene en la Edad Media el aprendizaje temprano de la violencia en todas las clases sociales, como medio para garantizar el acatamiento al superior, esto es, al m�s fuerte[58]. Causa de dicho desvelo disciplinario, y al mismo tiempo su consecuencia, es la propensi�n general de los j�venes medievales a la violencia, promoviendo asociaciones para tal fin[59] y, en �ltimo extremo, participando activamente en las revueltas antise�oriales[60]. El culto medieval a la violencia se vuelve, a veces, contra sus principales beneficiarios.

 

El sistema feudal precisa de la violencia, digamos represiva, al igual que los restantes tipos de sociedad, para mantener la desigualdad entre clases, estamentos, grupos de edad, mayor�as/minor�as religiosas, etc[61]. Pero tambi�n en la violencia cotidiana y en la brutalidad de costumbres se manifiesta -horizontalmente- el descontrol de la agresividad social: en la nobleza y en el pueblo, en el campo y en la ciudad[62]. En las calles de las urbes, act�a esa violencia espont�nea, s�lo aparentemente gratuita, fruto social de la miseria y de la opresi�n, de la mala alimentaci�n y del consumo excesivo de vino (la taberna, lugar predilecto para la comisi�n de delitos), que se concreta desde la agresi�n verbal hasta la pelea con armas, que -a pesar de algunas prohibiciones- estaban en las manos de todos[63]. La civilizaci�n de las costumbres y el desarrollo de una pol�tica estatal de orden p�blica, acabar�n con el tiempo por confinar en sectores marginales una agresividad d�brid�e que anteriormente, sin embargo, abarcaba al conjunto de la poblaci�n, ata��a tanto a la cultura popular como a la cultura de elite, en la Edad Media ambas compart�an valores y h�bitos como �ste de la violencia ordinarial[64].

 

Las condiciones feudales de producci�n coadyuvaban pues altamente a que la vida fr�gil sea una realidad para todas las clases sociales, aunque en rigor habr�a que hablar de realidades muy diversas. El arraigo de la violencia en los h�bitos se�oriales no dejaba de ser efecto m�s o menos directo de la pugna constante de los caballeros por el control de los hombres y de las tierras. M�s all� estaba la violencia cotidiana favorecida por las dif�ciles condiciones de existencia de las clases trabajadoras, y a�n m�s de los grupos marginales[65]. Tenemos por otro lado como fen�meno general la violencia social estructural, y la violencia legal rec�proca, el ojo por ojo y diente por diente, que deriva en determinadas condiciones en el uso colectivodel derecho a la resistencia: la violencia de la opresi�n genera as� la violencia de la revuelta que, a su vez, induce a la violencia de represi�n. En suma, el equilibrio general de la violencia, corrientemente desigual. Casi siempre un medio para obtener un fin, a menudo simb�lico lo que har� preciso su desciframiento a la manera de los antrop�logos.

 

Resumiendo, la violencia es una conducta particularmente extendida y aceptada en la Edad Media por razones econ�micas (lucha feroz por unas escasas y poco rentables condiciones de producci�n), sociales (mantenimiento de la disciplina social y de las relaciones de dependencia a todos los niveles, sin el concurso salvador de un Estado fuerte) y legales (regulaci�n de la violencia leg�tima y represi�n de la violencia marginal). Factores que liberan y fomentan durante siglos la actitud subyacente de la agresividad humana, as� como ancestrales rituales, convirtiendo la pr�ctica desaforada de la violencia, la brutalidad y la crueldad, en una necesidad existencial, incluso placentera, y desde luego en un requisito social. La ruptura del equilibrio feudal de la violencia anuncia claramente el fin de la Edad Media. Ello suceder� cuando la crisis del feudalismo, el estado de revuelta social y la generalizaci�n de los comportamientos marginales, hagan crecer en exceso la violencia inherente, m�s all� del umbral de intolerabilidad de una sociedad que, simult�neamente, est� produciendo nuevas instituciones y mentalidades que van a coartar esta libre expresi�n de emociones y deseos tan propia de la extravertida sociedad medieval.

 

La interpretaci�n econ�mico-social y legal de los or�genes y los efectos de la violencia medieval en sus diferentes etapas no es dif�cil, lo complicado -a causa sin duda de una deficiente tradici�n historiogr�fica- es articular todo ello con la activa dimensi�n psicol�gica y antropol�gica de la violencia. La autorrealizaci�n del hombre medieval mediante la conducta violenta, fuente vital de alegr�a para vivir en aquellas condiciones precarias y v�a para la sublimaci�n ritual de las emociones bloqueadas, era una omnipresente realidad, y no solamente entre los caballeros que viv�an para las armas.

 

El problema concreto sobre la violencia medieval que queremos examinar al final, la muerte del se�or en las revueltas, es un caso irrefutable de la insuficiencia de una explicaci�n (siempre necesaria, casi nunca suficiente) estrictamente econ�mico-social que no vaya m�s all� del enfoque del ajusticiamiento del se�or por sus vasallos como forma evidente de lucha antise�orial, puesto que nos encontramos aqu� con una inversi�n instant�nea de valores y creencias medievales explicada por unas potentes motivaciones simb�licas e inconscientes. El asesinato colectivo del se�or es para los vasallos una liberaci�n m�s imaginaria que real: la muerte ritual del amo transfigurado en chivo expiatorio. La muerte f�sica del se�or feudal tiene tanto de muerte simb�lica, que es imposible comprender cabalmente el aspecto material y social sin estudiar su dimensi�n simb�lica, gestual. Empecemos por decir alguna cosa acerca de la mortalidad se�orial en la Baja Edad Media.

 

�Qui�n mata a los caballeros?

 

Los caballeros mueren principalmente en sus guerras[66]: en grandes batallas y en las muchas escaramuzas y actos vengativos que caracterizan las peque�as y usuales guerras de los bandos nobiliarios; en acciones militares y en combates singulares como desaf�os osimulados como los torneos o la caza, siempre abiertos a la posibilidad de un accidente mortal como todos los juegos de la violencia.

 

Pedro Alvarez de Sotomayor, llamado Pedro Madruga, Conde de Cami�a, paradigma donde los haya de caballero gallego bajomedieval, violento y cruel cuando hac�a falta -es decir, en aquel tiempo continuamente-, aprovecha la represi�n de una revuelta antise�orial en Ribadavia (1470) para prender a Diego Sarmiento, se�or de Salvatierra, e all� lo mat� e mand� degollar porque dec�an que heran parientes del dicho Gregorio de Valladares, e desterr� todos los otros parientes...[67], por miedo a que dichos parientes quisiesen vengar la muerte, que el Conde hab�a ordenado anteriormente, de Gregorio de Valladares, destacado caballero del bando de su enemigo declarado el arzobispo Fonseca[68].

 

Otro ejemplo, en 1450, Ruy D�az de Cad�rniga foi degolado no Castillo de Miraflores por orden de su enemigo Pedro de Silva, obispo de Orense, por moitos males que hab�a feito o dito Obispo; y, en 1459, tambi�n su hermano Pedro D�az de Cad�rniga fu� prendido por el mismo obispo, por moitas injurias e sinrazones que lle facia e por cuanto non eran guardados os seus mandamentos, y metido en la tulla (almac�n donde se guarda grano, trigo o centeno) de la Catedral de Orense, donde muri� del coraz�n[69]. Todav�a muchos se�ores prelados se comportaban como nobles laicos, los caballeros por excelencia.

 

Mor�an pues tantos o quiz�s m�s caballeros en acciones puntuales, preventivas o represivas, movidas por el odio de las enemistades particulares , las cuales respond�an con frecuencia a una estrategia militar, que en las escasas y formales grandes batallas de la guerra feudal.

 

���� La extrema personalizaci�n de la guerra interse�orial y los intereses materiales en juego, provocaban una constante ruptura del c�digo caballeresco[70], que preconizaba cierta diferenciaci�n social de la muerte. Una cosa era que muriera un hidalgo y otra bien distinta que muriera un plebeyo[71]. Exist�a en la Edad Media una muerte hidalga, digna, por decapitaci�n, y una muerte plebeya, infamante, por ahorcamiento. Que un noble Condenara a la horca a otro noble, �qu� otro fin pod�a tener sino la deshonra manifiesta[72]?

 

La muerte p�blica pod�a entonces ser o no ser innoble, la muerte clandestina lo era siempre. La publicidad era condici�n previa de la ejemplaridad y legalidad de la violencia feudal, si aqu�lla faltaba �sta se convert�a en violencia punible y marginal, m�s a�n trat�ndose del homicidio que ten�a por v�ctima a un miembro de la clase se�orial.

 

La ley medieval, espejo de mentalidades, en consecuencia, reserva un tipo de muerte, si cabe m�s injuriosa que el ahorcamiento, para quien ose asesinar mediante veneno: estonce el matador, deve morir deshonrradamente echandolo a los leones, o a canes, o a otras bestias bravas que lo maten[73]. LLeg�ndose al extremo de perseguir el tr�fico de yervas e pon�o�as, castigando con pena de homicida al vendedor y tambi�n al comprador (Partidas VII, 8, 7). La crueldad y severidad del castigo supera al delito, algo habitual en el derecho y en la conducta medievales, una concreci�n disciplinaria m�s del prestigio moral y de la necesidad social de la violencia, raramente vana por aquellos tiempos.

 

�Podemos inferir que los grandes se�ores practicaban entre ellos la muerte con veneno? Respondemos afirmativamente, si bien la obscuridad que, por propia definici�n, rodeaba a esta suerte de homicidios, no facilita el encuentro de testimonios directos en la documentaci�n, que recoge corrientemente rumores[74]. As�, los nobiliarios de G�ndara y Haro nos hablan de c�mo el Conde de Trast�mara, Pedro Alvarez de Osorio, envenenado con hierbas muere el 11 de junio de 1461, poco despu�s de ser expulsado de Galicia por el primer Fonseca, arzobispo de Sevilla y despu�s de Santiago, y por el Conde de Lemos. Pero es que un a�o antes, el 1 de julio de 1460, hab�a muerto a su vez -tambi�n repentinamente- el anterior arzobispo de Santiago, Rodrigo de Luna, en el preciso momento en que se dispon�a, con un ej�rcito de caballeros y soldados, a atacar la ciudad de Santiago, a la saz�n tomada por el Conde de Trast�mara y otros caballeros, quienes gozaban del apoyo y consentimiento de los compostelanos rebelados por aquel tiempo contra su se�or[75]. A continuaci�n del tan oportuno fallecimiento de Rodrigo de Luna, las tropas atacantes se dispersaron y de este modo el hijo del Conde de Trast�mara consigui� sentarse -por poco tiempo, ciertamente- en el trono arzobispal de Santiago. Hay indicios suficientes para pensar en una cadena se�orial de asesinatos y venganzas ocultos[76].

 

Todav�a alg�n caso m�s sobre las feas y oscuras muertes que se daban entre s� los caballeros gallegos del siglo XV[77]. Retrocedamos unos a�os, hasta los tiempos de Juan II: son asesinados los dos hijos de un caballero, Lopo Afonso de Marceo, el cual un tiempo despu�s muere sin herederos, pasando sus bienes a varios monasterios. El Duque de Arjona, disgustado con dicho Lopo a causa de su negativa a entrar a su servicio, ordena tirar desde la Torre de Quitapesares a uno de los hijos de Lopo Afonso, el cual adem�s era su paje. Al otro hijo matarono con ponz� en Orense, quando estaba esposado (...) con envidia, porque era moi privado en la corte e gran cabalgante e gran justador[78]. Los testigos citan la condici�n de buen caballero de la v�ctima, y la circunstancia de que estuviera preso y esposado, sin virtualmente poder defenderse, como agravantes de una muerte con ponzo�a, que evidencia as� su sentido anticaballeresco, alevoso y cobarde.

 

Pero es entre los miembros de la familia noble[79] donde el asesinato, frecuentemente relacionado con la posesi�n, disfrute y herencia de alguna variedad de patrimonio, se asemeja m�s a una expresi�n radical de la crisis general de los valores caballerescos[80]. Las v�ctimas son una y otra vez los miembros m�s d�biles de la familia noble: ni�os y mujeres. Ah� tenemos la Catalina de Santiso, gran sierva de Dios, muerta violentamente por su marido Vasco de Seijas, Se�or de San Payo, el 1 de Noviembre de 1543[81]; o a Aldonza de Acevedo, mujer de Lopo S�nchez de Moscoso, Conde de Altamira, que se ahorc�, y enton�es se recon�ili� el Conde con Dios, y empe�� de vivir bien y mantenerse por lo suyo, governando justi�ia[82]. A su vez, este mismo Moscoso s�lo puede llegar a ser jefe de la Casa de Altamira cuando el aut�ntico heredero, su hermanastro, muere: y fue fama que lo matara con pon�o�a la propia madre de Lopo, In�s de Castro[83]. La clandestinidad de los medios guarda incuestionable relaci�n con la falta de nobleza de los fines.

 

�������������� La m�xima hendidura entre ley real y pr�ctica nobiliar en cuanto a homicidios tiene lugar cuando se reunen tres agravantes: condici�n noble de los protagonistas, relaci�n de parentesco entre v�ctimas y agresores, y muerte invisible, ocultadora de la motivaci�n y de la ejecuci�n para mejor esquivar la p�blica penalizaci�n, sobre todo mental (la fama), m�s temible que la legal, inoperante. El secreto ritual de esta muerte indecible pero usual, simboliza, adem�s de su impresentable -y peligroso, pensemos en el derecho de venganza- car�cter criminal, la mala conciencia de sus ejecutores, caballeros oto�ales de la Edad Media gallega, que el Conde de Altamira tan bien representa al arrepentirse del suicidio de su esposa.

 

Cuerpos supliciados

 

A qu� extremos de crueldad y violencia pod�an llegar las peleas en el interior de la familia noble, en el marco de una intensa y global lucha interse�orial, entre familias nobles, se advierte en el episodio de la muerte de In�s Enr�quez, Condesa de Cami�a, por orden directa de su propio hijo, Pedro de Sotomayor -hijo de Alvaro de Sotomayor y nieto de Pedro Madruga[84]-, por aquel tiempo enemistado con su madre a causa de la alianza de �sta con Garc�a Sarmiento, enemigo mortal de la casa de Sotomayor, de modo que a dicho hijo Pedro lo trataban muy mal, asta llegar a de�ir que la Condesa le trataba la muerte, viene a decir Vasco de Aponte -nost�lgico admirador de Pedro Madruga- buscando indudablemente disculpar, en alguna medida, lo que aconteci� a continuaci�n: unos peones de Don Pedro hirieron a la Condesa en un camino, remat�ndola despu�s en el lecho.

 

El ilustre inductor de tan grandes malfetr�as huy�, pero reincide a�os despu�s, protagonizando otro delito asimismo grave para la mentalidad de la �poca: la falsificaci�n de documentos.Y ans� baj� la casa de Sotomayor, remata nuestro cronista Aponte, poniendo as� fin a su nobiliario[85]. Es cierto, la ca�da moral de la clase nobiliar gallega puede ejemplarizarse justamente siguiendo, desde finales del siglo XV a comienzos del siglo XVI, el tr�gico destino de los Sotomayor.

 

El juez real Ronquillo dict� sentencia de muerte contra Pedro de Sotomayor (en rebeld�a) por la muerte de su madre, ley�ndose dicho documento[86] el 1 de junio de 1518 en la fortaleza de Sotomayor ante una asamblea de mucha gente del coto de Sotomayor e de Cangas e Redondela e de otras muchas partes[87]. Sin asomo de justificaciones el juez comisionado cuenta como despu�s del crimen Pedro de Sotomayor hab�a dejado sin enterrar el cuerpo de su madre (gesto que nos lo volveremos a encontrar en otros casos de muertes violentas de se�ores), yendo con su gente de armas hacia la fortaleza de Fornelos, donde viv�a la Condesa, e rob� e llev� della muchos vienes plata oro e otras cosas de que se face menci�n en el proceso e lo llev� a su casa, siendo condenado tambi�n a la Restituci�n de los bienes que Rob�[88]. Deja muy claro este expeditivo y sonado oficial real[89] la motivaci�n material y social -que Aponte ya dejaba entrever- de la violencia del hijo contra la madre.

 

El relato oficial del atroz asesinato muestra la agresividad desinhibida, el culto a la violencia al que venimos haciendo referencia en este trabajo, tanto por los hechos en s� como por el modo de recrearse los redactores de la sentencia en los detalles m�s escabrosos[90]. Todo un paradigma simb�lico del gusto medieval por la violencia: la muerte de la se�ora, sin dejar de ser un s�rdido ajuste de cuentas familiares y un atraco a mano armada, tiene todas las caracter�sticas de un sacrificio ritual. Hab�amos mencionado que los criados de Pedro de Sotomayor esperaron escondidos a la Condesa en un camino y, tir�ndole flechas con ballestas, la feriron de dos feridas muy grabes e mortales en el cuerpo de que le ronpieron el cuero e le sali� mucha sangre, pero como a�n as� no se mor�a, Don Pedro envyo a un u criado suyo e a otras personas al Reyno de Portugal por pon�o�a e yerba e solim�n para acabar de matar a la dicha su madre de que no se pudo allar al dicha yerba e pon�o�a e solim�n[91], entonces orden� el hijo que rematasen a su madre en la cama de la casa del cura que la hab�a acogido: le tiraron las dichas palletadas con las dichas vallestas la una de las cuales le di� por los pechos e la quit� luego el habla e luego echaron mano a sus espadas e le dieron dez e ocho feridas e cuchilladas ronpi�ndole el cuero e carne e huesos sac�ndole mucha sangre fasta tanto que de las dichas feridas e cuchilladas le despeda�aron e fizieron peda�os su cuerpo e cabe�a e vertieron los sesos de la dicha Condesa por muchas en la cama[92].

 

�Por qu� tanta efusi�n de sangre y destrozos en el cuerpo, que despu�s -recordemos- se deja insepulto? En buena l�gica -moderna-, una herida en un �rgano vital bastar�a para producir la muerte de la Condesa, pero todo el relato pretende convencernos de lo contrario, de que hay que desmenuzar f�sicamente el cuerpo y verter su sangre y sus sesos, para vencer a la vida, se ambiciona en definitiva una muerte doble, f�sica y simb�lica, total, espectacular, que exige el castigo ritual del cuerpo para triunfar[93], para matar el alma de la v�ctima, y tambi�n -hay que decirlo- para liberar las frustaciones y los miedos ocultos de unos agresores plebeyos, que por orden del amo se ensa�an con el cuerpo de la ama entrando repetidamente con sus armas en �l y derramando sus l�quidos a placer[94].

 

Michel Foucault estudi� el cuerpo como objeto de la represi�n penal[95]. Concluyendo que hasta el nacimiento de la prisi�n, el poder (basado en las sociedades pre-capitalistas en los v�nculos de persona a persona, como bien sabemos) precisa someter los cuerpos de los condenados (y el medio m�s expeditivo es el dolor), triunfar directa y visiblemente sobre ellos, mediante suplicios teatralizados, produci�ndoles mil muertes, excesos punitivos destinados a aterrorizar a s�bditos y vasallos, reos potenciales[96]. ��������������� Esta mec�nica de un poder social que no disimula sino que proclama el uso de la fuerza, su dominaci�n sobre las personas sin intermediarios, esto es, directamente, sobre sus cuerpos f�sicos, necesita (para realizarse y ganar visibilidad como poder correctivo mod�lico) reproducir la atrocidad del crimen en la atrocidad de la pena, quedando as� muy claro que ning�n mortal aventaja al poder supremo en la utilizaci�n de la violencia. Mientras la violencia expl�cita est� dotada de un gran cr�dito social, su dominio ser� una cuesti�n clave en la lucha simb�lica por el poder. En este sentido, el Estado absolutista heredar� actitudes y t�cnicas de poder en relaci�n con la violencia, espec�ficas del feudalismo, sustray�ndolos a la sociedad civil, genealog�a que el propio Foucault ha esbozado en alguna ocasi�n[97].

 

Pero volvamos a la ejemplar sentencia de Ronquillo, que naturalmente no se queda atr�s a la hora de punir a los inculpados por la muerte de la Condesa. Es patente el paralelismo entre la ejecuci�n de la Condesa y la muerte justiciera que se reserva para su hijo maligno. La crueldad de la justicia y la crueldad de los malhechores son pues las dos caras de una misma moneda, la reputaci�n de la fuerza en la Edad Media:

 

e porque el dicho don pedro sea castigo e a otros exenplo de cometer los semejantes y tan atrosysymos e ynabditos delitos, que le devo Condenar e Condeno que en podiendo ser avido e preso en qualquier cibdad, villa o lugar destos Reynos e se�orios de sus Altezas, sea sacado de la c�rcel p�blica, atado a la cola de un macho o Roc�n, arrastrando su cuerpo por el suelo, por las calles p�blicas acostumbradas de la tal cibdad, villa o lugar donde fuere preso, con alta voz de pregonero diziendo la cabsa de su culpa, fasta un R�o o mar o lago profundo m�s cercano e all� sea metido vibo en un cuero o cuba, e de dentro del un gato e un perro e un gallo e una serpiente e cerrado el dicho cuero cuba y echado e lan�ado en el dicho R�o, e luego metido dentro y vibo por manera que estando bibo comience a carescer e caresca de la vista e participaci�n de los quatros elementos de la tierra, del sol, del agua, del ayre donde ande e est� fasta tanto que muera su muerte natural e de el sptu bital, e de all� despues de muerto sea sacado e descuartizen su cuerpo e fagan quatro quartos los quales mando sean puestos en quatro puertas p�blicas de la cibdad, villa o lugar do fuese preso, porque su cuerpo padesca tantas maneras e g�nero de penas quantas el yntent� de dar e di� la muerte a la dicha Condesa su madre[98]

 

El rito del ajusticiamiento tiene aqu� dos cometidos muy interrelacionados: disuadir ejemplarmente a otros de cometer los semejantes y tan atrosysymos e ynabditos delitos, y devolver ojo por ojo, porque su cuerpo padesca tantas maneras e g�nero de penas quantas el yntent� de dar e di� la muerte a la dicha Condesa su madre. El poder punitivo y vengativo de la justicia necesita dominar el cuerpo f�sico del reo, que es torturado y descuartizado al igual que los agresores hicieron con la Condesa[99].

 

Dos diferencias sustanciales encontramos, no obstante, entre la muerte legal que ordena el juez y la muerte clandestina de la Condesa de Sotomayor. A) Primero, naturalmente, la publicidad querida, en el primer caso, para el cuerpo atormentado y descuartizado del rebelde Don Pedro, para ejemplo de todos y m�xima ostentanci�n de poder humano. El cuerpo sacado de la c�rcel p�blica ha de ser arrastrado por un caballo por las calles p�blicas acostumbradas mientras con alta voz de pregonero diziendo la cabsa de su culpa, y acontecida la defunci�n: de all� despues de muerto sea sacado e descuartizen su cuerpo e fagan quatro quartos los quales mando sean puestos en quatro puertas p�blicas de la cibdad, villa o lugar do fuese preso[100]. B) Y segundo, la naturalidad de la muerte del inculpado. Al carecer, dentro del saco de la tortura, de la vista e participaci�n de los quatros elementos de la tierra, del sol, del agua, del ayre el reo sufre una muerte natural. Es la misma naturaleza quien restablece el equilibrio acogiendo en su seno a aqu�l no es digno de estar por encima de ella. La justicia pone animales en el lugar del verdugo a la hora del tormento: un caballo arrastrar� a Don Pedro por el suelo, que despu�s dentro del saco de cuero -o de una cuba- estar� acompa�ado bajo el agua de un gato, un perro, un gallo y/o una serpiente. Se evidencia as� la sabidur�a de la naturaleza -animales, tierra, sol, agua y aire- que elimina aquello que es contrario al orden natural tal como lo entiende el hombre medieval. A Pedro de Sotomayor se le niega por tanto la muerte humana del caballero (decapitaci�n) o del plebeyo (horca) por lo inhumano y antinatural del delito perpetrado; la muerte natural que se le reserva corresponde a la imagen negat�va, tel�rica, de una naturaleza salvaje, hostil, deshumanizada, devoradora de hombres, que caracteriza las mentalidades medievales

 

��������������� La idea de imponer una pena ejemplar, proporcional al inhumano delito de matar a la propia madre, no resulta moderada por la condici�n se�orial del principal encausado[101], m�s bien lo contrario. Ni de lejos respeta el licenciado Ronquillo el derecho del caballero Pedro de Sotomayor a ser condenado a una muerte por degollaci�n. Sin embargo, en 1532, cuando este depravado nieto de Pedro Madruga es, por segunda vez, sentenciado a muerte por la justicia real por falsificaci�n de documentos[102], junto con su prima Isabel de Reynoso, se dice en la carta ejecutoria, con el acostumbrado encarnizamiento y publicidad en los detalles, que sean degollados por las gargantas con un cochillo de fierro azero hasta que muera naturalmente. E ans� degollados sean fechos quartos E sus cabezas se pongan en el rollo o picota E los dichos quartos se pongan en los caminos p�blicos; siendo en cambio los plebeyos y vasallos implicados en esta causa condenados a morir ahorcados[103]. Pedro de Sotomayor salva otra vez el pellejo -la ambig�edad del Rey y la amistad nobiliar lo proteg�an ciertamente de las iras de los oficiales reales-, al menos de momento[104], pero no as� el hidalgo Diego Gorbal�n que gobernaba por Don Pedro su fortaleza de Sotomayor[105], el cual en efecto fue arrastrado a la cola de un caballo, llevado al rollo donde le fu� cortada la cabeza -que qued� all� hincada en un clavo de hierro-, y por �ltimo descuartizado, siendo expuestos sus restos en los caminos p�blicos de Orense[106]. Todo el ceremonial en l�nea con la did�ctica de la violencia tan espec�ficamente medieval.

 

Ejecuciones reales

 

Los funcionarios reales aprenden de los mismos reyes que se puede, incluso se debe si son merecedores de ello, ajusticiar a se�ores e hidalgos, privilegiados por definici�n del sistema, aunque tambi�n sujetos a la ira regis, sobre todo en los per�odos de afirmaci�n del poder real. Ordinariamente la raz�n para una pena de muerte a un caballero -en el caso de las ejecuciones reales, siempre por degollamiento- es las malfechor�as que se le atribu�an. Hab�an de recibir el mismo trato que los dem�s s�bditos del rey, quien de vez en cuando procuraba mostrar de este modo el igualitarismo de su alta justicia[107]. Ahora bien, mezcladas con motivaciones justicieras de tipo general, actuaban poderosas razones pol�ticas, y en primer t�rmino la lucha entre los grandes del reino por la Corona, que producen por ejemplo el degollamiento de Alvaro de Luna por orden de Juan II de Castilla (1452)[108], o del Duque de Bragan�a por parte de Jo�o II de Portugal (1483)[109]. El monarca pod�a pretextar traici�n y desobediencia por parte de un vasallo noble, o sencillamente malquerencia, para hacer caer el peso de la ira regis sobre su cabeza, nunca mejor dicho. El Rey, en suma, pod�a ejecutar paradigm�ticamente a los dirigentes civiles de la sociedad cuando �stos transgred�an el propio orden que a ellos les tocaba defender, o cuando se opon�an a sus propios intereses personales como monarca, quien a menudo era un gran se�or m�s en la lucha por el poder.

 

A lo largo de la Baja Edad Media se dan tambi�n en el reino de Galicia diversas muertes ejecutadas, de miembros de la nobleza y de la hidalgu�a, por mandato de los Reyes de Castilla y Le�n, en algunas ocasiones ejecuciones relacionadas con visitas regias a dicho reino, cuando Galicia estaba en el itinerario de la monarqu�a castello-leonesa.

 

En noviembre de 1291, Arias P�rez Voitorago, caballero, hace testamento ante la inminente ejecuci�n de su sentencia de muerte. dictada -los motivos no constan- por Diego G�mez, Adelantado Mayor en Galicia de Sancho IV[110].

 

En enero-febrero de 1331, dos hermanos, hidalgos con toda probabilidad, Afonso y Vasco G�mes de Parada hacen testamento � hora da morte, con todo meu entendemento, estando preso e julgado � morte -precisa Vasco estando en capilla- por los jueces del Adelantado Mayor en Galicia de Alfonso XI[111].


En 1366, Pedro I manda matar a Suero de Toledo, arzobispo de Santiago, por medio de dos caballeros gallegos que le quer�an mal, los cuales llevan a cabo el sacr�lego crimen en Santiago, en las mismas puertas de la Catedral[112].

 

En 1393, reinando Enrique III, Roi Soga Mari�o de Lobeira porque fue desobediente al rey (...) Fue preso y degollado en la villa de Noya, e recibida su hacienda para la corona real[113].

 

En 1458, Enrique IV se acerc� a Le�n, donde orden� prender a dos hidalgos que hab�an tomado por la fuerza una fortaleza en Galicia, los cuales fueron p�blicamente justiciados, y el caballero querelloso restitu�do en su fortaleza; lo qual paresci� cosa muy bien hecha, y digna de gran loor[114].

 

En 1483, el gobernador Fernado Acu�a y el justicia mayor L�pez Chinchilla, representando a los Reyes Cat�licos, ficieron justicia en muchos homes, que hab�an cometido en los tiempos pasados fuerzas � cr�mines; entre los quales ficieron justicia de un caballero que se llamaba Pedro de Miranda, � de otro caballero que se llamaba el Mariscal Pero Pardo: los quales no cre�an que pod�a venir tiempo en que la justicia los osase prender[115].

 

En 1486, seguramente a continuaci�n de la visita en dicho a�o a Galicia, los Reyes Cat�licos, reciente a�n la ejecuci�n de Pardo de Cela, utilizan la pena de muerte como medio disuasorio para apartar a la nobleza del gobierno de Galicia, y as� mandan al Conde de Altamira, aprovechando la querella presentada por un abad que acababa de sufrir sus amenazas, que se fuese a Castilla dentro de tanto t�rmino so pena de muerte: Y ans� lo hi�o[116], mostrando el m�todo su eficacia.

 

Teniendo caballeros e hidalgos como oficio -y tambi�n como fundamento de su poder social- el ejercicio de la violencia, la muerte del caballero es, l�gicamente, un hecho normalizado en las mentalidades y en la vida cotidiana del medioevo. Nadie se extra�aba cuando los nobles, profesionales de la guerra, mor�an violentamente. En una sociedad regulada legalmente -y a�n m�s realmente- por la fuerza, estaba pues prevista la muerte del se�or en la guerra, tambi�n del se�or malhechor o del se�or traidor, pero �estaba prevista la muerte se�orial en manos de los vasallos? En todo caso, no estaba permitida, era de entrada una muerte prohibida por la justicia legal y la cultura se�orial.

 

Homicidio se�orial y revuelta social

 

As� que tambi�n los caballeros mor�an en las manos de sus vasallos sublevados. Una forma m�s, aunque no la m�s honrosa, que ten�an los miembros de la nobleza feudal de fenecer en el ejercicio de su funci�n social. Si bien la muerte se�orial a causa de una revuelta social, ni tan siquiera supone, como sabemos, el mayor riesgo que corre la vida de un se�or de vasallos en la Edad Media. Ahora bien, el homicidio se�orial no era ni rar�simo ni indecible. El asesinato del amo pertenec�a a la vida corriente de los se�ores, sino en su plena normalidad, al menos en su patolog�a ordinaria; argumenta en su estudio sobre el asesinato del se�or en la sociedad feudal Robert Jacob[117]. Valoramos en este trabajo el intento de una historia de las mentalidades -y m�s concretamente el tema de la muerte- que retoma la vieja pero vigente y altamente significativa tem�tica de los conflictos y las revueltas, en el marco de una renovada historia de la criminalidad; triple convergencia que nosotros ensayamos, en 1986, con la investigaci�n sobre la mentalidad justiciera de los irmandi�os.

 

La ley medieval, que dispon�a que los vasallos hab�an de sacrificar sus vidas para defender a su se�or[118], mal pod�a aceptar el supuesto de que el servidor matase a su due�o y se�or. Otra cosa bien distinta eran la pr�ctica social y la tradici�n oral[119], que asoman en las fuentes escritas, narrativas y sobre todo judicciiales, siendo en estas �ltimas donde vamos a hallar m�s indicios de la peculiar mentalidad justiciera de revuelta que subyace en ese tipo de muertes se�oriales[120]. La muerte violenta del se�or por sus vasallos pertenec�a esencialmente al �mbito de la cultura oral y el derecho de revuelta, resultaba injustificable con el derecho promulgado en la mano y, en consecuencia, la judicatura tend�a a inhibirse; si encontramos menciones a dichos hechos legalmente indecibles en las fuentes judiciales es mayormente por motivos colaterales al propio homicidio.

 

�������������� Para Gustave Le Bon la expresi�n m�s convincente de la criminalidad objetiva[121] de una multitud sublevada, radicaba en el asesinato del adversario por su condici�n social, poniendo como ejemplo, naturalmente, las matanzas de la Revoluci�n Francesa[122]. Varios siglos atr�s, Froissart hab�a pintado un paradigm�tico cuadro donde los campesinos de la jacquerie (1358) se dedicaban a matar a cuantos caballeros pod�an, y a otras violencias, sin saber el porqu� lo hac�an, glosa el c�lebre cronista[123].

 

Hubo mucho de inconsciencia[124] en la violencia de 1358, pero fue menos arbitraria e indiscriminada de lo que a simple vista pod�a parecer. Se afirma que, en los siglos XI y XII, ya el homicidio se�orial en revuelta es un acto en general, colectivo y premeditado (...) No se mataba a su propio se�or bajo el efecto de la c�lera, el golpe estaba calculado[125]. Algo de eso hay, la v�ctima es seleccionada y ejecutada, en algunos casos incluso con presumible premeditaci�n y alevos�a, por lo que en rigor jur�dico se podr�an enfocar como asesinatos muchos de estos homicidios. Pero ya dijimos que la cabal interpretaci�n de estas muertes se�oriales desborda el marco del derecho escrito y entra de lleno en la cultura popular, en cuyo seno su significaci�n imaginaria y gestual supera en importancia a la explicaci�n racionalista que ofrece la cultura letrada, que conduce a sobredimensionar equivocadamente el aspecto conspirativo[126].

 

Conviene discernir por consiguiente dos aspectos de la muerte del se�or en las revueltas medievales, que en la vida real act�an conjunta y entremezcladamente: 1) objetivo calculado por los rebeldes (medio para obtener un fin); 2) ritual cat�rtico y teatral en buena medida espont�neo, no consciente (violencia simb�lica). En la arquet�pica muerte del Comendador Mayor de la Orden de Calatrava, Fern�n G�mez de Guzm�n, por los vasallos sublevados de Fuenteovejuna (1476), tenemos (a) como finalidad social, una forma de acci�n antise�orial de los vecinos de la villa, claramente encuadrable en su lucha por verse libres del se�or, lucha que es anterior -y tambi�n posterior- a la revuelta que m�s adelante inmortalizar� Lope de Vega[127]; y (b) como rito cargado de signos, el sacrificio colectivo, primitivo y festivo, de la v�ctima: muerte encarnizada, ensa�amiento con el cad�ver y el gesto de dejar el cuerpo insepulto para el castigo eterno de su alma[128]; rasgos ceremoniales que, por otra parte, hacia 1518, tambi�n estar�n presentes, seg�n hemos visto, en la muerte de la Condesa de Cami�a por os vasallos que obedec�an a su hijo. Resulta significativo el hecho de que siendo tan distintos los fines perseguidos por estas dos muertes colectivas y sus circunstancias, el ritual tenga tantas semejanzas. La condici�n social de la v�ctima y de los protagonistas, vasallos y gente com�n, es com�n: quiz�s tambi�n lo sean el fondo reprimido, semiconsciente, de pr�cticas rituales de reminiscencias ancestrales que ponen en marcha los ejecutantes populares.

 

���� La ejecuci�n colectiva del se�or conlleva un ceremonial simb�lico, cuya puesta en escena los actores no sabr�an tal vez explicar. Elucidar la causa y el origen -cultural- de los actos y gestos que rodean el ajusticiamiento se�orial, acontecimiento que se representa a la vez que se lleva a cabo[129], es m�s tarea delhistoriador de hoy que de sus protagonistas de anta�o.

 

El ritual violento del ajusticiamiento se�orial no es desde luego gratuito, responde a necesidades culturales y funciones sociales, expl�citas o latentes, como la descarga sublimadora de emociones y tensiones acumuladas (cuesti�n vital en la Edad Media, tiempos de agresividad desinhibida), la representaci�n socio-religiosa del crimen en la procura de su justificaci�n y legitimaci�n, impresionar el imaginario colectivo y la memoria hist�rica, el restablecimiento del orden tradicional y consuetudinario roto por los agravios perpetrados por el mal caballero, justamente condenado a muerte y ejecutado por sus vasallos. En suma, la demostraci�n imaginaria del poder triunfal de los rebeldes sobre el cuerpo supliciado y mutilado de la v�ctima, que representa, no lo olvidemos, un orden social puntualmente impugnado. Y decimos bien imaginaria porque en la realidad el homicidio se�orial es asimismo una v�lvula de escape, relativamente normal en una sociedad que cultiva la violencia. En el fondo la muerte se�orial es inofensiva para el sistema global, que se limita a sustituir al amo masacrado por otro, usualmente en mejores condiciones, tanto para los vasallos (que arrancan por lo regular conscesiones) como para los se�ores (que ganan un consentimiento perdido).

 

La primera precauci�n del investigador al estudiar la muerte del se�or como representaci�n social debe ser separar las actitudes favorables de las actitudes contrarias. El significado simb�lico del homicidio se�orial para los protagonistas choca con el de sus antagonistas, que tachan de asesinato una acci�n que, en cambio, para los favorables es un acto justiciero, reparador. As� tenemos, por poner un ejemplo, que para la cultura savante la elecci�n de una iglesia[130] o de un d�a santo para matar al se�or, significa de entrada sumar al delito de asesinato el delito de sacrilegio (Partidas I, 18, 9), no obstante para la cultura popular-medio en la que se mueven los actores- la selecci�n de un lugar y de un tiempo sagrados pretende m�s bien lo contrario, es la prueba de un Dios justiciero que gu�a la mano de los ejecutores, cuya identidad permanece por lo regular an�nima en la fuentes eclesi�sticas con la fin de subrayar precisamente la autor�a divina[131].

 

En la genealog�a de la muerte del se�or como representaci�n social hallamos, corrientemente de forma combinada y sincr�tica, tres contextos culturales y mentales: uno profano -la ejecuci�n como acto civil justiciero, vengativo, de poder-, otro providencialista cristiano y un tercero de origen religioso pre-cristiano. Sin olvidar una cuarta dimensi�n, b�sicamente social, que ilumina a las tres anteriores, sin la cual es pr�cticamente imposible comprender el sentido, tanto real como imaginario, del homicidio se�orial: la muerte del se�or por obra de sus vasallos como acto eminentemente antise�orial, resultado de una tensi�n o revuelta social, manifestaci�n extrema por tanto de una lucha de clases.

 

Dif�cilmente vamos a dar con un caso en el que no se defienda, bien a priori bien a posteriori, la justicia de la ejecuci�n de un se�or con el pretexto -casi siempre con una base objetiva- de un comportamiento innoble, con la acusaci�n de que era un gran hacedor de agravios a sus vasallos. La comunidad toma la justicia por su mano, usurpa la funci�n de los jueces (se�oriales, municipales y reales), dicen algunos letrados contrarios. Pero lo que no es claramente legal en la cultura escrita puede serlo en una mayoritaria y tradicional cultura oral que libra al reba�o del mal pastor.

 

�No prevee expl�citamente el modelo caballeresco de comportamiento social -y as� consta incluso en el derecho escrito seg�n ya hemos visto- el derecho a matar a enemigo conocido para vengar el linaje, previa declaraci�n de enemistad y desaf�o p�blico[132]? Pues bien, este derecho, en pleno vigor consuetudinario para las diversas clases sociales, permit�a un uso alternativo[133], es el derecho de revuelta.

 

Las villas de Galicia y de Le�n que en 1295 forman una hermandad de autodefensa, especifican bien en los estatutos que todo rricome o infanz�n o cavallero que robe a los vecinos, o acoja ladrones conocidos, o mate o deshonre a alguien de los concejos confederados, non seyendo dado por enemigo por fuero o por derecho, que sufra entonces la reparaci�n justiciera, debiendo todos unos, adem�s de derribarles las fortalezas y destruirles sus casas, vi�as y huertas, aplic�rsele la m�xima pena: que lo matenpor ello[134].

 

El homicidio se�orial como derecho de revuelta toma, d�ndole en cierto sentido la vuelta, del derecho consuetudinario, aplicado y escrito en general, la dimensi�n civil, laica, de su modus operandi, los gestos y las formas de justificar y teatralizar una ejecuci�n civil seg�n justicia: denuncia de los actos se�oriales susceptibles de semejar delitos legales; acusaci�n de traici�n[135]; conjuraci�n y tiranicidio[136]; utilizaci�n del derecho de resistencia[137]; consumaci�n del homicidio como si de una pena de muerte judicial se tratase (publicidad, tormento, mutilaci�n de miembros, uso de armas blancas, exposici�n del cad�ver); ley del tali�n,y dem�s elementos legales, exculpatorios y rituales de la preparaci�n y puesta en pr�ctica de una muerte justiciera.

 

La teatralidad profana que rodea al homicidio se�orial de motivaci�n social, tiene su origen, en primer lugar, en la catarsis violenta de un sentimiento de agravio acumulado a causa de las agresiones, abusos y malfechor�as perpetradas por el se�or y su gente, y/o adjudicadas imaginariamente a un se�or individual como chivo expiatorio de los males del sistema social; en segundo lugar, en el uso socialmente alternativo del derecho a una justicia eficaz; y, en tercer lugar, en la lucha por el poder entre vasallos y se�ores, expresada en la dominaci�n del cuerpo para se�orear a las personas. Existe una innegable simetr�a entre el cuerpo supliciado de los reos -normalmente vasallos- de la justicia y el cuerpo supliciado de los se�ores v�ctimas de los vasallos rebelados.

 

En el terreno de la religi�n, la funci�n cat�rtica -liberaci�n purificadora de emociones reprimidas- del homicidio antise�orial se ejerce en el nombre de un Cielo o de una Tierra que exije una v�ctima[138], en el cuadro de un universo mental de creencias cristianas o paganas, o las dos cosas simult�neamente, que tal vez sea lo que m�s nos vamos a topar.

La visi�n providencialista ubica el ojo vigilante de Dios por encima de las autoridades temporales: Dios con su ira vengativa, y el inevitable concurso humano, corrige los abusos cometidos por los se�ores de la tierra. Las fuentes hist�ricas (y no s�lo las eclesi�sticas) enjuician el homicidio colectivo del se�or como un signo de la omnipresencia y omnipotencia de Dios en la tierra: las menos (de acuerdo con la encuesta de Robert Jacob), consideran a la v�ctima se�orial como un m�rtir, santo que los vasallos pecadores asesinaron sin temor de Dios; las m�s, enfocan el homicidio como un castigo divino en raz�n de los pecados cometidos por la v�ctima, de ah� que los ejecutores escojan en ocasiones aquel momento en que el -mal- se�or est� en pecado mortal, excomulgado, para actuar de intermediarios de la justicia divina[139].

 

Por �ltimo, conviene bucear en el fondo de las supersticiones pre-cristianas determinados aspectos rituales que acompa�an a la muerte del se�or por sus vasallos sublevados, sin perjuicio de que tales creencias paganas influyan asimismo en los otros dos aspectos, profano-justiciera y providencialista, de los que ya hemos hablado de la compleja -como todos los dominios de la antropolog�a hist�rica- representaci�n social del homicidio se�orial.

 

La muerte del se�or tiene com�nmente la funci�n latente, m�gica, de un sacrificio ritual[140]. Siendo el se�or el protector del equilibrio que mantiene unido el mundo natural y el mundo social, y por tanto primer factor unitario de la propia comunidad, �sta se rompe, poniendo en peligro la subsistencia del grupo, cuando su se�or y jefe natural, deja de cumplir su rol defensor, surge entonces[141] la necesidad de la inmolaci�n, especie de culto a la fertilidad que con la restituci�n violenta del amo culpable a la tierra, siembra la virtual resurrecci�n de un poder que (sustituyendo el tirano derrocado) habr� de restituir la paz, la justicia y la prosperidad para todos: la armon�a tradicional y consuetudinaria de la sociedad con la naturaleza.

 

En este contexto cultural e imaginario del sacrificio lit�rgico, como se hacen comprensibles ritos, supervivientes del inconsciente colectivo, para dominar los cuerpos ajusticiados[142], que de otra manera aparecer�an como gratuitos, seg�n nuestras mentalidades racionalizadoras de hoy[143]: exceso de sangre y de heridas que causan simb�licas mutilaciones -por el hierro o la piedra[144]- en el cuerpo de la v�ctima as� inmolada; celebraci�n posterior del sacrificio con banquetes y fiestas (caso de Fuenteovejuna); sepultura fuera de lugar sagrado, o sencillamente no sepultura del cad�ver ignominioso[145]. ����������� Muerte y resurrecci�n, ciclo fecundo de una importancia pr�ctica y social que va m�s all� del imaginario. Inclusive habiendo represi�n, lo normal es que el nuevo se�or acabe ejerciendo un poder m�s ben�fico para esos vasallos que acaban de matar cruelmente a su antecesor. Los casos de Fuenteovejuna[146] y Ribadavia (muerte de la Condesa de Santa Marta en 1470)[147] son muy significativos a este respecto.

 

Matar al se�or

 

Reunimos ocho casos de homicidios se�oriales en un contexto de revuelta social, en la Galicia bajomedieval, que vamos a analizar en detalle, adelantando que el tipo de fuentes utilizadas (notariales, sobre todo) y las circunstancias espec�ficas del reino de Galicia entre 1369 y 1527 (per�odo escogido para nuestra investigaci�n), nos van a permitir concretar lo dicho y a�n a�adir nuevos elementos a la comprensi�n de la muerte se�orial en el medioevo europeo.

 

El 18 de julio de 1386, Mar�a Casta�a[148], viuda, y sus hijos, Gon�alvo �ego y Afonso �ego, seg�n se deduce una familia de campesinos acomodados, acuerdan donar al obispo de Lugo, Pedro L�pez de Aguiar, p�blicamente, ante sus vecinos -que hacen de testigos en el acto notarial-, todas sus tierras y bienes inmbuebles en el coto de San Pedro de Cereixa, donde viv�an, por emenda et corregemento de mal injuria et herro que fezemos enno dito couto de �ereyxa (...) por ripintemento et dapno et sen razon que enno dito lugar fesemos, por cuanto los �ego -a�aden- fomos en ferir a Fran�isco Ferrnandes moordomo do sennor obispo de Lugo de feridas de que beo a morte. Adem�s de ganar, con la entrega de lo suyo, la mer�ee et misericordia del se�or obispo hacia estos arrepentidos homicidas, convienen Mar�a Casta�a y su familia pasar a ser fieles vasallos del obispo y nunca m�s -juran- rebelarse contra el se�or�o de la Iglesia episcopal[149]: outorgamos de seer senpre en toda nosa vida en seu servi�o et da dita sua iglesia et en ajuda dos seus familiarios (...) et a non yr contra el nen contra a sua iglesia en ninhuna maneyra[150].

 

La donaci�n econ�mica a cambio del perd�n eclesi�stico es una interesante variante del ritual providencialista que envuelve a la muerte del se�or[151]. El perd�n se�orial es una alternativa difundida, sobre todo entre los se�ores eclesi�sticos[152], a la represi�n pura y dura. Entrega de tierras, entrada en dependencia y promesa de obediencia, constituyen una penitencia impuesta a los asesinos por su culpa sacr�lega, que logran as� salvar sus almas... y eludir la represi�n. Los donativos a la Iglesia para comprar la absoluci�n de los pecados y la seguridad de los cuerpos[153], es un camino acostumbrado (seguido tanto por los campesinos como por la nobleza) y bien conocido por los historiadores de la econom�a medieval, que hizo posible la constituci�n y el ensanchamiento de los se�or�os eclesi�sticos.

 

Se sobreentiende que los pecadores necesitados de la misericordia de Dios, son los arrepentidos agresores, no la v�ctima se�orial (usualmente un prelado), que permanece casi limpia de falta[154], sin llegar a�n a la consideraci�n de santa y m�rtir, por lo que quedar� ubicada en un lugar intermedio entre el Cielo y la Tierra. No ser� �sta la primera vez que el discurso hagiogr�fico no coincide con la praxis, y la mentalidad subyacente, econ�mica eclesi�stica, omnipresente en la documentaci�n notarial y judicial.

 

La carta de donaci�n y vasallaje de Mar�a Casta�a y su gente, por Dios y por nuestras almas[155], entra�a pues restablecimiento simb�lico del equilibrio social, la relaci�n se�ores/vasallos, rota por el homicidio[156], y que solamente la sagrada intercesi�n de la Iglesia Catedral de Santa Mar�a de Lugo puede hacer perdonar y subsanar, previo acto de contricci�n, expresi�n de dolor que prueba su sinceridad, por la ofensa hecha a Dios, con el desprendimiento penitencial de los bienes materiales.

 

En el mismo Lugo, el 24 de octubre de 1403, un alcalde-juez real dicta una sentencia de muerte[157], onde dicen las Corti�as de San Romao, contra un nutrido grupo de vecinos de la ciudad (un sastre, un mercader, un peletero...), todos ellos en rebeld�a, por el delito de la muerte de su Se�or[158], el obispo Lope de Salcedo, bien como principales feridores � matadores, bien como consejadores � sabidores de la dicha muerte, � defensores, � aiudadores de los principales matadores (el juez insin�a ciertamente una conjuraci�n). Nada sobre la causa de la revuelta[159], ni acerca de las circunstancias concretas del homicidio se�orial. Hallamos con todo el conocido ritual de la violencia punitiva, purificadora, cruel y exhibicionista, en la plebeya pena de muerte que dictamina el juez para los inculpados: � la muerte que sea en esta manera: que los arrastren do quiera que fueren fallados, � los cuelguen con senllas sogas de la garganta fasta que mueran, � los dejen estar en las forcas en tanto que la natura humana los pueda sustentar. No tenemos noticia de que hubieran cogido a los ciudadanos hu�dos. No debemos subestimar la circunstancia de que cuando se redacta la sentencia, el juez real sabe que no va a tener un cumplimiento seguro, inmediato.

 

Muerte silenciada, muerte perdonada

 

El 3 de noviembre de 1419, otro obispo gallego, Francisco Alonso, se�or de Orense, muere a causa de una revuelta de la nobleza y de los vecinos de la ciudad. La documentaci�n catedralicia orensana se�ala, como si de anales del obispado se tratase, cierto misterio en la muerte oculta de este obispo que, a media noche, cay� del caballo en el Pozo Maim�n (en la orilla izquierda dela r�o Mi�o, a cinco kil�metros de Orense), muriendo ahogado y siendo luego recuperado su cad�ver por su gente y sepultado en la capilla de Santa Eufemia de la Catedral:

 


Ano do nascemento de noso Se�or Jesucristo de mill et quatrocentos et dez e nove anos dia viernes acerquea de mydea noyte que eran tres dias do mes de Novembro a aparada do po�o Ameynon caeu o se�or obispo don Francisco de boa memoria de cima de hun cabalo, e botarono vivo asta o porto a Barbantes en donde se finou et amaneceu finado ao sabado que era qatro dias do dito mes do dito ano, et trouxerono a esta cibdade e deytarono sepultado en Santa Eufemia[160].

 

Para la tradici�n oral, que recoge la documentaci�n catedralicia, hab�a sido un homicidio con premeditaci�n, un asesinato, seg�n se comprueba, setenta a�os despu�s, en 1489, en el Tumbo de Beneficios, donde un sacerdote (Pedro Tamayo) declara oralmente que un hidalgo (Pedro L�pez Mosqueira) hab�a donado al cabildo de Orense los beneficios de San Pedro de Moreiras y San Mart�n de Mugares: por la muerte de D. Francisco Obispo Dourens de boa memoria que Dios axa, porque lo mand� matar a Lopo de Alongos e outros seus criados al puzo maim�m e seu escudeiro[161].

 

Sin embargo, la realidad que se deriva de la tradici�n escrita contempor�nea es significativamente distinta. Pedro L�pez Mosqueira -Alf�rez Mayor del Duque de Arjona en aquel momento- hab�a donado en efecto dichos beneficios al objeto de que se le levantara la excomuni�n que pesaba sobre �l, desde hac�a seis a�os, por haber participado, junto con muchos otros orensanos, en el asedio al obispo Francisco Alonso en la Catedral, hecho inmediatamente anterior a su sospechosa muerte en el Pozo Moim�n, suceso luctuoso que ni se menciona ni por tanto resulta inculpado por ello el arrepentido penitente.Seg�n un documento datado en 1425, la Iglesia de Orense recibe determinadas propiedades y dinero de quince vecinos, que obtienen as� la absoluci�n y el perd�n por el mencionado cerco (los caballeros Garc�a D�az de Cad�rniga y Pedro L�pez Mosqueira, un zapatero, un carnicero, un barbero...)[162]. Apuntemos que la muerte del obispo tiene sin duda lugar en el contexto de una revuelta urbana contra �l como se�or del obispado[163]. El caso es que tanto vecinos como representantes de la Iglesia episcopal, hacen como si la muerte ejecutada del obispo no hubiera sucedido nunca (a efectos de cultura escrita y legalidad vigente).

 

�Por qu� la muerte violenta del se�or obispo de Orense deviene en el a�o 1425 en muerte silenciada[164]? �Por qu� permanece reclu�do en la cultura oral el grav�simo delito de homicidio en la persona del se�or, a quien se deb�a proteger con la propia vida, y m�s a�n si es el pastor del pueblo cristiano?

 

���� Si el levantamiento armado y posterior cerco del obispo y su bando en la Catedral se ten�a por grand injuria, por lo cual el non pod�a seer absolto senon polo papa, dice el cabildo al arrepentido Garc�a D�az de Cad�rniga[165], �qu� habr�a que decir del asesinato de dicho obispo?. Evidentemente, la clandestinidad del homicidio, el hecho de la conjura y la ejecuci�n nocturna en lugar aislado -fuera de la ciudad-, no hac�a f�cil probar aquello que, por lo dem�s, era fama p�blica. Pero ni su imagen de muerte indecible por su atrocidad (m�s grave que la muerte antedicha del mayordomo episcopal de Lugo), ni su indemostrabilidad legal como muerte clandestina, agotan realmente los motivos del silencio de la propia Iglesia de Orense sobre el homicidio de su prelado en el documento de 1425 concediendo el perd�n colectivo, que incluye cuando menos al se�alado por la tradici�n como instigador del crimen: Pedro L�pez Mosqueira. El silencio expresa en este caso la impunidad, deseada naturalemente por la ciudad y consentida impl�citamente por la Iglesia catedral.

 

La muerte violenta del obispo de Orense en 1419 es a fin de cuentas una muerte asumida por la Iglesia episcopal, algo que no hab�a que investigar, terminaron por pensar can�nigos y lugartenientes (provisores) de los sucesores del difunto Francisco Alonso, opini�n que por fuerza compart�an la nobleza local y la gente de la ciudad, encubridores seguros de los conspiradores justicieros. No es �ste el caso de una sentencia represiva que un juez real comisionado al efecto dicta contra unos inculpados que todo el mundo sabe en rebeld�a -1403, Lugo-, se trata ahora de unos se�ores eclesi�sticos que procuran reconquistar el pleno ejercicio del se�or�o de la ciudad, gravemente perturbado por la insurrecci�n de hidalgos y populares contra Francisco Alonso[166], poniendo en pr�ctica como ritual restaurador del equilibrio social, la donaci�n a cambio del perd�n.

 

El intercambio es planteado con total explicitud en cuanto a su significado. El donativo a la Iglesia como castigo por los pecados cometidos contra ella es, seg�n ya apuntamos, una variante de la tradicional donaci�n para salvar el alma, s�lo que en este caso queda a salvo el cuerpo de la represi�n judicial, cuesti�n muy importante puesto que el dominio del cuerpo del reo es un aspecto decisivo de la mentalidad justiciera oficial en la Edad Media. En el fondo �no estamos ante una alternativa de facto al sistema judicial civil medieval[167]. La justicia de Dios que perdona el cuerpo en el lugar de la justicia de los hombres que reprende el cuerpo. Cuando D�az de Cad�rniga solicita la absoluci�n de la excomuni�n en que se encontraba por el cerco el obispo, los sacerdotes y el provisor del obispo responden que non pod�a seer absolto a menos de satisfacer a adita iglesia et beneficiados dela o dito gar��a d�as da grande injuria quelle ti�a feito. El ritual penitencial que sigue busca restaurar mediante gestos el poder que el pecador desafi�. Primeramente el arrepentido recibe la absoluci�n, desnudo y de rodillas, Rezando sobrel o salmo miserere mei deus et d�ndolle enas espaldas con huum cordon que tragia �ingido et dizendo as palabras de Absolu��n, es decir, se somete al cuerpo a una humillaci�n y a un castigo puramente simb�licos, muy alejados del encarnizamiento de la justicia secular, tanto oficial (se�orial, real, municipal) como de revuelta (muerte del se�or). Despu�s el noble penitente D�az de Cad�rniga entrega las casas que dona por s�a maao tangendo as �erraduras das portas das ditas casas a alvaro fern�ndes can�nigo en nome do cabildo[168].

 

Los representantes de la Iglesia episcopal de Orense, detentadores de la administraci�n de la justicia en esa provincia, saben que la muerte de su se�or obispo, prelado y pastor, no es algo perdonable en t�rminos can�nicos[169], ni siquiera compensable por una entrega penitencial de bienes materiales[170], a�n m�s, si reconocieran el delito e inculparan a los criminales no bastar�a la pena de excomuni�n (siempre susceptible de una absoluci�n comprada) habr�a que aplicar sin m�s la pena civil, la pena de muerte[171]. Todo empujaba a mantener la muerte del obispo extramuros de la cultura letrada: en el seno de la tradici�n oral.

 

Al final la mejor opci�n para la Iglesia de Orense, el mal menor, en el cuadro de una estrategia encaminada a intentar restablecer la obediencia de la ciudad: es asumir en silencio la renombrada muerte episcopal[172], aprovechando su cualidad de delito oculto (perpetrado en secreto) y la eficacia de su ejecuci�n, prest�ndose el lugar y el momento escogidos para el asesinato a la tranquilizante hip�tesis de un accidente. Desde el siglo XV la coartada del accidente sirvi� para negar t�cita y colectivamente en Orense la muerte alevosa y sacr�lega de 1419[173]. El silencio impune de los conspiradores hace posible el silencio impune de los jueces capitulares; la ausencia de un ritual p�blico y triunfal en la muerte del se�or hace quiz�s innecesario un ritual restaurador asimismo p�blico y triunfal.

 

���� La muerte silenciada de la cultura savante favorece altamente la hegemon�a de una prolongada tradici�n oral favorable que ve�a en ella una muerte justa. A�n en el siglo XVIII, la tradici�n escrita eclesi�stica combate la creencia (asumida en su momento por las propias autoridades eclesi�sticas de Orense y, por omisi�n, de Santiago y de Roma) de dar por cosa buena la muerte violenta del obispo Francisco (noticia tan sabida, tan p�blica, y constante en la Iglesia y di�cesis de Orense[174]), como una insigne haza�a, de la nobleza orensana sobre todo, haciendo votos en suma el escritor para que ni en Galicia, ni en Espa�a aya quien infiera nobleza de acci�n menos christiana, y cath�lica. Frente a la fuerza y a la vigencia de una tradici�n favorable a la conjura justiciera de 1419, el historiador de la Iglesia de Orense que estamos citando[175], acepta la reinterpretaci�n que hab�a propuesto el genealogista Felipe de la G�ndara en el siglo XVII quien -reconoce Mu�oz de la Cueva- pretende deslucir, y borrar semejante noticia, con dezir, que s�lo puede tener fundamento en que alguno de los antiguos Id�latras, y Tyranos Gentiles martyrizasse � alguno de nuestros primeros Obispos, �chandolo en dicho pozo. El cronista eclesi�stico, muestra pues una patente disposici�n a reinventar la tradici�n oral desde la cultura erudita: Si se puede componer con tan firme, y aut�ntica tradici�n, me acomodar� gustoso, y abrazar� tan p�o sentimiento...[176].

 

La proposici�n savante de G�ndara de homologar al difunto obispo del Pozo Maim�n con los primeros m�rtires cristianos sacrificados por los tiranos id�latras del Imperio romano, es totalmente ajena a la representaci�n de dicha muerte que se desprend�a de la documentaci�n catedralicia de Orense del siglo XV[177]. La t�ctica de silenciar legalmente el asesinato episcopal, cuadraba m�s bien con la representaci�n providencialista -indecible, desde la defensa doctrinal y a�n temporal de la Iglesia-, que asigna al obispo Francisco parte de la responsabilidad en su propia muerte en raz�n de sus errores y pecados.

 

���� La Iglesia de Orense proclamaba en 1425: por quanto a Iglesia deve de seer m�is piadosa ca non Regurosa, que eles quelle perdoavan o dito delito[178], a Pedro L�pez Mosqueira. Es l�cito preguntarse si aparte del cerco sacr�lego de la Catedral, no estaban unos y otros perdonando tambi�n, sin decirlo, el secreto a voces de la muerte alevosa del se�or obispo, que la piedad, la poco rigurosa ley temporal eclesi�stica y el inter�s econ�mico aconsejaban olvidar. Todo funciona como si, en �ltima instancia, el tirano fuese el obispo ajusticiado, en vez de los id�latras gentiles, de manera que los rebelados no habr�an hecho m�s que ejercer el derecho de resistencia impl�cito en la acci�n de los protagonistas de la conjura o se mostraron favorables a ella. El silencio de las fuentes catedralicias acerca del porqu� de la muerte del obispo, beneficia abiertamente una representaci�n alternativa, favorable a los ejecutadores[179].

 

De 1419 en adelante, acaban poni�ndose en connivencia la revuelta ciudadana, la conspiraci�n nobiliaria y la posici�n conciliadora del cabildo, ofreci�ndonos un paradigma de c�mo la muerte del se�or en la Edad Media gallega es un hecho menos patol�gico de lo que se podr�a pensar; es tan concebible en las mentalidades de la �poca que queda sin castigo de una manera consciente. Ahora bien, la t�cita aceptaci�n en el siglo XV del derecho a rebelarse, el tiranicidio, incluso si se trata de un tirano eclesi�stico[180], pertenece a la pr�ctica m�s que a la doctrina, es incompatible con la cultura escrita dominante, que termina por silenciar un atroz delito, que permandece reclu�do en la tradici�n oral[181]. El silencio habla pues por s� mismo, significa impunidad: tanto el silencio que deriva de los autores materiales, del tiempo y del lugar de la ejecuci�n, como el silencio ulterior de jueces y eclesi�sticos.

 

���� La fuerza que ten�a en la sociedad orensana, a comienzos del siglo XV, la creencia en la justicia de la revuelta antise�orial, un m�vil principal de la muerte violenta del obispo, resulta patente en que, para renovar la obediencia se�orial a la Iglesia (intenci�n expl�cita del ritual donaci�n/perd�n de 1425), la autoridad se�orial efectiva, el cabildo, ha de aceptar el sacrificio[182] de un obispo conflictivo, Francisco Alonso, quien Desde que entr� en su iglesia, se dedic� � remediar des�rdenes[183]. En consecuencia, la muerte del obispo Francisco �no entra�a tambi�n el fracaso de una estrategia de dureza en el trato de la Iglesia catedral con la ciudad y con la nobleza urbana?[184]

 

Vayamos ahora con el caso n�mero cuatro de nuestra encuesta. El 2 de abril de 1479, Sim�n P�res de Oyra, racionero (categor�a capitular inferior a los can�nigos propiamente dichos) del cabildo de Orense y beneficiario de la parroquia Santa Mar�a de Melias (en el ayuntamiento de Pereiro de Aguiar), fue asesinado[185] en las calles de Orense por cuatro vecinos de Allariz, hombres del tesorero de esta villa[186]. No conocemos la causa concreta del homicidio, pero su autor�a colectiva[187] y popular (un escudero y tres sirvientes), la condici�n se�orial-eclesial de la v�ctima y, sobre todo, la reacci�n extraordinaria y corporativa del cabildo, nos decidieron a incluir la muerte del racionero en el cap�tulo de muertes se�oriales con motivaci�n social.

 

Descartando por supuesto la muerte violenta de Sim�n P�res como una fechor�a com�n, quedan dos posibilidades: conflicto concejo de Allariz/cabildo de Orense o bien conflicto Juan Pimentel (se�or de Allariz)/cabildo de Orense. En este segundo supuesto, una tensi�n social digamos horizontal, semejante -excluyendo las relaciones de parentesco- a la muerte de la Condesa de Cami�a por los criados de su hijo Pedro de Sotomayor, �hasta que punto afectar�a al ritual homicida? Motivos y consecuencias var�an seg�n que los vasallos homicidas act�en por orden de un se�or o motu propio, pero los aspectos profanos y religiosos del sacrificio se�orial comunes a ambos casos son muchos. Al ser los autores gente del com�n participan de una misma mentalidad, a�n comparten un inconsciente colectivo, que act�a con independencia de las causas inmediatas que inducen a dar muerte al se�or.

 

El cabildo de Orense manifiesta que o mataron sendo el clerigo de misa et de hordenes sacras, despu�s de hacer notar que iba el manso et seguro con sua colcha e sobre peli�ia vestyda[188]. Recalcando por tanto la imagen inocente, indefensa y sagrada de la v�ctima, condici�n que cualquiera pod�a advertir por sus vestiduras[189]. Correspond�a entonces una fulminante excomuni�n de los asesinos sacr�legos. Pena can�nica sustitutiva de la pena de muerte cuya aplicaci�n correspond�a a la ley civil, al poder temporal. Como en el caso del Pozo Maim�m, los can�nigos salvan la vida de los inculpados, pero no su alma[190], lo que para un creyente escatol�gico no era precisamente un privilegio: si mor�a excomulgado iba al infierno, junto al gran instigador del crimen del racionero Sim�n P�res de Oyra, el diablo, seg�n el cabildo: todos quatro juntamente con sus armas con pouco temor de deus et da justicia movidos de espirito diabolico (...) declaramos publicos malditos escomulgados (...) como membros do diabro (...) asy como morren as cadeas en esta agua asy moyran suas almas eno fogo do inferno[191].

 

La infernalizaci�n de la muerte se�orial es una variante extrema de la representaci�n providencialista que equipara homicidio con martirio, s�lo que aqu� la santidad del difunto se infiere, adem�s de su condici�n eclesi�stica y de hombre pac�fico, de la demonizaci�n de los asesinos, quienes ahora m�s que pecadores o id�latras paganos, son incrimindados como sirvientes del mism�simo pr�ncipe de las tinieblas. ��������� La punici�n eclesi�stica reemplaza realmente con ventaja a la punici�n profana del tipo de la sentencia del juez real a la pena capital, en rebeld�a, de los que mataron al obispo de Lugo en 1403. En primer lugar, porque las sanciones eclesi�sticas se cumplen, y no es poca cosa en la Edad Media matar en p�blico el alma de la gente. En segundo lugar, porque hace innecesaria la ejecuci�n f�sica de los vecinos inculpados, problem�tica desde el punto de vista de la paz social y de la correlaci�n de fuerzas sociales en la Baja Edad Media. Y en tercer lugar, porque as� se neutraliza la peligrosa justificaci�n �tica e imaginaria del homicidio como una iniciativa de las fuerzas del Bien (Dios, los santos, los bienaventurados, la Iglesia, lo sagrado) en recia lucha contra las fuerzas del Mal (Satan�s, los paganos, los pecadores, el siglo, lo profano) que representar�a la v�ctima con su culpa[192].

 

���� En conclusi�n, el castigo de Dios conlleva una mayor eficacia punitiva, una mayor adaptaci�n a las exigencias de una realidad social en crisis[193]. �Y los se�ores laicos?, �qu� hacen los nobles cuando no pueden corresponder a la insumisi�n de los vasallos con las duras penas previstas por las leyes y la tradici�n se�orial, no disponiendo de la posibilidad de castigar sus esp�ritus dejando en paz sus cuerpos, aunque s�lo fuese porque necesitan de ellos para el trabajo en los campos?

 

El perd�n se�orial que, a imagen del perd�n real, preveen las Partidas (VII, 22) no posibilita esa d�ctil, y provechosa, situaci�n intermedia que supone reprimir por un lado (excomuni�n u otras penas eclesi�sticas) y absolver por el otro (a cambio de una donaci�n). Exige el perd�n laico una gracia sin paliativos que solamente un poder fuerte, muy arraigado en las mentalidades colectivas, puede conceder sin sufrir merma en su autoridad, y esa gran fuerza cimentada en el consenso es justamente lo que no tiene la nobleza gallega al final de la Edad Media.

 

Acci�n antise�orial

 

Siguiendo con las muertes violentas de los se�ores gallegos en el siglo XV. Hay noticia[194] de c�mo, en 1492, muere el abad de Monfero, J�come Calvo, a causa de una saeta que le hab�an tirado, cuando ven�a de Betanzos, sus vasallos. El suceso di� origen a una tradici�n, seg�n la cual se levant� de inmediato una cruz en el lugar del crimen, llamada cruz do abade, con el fin sea de desagraviar y santificar un acto sacr�lego y criminal, sea de atraer la misericordia divina sobre los pecados del alma del prelado all� muerto.

 

 


���� Entre 1525 y 1529, Ochoa de Espinosa, dignidad del cabildo de Orense y abad de la importante parroquia de Trinidad en esa ciudad, fue durante a�os lugarteniente de los abades comendatarios (absentistas romanos) del monasterio de Osera. Un abad reformista que pas� por Osera exigi�, sin �xito, las cuentas a Ochoa de su administraci�n de la abad�a. Aunque el abad de Trinidad quisiera d�rselas, no podr�a, porque por aquel entonces: con las estacas de los carros le obligaron los villanos de Villanfesta (Aldea desta Feligresia) � que la fuesse [a rendici�n de contas] a dar a otro mas tremendo Iuez: a palos le mataron[195]. El juicio de Dios triunfa en consecuencia de nuevo all� donde fracasa el juicio de los hombres, las buenas intenciones pero d�biles, de la Iglesia reformada. M�s de dos siglos despu�s[196], para Tom�s de Peralta, historiador de Osera, la muerte del abad Ochoa es la muerte celebrada de un prelado que ten�a que dar cuentas a Dios por sus pecados. Los labriegos vasallos de Vilanfesta son seg�n esta tradici�n escrita eclesi�stica un mero instrumento de la justicia divina.

 

���������������� Ochoa de Espinosa hab�a sido, pues, abad administrador de Osera (abad�a definitivamente reformada en 1545, m�s bien tard�amente) en el conflictivo per�odo de su historia en que los monjes -y la misma orden- estaban en actitud rebelde frente a los abades comendatarios, acusados de dilapidar los bienes de la comunidad dejando a los monjes en la indigencia, por lo que la ira antise�orial de los vasallos armados de palos pod�a interpretarse como la ira justiciera de un Dios que volv�a as� por sus ovejas sagradas atacadas por los lobos comendatarios.

 

El anonimato colectivo de los autores (una comunidad de aldea), la improvisaci�n (usan como armas las estacas de los carros de labranza) y la espontaneidad (ninguna referencia a premeditaci�n o conjura) de la ejecuci�n, amparan la reivindicaci�n �ltima de la autor�a divina. Con todo, es la primera vez que advertimos en la cultura erudita cierta asunci�n -desde un �ngulo providencialista- de la evidente dimensi�n antise�orial, normalmente oculta o impl�cita, de los homicidios de los amos por parte de sus vasallos, aunque no por ello deja el Tom�s de Peralta, �l mismo abad y se�or, de emplear el sobrenombre preferido de campesinos y otros dependientes: villanos[197]. Los aldeanos castigan al mal abad guiados -sin saberlo- por la justiciera mano de Dios, pero no dejan de ser hombres inferiores en val�a y categor�a, ignorantes con oscuras intenciones que la mano de Dios teledirige. Juntos pero no revueltos, viene a decirnos el abad Peralta.

 

Para la l�gica bipartita de la legalidad feudal exist�an buenos y malos cristianos, hasta buenos y malos prelados -la virtud cristianapara brillar precisaba del pecado-, pero, fuera del universo espec�fico de las creencias religiosas, la mentalidad dominante en la Edad Media no admit�a buenamente que hubiese buenos y malos se�ores de vasallos hasta el punto que los segundos tuviesen derecho a matar, por su propia iniciativa, a los primeros. Ciertamente un mal se�or era merecedor de un castigo, temporal y espiritual, pero no correspond�a a los campesinos, y dem�s vasallos, ni dictar ni ejecutar sentencia, para eso estaban las jurisdicciones competentes, en �ltima instancia el rey (y, por encima de todos ellos, Dios).

 

El conflicto antise�orial que subyace en el proceso social y mental que conduce al crimen se�orial, deriva la mayor�a de las veces de las disputas usuales sobre rentas y se�or�o, donde el se�or no hace m�s que cumplir con su funci�n social y legal defendiendo lo suyo, de ah� que pod�a ser cuando menos delicado fundamentar la muerte violenta del se�or feudal en el deseo de verse libres, sus ejecutores, de tributos e incluso de la propia jurisdicci�n se�orial. La justificaci�n puramente social de los homicidios medievales de se�ores es mayormente indecible, pensamos que incluso para la cultura popular y oral, cosa por otro lado harto dif�cil de verificar toda vez que la significativa inexistencia de procesos judiciales conlleva la falta de pruebas orales con declaraciones de actores y testigos de la muerte se�orial.

 

La motivaci�n antise�orial de la muerte del se�or se suele revelar indirectamente, bajo un imaginario justiciero y/o providencialista, �c�mo hacer pues para descubrir sus indicios? Si sabemos de la muerte de un caballero o prelado donde la relaci�n entre asesinos y v�ctima es la de vasallos a se�or, detectamos la paradoja de una acci�n desmedida, un d�calage entre m�viles declarados y medios empleados, quiz�s una acci�n encubierta y siempre una autor�a colectiva, podemos pensar en una m�s o menos oculta, y socialmente decisiva, motivaci�n antise�orial. El ritual de la muerte del se�or en manos de los vasallos est� totalmente condicionado por la selecci�n de la v�ctima, en funci�n de su condici�n social y relaci�n con los verdugos, incluso cuando se asemeja a un sacrificio pagano.

 

En este recorrido alrededor de la muerte del se�or en el reino bajomedieval de Galicia, nos hemos encontrado con que las fuentes consultadas informan asimismo de dos muertes violentas de se�ores laicos: la Condesa de Santa Marta en 1470, suceso de especial inter�s para nuestra investigaci�n que ya hemos estudiado en otro lugar[198]; y la de Sueiro de Marzoa, hacia finales del siglo XV, seg�n narra Jo�n Ocampo en 1587[199], que vamos a analizar a continuaci�n.

 

�Qui�n era Sueiro de Marzoa? Un caballero del Conde de Altamira que ten�a su solar en Marzoa, a �inco leguas de Santiago, y que hab�a destacado, junto a Garc�a Mart�nez de Barbeira, en la guerra del Conde de Altamira con el arzobispo Fonseca[200] que tuvo su momento �lgido en la batalla de Altamira (1471). En una de las muchas escaramuzas de esa guerra feudal, Garc�a Mart�nez y Sueiro de Marzoa, naturales de Mex�a y de As Mari�as, respectivamente, con quinientos hombres, fueron contra Santiago de Compostela y quitaron los mantenimientos a los vezinos hazi�ndoles otros muchos agravios; los santiagueses los llamaban entonces los ladrones de Mex�a. De Sueiro de Marzoa dicen los compostelanos lo siguiente: y entre cossas que hizo mal echa fue que aorc� a un sacerdote porque le hav�a llevado de su cassa una criada, y la fama desto lleg� a noti�ia de los Cat�licos reyes y por particular comisi�n le mandaron prender[201]. Nuestro caballero malhechor huye, regresando un tiempo despu�s a sus tierras: donde sus parientes le ofre�ieron todo favor para que andubiese sin temor de nadie y ans� lo hizo sin que justicia le osase prender. Es de inter�s esta precisi�n: en la medida en que la justicia oficial se muestra impotente, o sencillamente hace que no ve, ante el caso Sueiro de Marzoa (uno de los muchos nobles malhechores que por aquel tiempo andaban sueltos), abre el camino para el uso alternativo, colectivo y popular, del derecho a castigar a un culpable. El problema pasa de la cultura erudita a la cultura popular.

 

Un d�a que yendo a Santiago acompa�ado de peones le resistieron la entrada en la �iudad por el gran odio que siempre le tubieron, hubo pelea y sub�edi� que a Suero de Mar�oa le hizieron menudos peda�os, y a seys de los que con el yban, enfrente de la cassa del cl�rigo que hav�a mandado ahorcar[202]. Lo que comienza siendo una refriega termina con una ejecuci�n vengativa de la comunidad. El protagonismo popular se deduce por el conocido ritual sangriento, que poco ten�a que ver con los usos militares, que adopta la muerte del caballero Sueiro: le hizieron menudos pedazos. Pero lo m�s notable es el signo religioso de la justificaci�n de la muerte se�orial laica; en este caso, y excepcionalmente, ejecutada por los vasallos del se�or contrario y sin los agravantes de premeditaci�n y alevos�a que la conviertir�an legalmente en asesinato.

 

La venganza por la muerte sacr�lega del cura ahorcado por el caballero Sueiro, implica: (1) la aplicaci�n de la ley del tali�n, por evidente omisi�n de la justicia oficial; (2) un pretexto para hacer pagar de una vez por todas al caballero de Marzoa los da�os hechos a los ciudadanos en la pasada guerra (sentimiento acumulado de agravio); y (3) una defensa y justificaci�n providencialistas de la mala muerte que unos vasallos dan, aprovechando una escaramuza m�s o menos accidental, a un se�or medieval[203].

 

Escribe el cronista Ocampo: que fue Dios servido que hen este lugar [frente a la casa del cl�rigo ahorcado] pagase la ofensa que le hav�a echo en poner mano en su sacerdote, y que a esta �iudad viniese a morir tan cruelmente por haverla persiguido y a su patr�n[204]. La crueldad ceremonial de la ejecuci�n refuerza como es habitual la justeza del homicidio. Se trata por consiguiente de la muerte de un se�or laico disculpada[205] con el pretexto de la defensa de la Iglesia, de la sacra inmunidad de los hombres de la Iglesia[206] y de la ciudad compostelana protegida por el apostol Santiago. La falta de fundamento legal que hiciese de la encarnizada muerte de Sueiro de Marzoa una muerte conforme a derecho, lleva seguramente a sus actores y partidarios a obstinarse en la idea providencialista de una muerte bien querida por Dios. Una vez m�s los hombres -aqu�, laicos- interpretando y ejecutando por cuenta propia la voluntad divina, de acuerdo con la tradici�n, probablemente oral, que recogi� Juan Ocampo en el siglo XVI.

 

Obispos, abades y can�nigos

 

Matar al se�or en Galicia viene siendo, durante el per�odo bajomedieval estudiado -concretamente, entre 1369 y 1527-, matar principalmente se�ores eclesi�sticos. Homicidios de prelados que quedan, en general, impunes: reflejando de alguna manera la debilidad de la Iglesia gallega tardomedieval como poder temporal.

 

�Por qu� m�s de la mitad de los casos que hemos encontrado y analizado son muertes de prelados (dos obispos, un can�nigo y un abad[207])? �No ser�a l�gico que fuesen los nobles laicos los blancos predilectos de lo que parece ser la manifestaci�n m�s extrema -desde luego, es la m�s violenta- de la lucha antise�orial de los vasallos? Sobre todo, a partir de 1369, cuando los caballeros laicos son crecientemente identificados como los grandes hacedores de agravios del reino -y los se�ores eclesi�sticos se topan entre sus v�ctimas predilectas-, demandando por la fuerza mayores tributos y m�s servicios a los vasallos de Galicia.

 

Una primera explicaci�n es decir que la muerte del se�or es solamente en la forma, pero no en el contenido, el modo m�s radical de revuelta antise�orial, lo hemos visto claramente al examinar la revoluci�n irmandi�a, el m�s radical levantamiento de vasallos en la historia de Galicia. La sublevaci�n armada de la Santa Hermandad concentr� la violencia popular contra las piedras de las fortalezas, dejando libres los cuerpos f�sicos de los caballeros del reino, que derrotados social y militarmente, pagaron, eso s�, sus fechor�as con su poder, sus bienes y su fama p�blica.

 

���� A nuestro entender, el homicidio se�orial es una forma secundaria de la madura y organizada lucha de clases en la Galicia bajomedieval, que consecuentemente incidi� sobre la fracci�n m�s endeble de la clase se�orial, lo que no le conced�a un gran valor �pico, no son por lo que parece estas muertes se�oriales haza�as de las cuales cualquiera pudiese sentirse orgullosos, de ah� que se hiciesen a escondidas y se silenciasen despu�s.

 

Es evidente la indefensi�n de un prelado desarmado[208], en comparaci�n con la dificultad que supon�a para unos vasallos rebelados, en el siglo XV, matar a un caballero, habitualmente armado y dispuesto a defenderse atacando, especialista de la guerra y a menudo acompa�ado de su s�quito militar. Prueba de lo que estamos diciendo es que en ninguno de los asesinatos mencionados de se�ores eclesi�sticos, hay noticia de pelea o resistencia en el momento del atentado, circunstancia usual trat�ndose de un noble laico[209]. Adem�s, no hallamos rese�a alguna de resistencia porque son mayormente muertes ejecutadas a traici�n, de noche, sobre seguro, no pudiendo defenderse la v�ctima; homicidios perpetrados pues con alevos�a y premeditaci�n, legalmente asesinatos.

 

Por otra parte, quienes decid�an consumar el homicidio de un se�or eclesi�stico eran de sobra conocedores de la improbabilidad de que alguien del linaje de la v�ctima pretendiera despu�s la venganza[210]; factor clave para disuadir a virtuales asesinos, sobre todo de hidalgos. En la Galicia del siglo XV, como no hab�a quien hiciese, ni osase pedir justicia, y gobernaba la ley del m�s fuerte[211], quien comet�a un delito tem�a primordialmente la justicia privada, las represalias de la v�ctima, sus familiares y sus amigos. Pero el derecho de venganza no funcionaba -ni estaba pensado- para los hombres de la Iglesia como para los laicos, aunque s�lo fuera porque las caracter�sticas de la instituci�n eclesial no favorec�an la formaci�n en su interior de bandos familiares y clientelares, m�xime si consideramos el creciente control real, cortesano y castellano de los altos cargos de la Iglesia gallega en la Baja Edad Media[212].

Por �ltimo, est� el dato de la ausencia en la Galicia medieval de una efectiva justicia real -cuando menos hasta 1480-, la �nica en total que pod�a hacer respetar por la fuerza la vida y la hacienda de obispos, can�nigos y abades. Indefensi�n clerical que fue aprovechada primeramente por la nueva nobleza trastamarista para apropiarse por la espada de los bienes eclesi�sticos, con lo cual la fuerza de la Iglesia como poder temporal en Galicia mengu� m�s a�n, facilitando las puntuales y homicidas explosiones de ira vasall�tica que hemos incestigado[213].

 

La pugna nobleza/Iglesia se agudiza a lo largo del siglo XV y est� presente en las revueltas de vasallos contra obispos, abades y can�nigos, que terminan con la muerte del se�or, superponi�ndose a la lucha popular directa contra el dominio se�orial. La participaci�n hidalga en las revueltas urbanas[214] favoreci�, con seguridad, la tendencia a la personalizaci�n de la violencia, la conspiraci�n y el asesinato como soluci�n final[215], y debi� ayudar no poco a atenuar el l�gico miedo de la gente com�n a las consecuencias de cr�menes se�oriales y sacr�legas de eses tenor.

 

���� En los casos de prelados asesinados en revuelta hab�a a�n otra raz�n, que ya hemos analizado anteriormente, para que los autores no temiesen demasiado un posible efecto bumerang: la Iglesia practicaba el perd�n m�s f�cilmente que la aristocracia laica. Las propias dificultades que ten�a la salida represiva, fomentaba la pr�ctica[216] de la excomuni�n, el perd�n y la penitencia de la donaci�n, que ten�a dos ventajas: a) permit�a la sustituci�n de una inaplicable pena de muerte por unas censuras eclesi�sticas, sin por ello quedar mal ni evidenciar demasiado su vulnerabilidad el poder se�orial; b) metamorfoseaba en algo virtuoso (el perd�n era un acto de caridad y de misericordia cristiana) y positivo (la donaci�n econ�mica como penitencia) el hecho en principio negativo -para el prestigio de la Iglesia como autoridad se�orial- de tener que ceder y lavar la grav�sima culpa de unos vasallos desobedientes que asesinan curas.

 

El doble poder de la Iglesia, espiritual y temporal, facultaba pues perdonar sin retraer posiciones, pactar sin perder autoridad, permit�a asumir con la mayor naturalidad -si as� se le puede llamar- actos tan nocivos como las muertes alevosas de obispos, abades y can�nigos. Este doble juego, poder espiritual/poder temporal, hac�a posible echar mano del primero cuando fallaba el segundo: si la fuerza conyunturalmente no val�a, a la Iglesia siempre le quedaba el stock del consenso de que disfrutaba entre la poblaci�n, en todas las clases sociales, como intermediaria entre la Tierra y el Cielo. La tradici�n pacifista de la Iglesia, como doctrina y como praxis, hace el resto, posibilita la traducci�n de sus reservas de consenso moral en salidas pactadas a los graves conflictos sociales en que se ve implicada; indiscutiblemente el asesinato colectivo de se�ores eclesi�sticos es, en este orden, una situaci�n l�mite que pone a prueba mecanismos de resoluci�n de conflictos.

 

Una especie de purgatorio

 

Si las fuentes inspeccionadas son narrativas, hagiogr�ficas y geneal�gicas, la representaci�n de las muertes se�oriales no pasa de una lectura providencialista simple, donde la v�ctima aparece como un santo martirizado o como un pecador castigado por Dios. Ahora bien, en las fuentes judiciales, m�s cercanas a los hechos, la visi�n de los homicidios sin dejar de ser religiosa, adquiere una mayor complejidad y, sobre todo, una mayor operatividad social. Toda esta original soluci�n que intercambia pena de excomuni�n por pena de muerte, absoluci�n por donaci�n, poco o nada interesa al discurso narrativo, impresiona menos la memoria colectiva que las fuertes im�genes maniqueas, pero es del mayor inter�s para el historiador social de las mentalidades: refleja mejor esa realidad imaginaria que busca la negociaci�n, el lugar mental intermedio[217].

 

�������������� Hemos tropezado con la muerte del se�or que m�s all� de manifestarse como obra del diablo o castigo de Dios, representa un lugar m�s o menos intermedio[218] que ubica a la v�ctima entre el m�rtir y el pecador, y a los ejecutores entre Dios y el diablo, �c�mo si no ser�a factible la absoluci�n de cr�menes tan brutalmente sacr�legos?. Situados unos y otros, v�ctimas y autores, en una especie de purgatorio, el obispo Francisco de Orense -m�rtir y pecador- penaba en el Pozo Maim�n anhelando entrar en el Cielo, mientras sus matadores hac�an penitencia de rodillas, ofreciendo sus bienes terrenales a la Iglesia catedral, para ganar as� tambi�n el Para�so. En aquellos tiempos lo terrenal y lo espiritual estaban tan mezclados que los hombres de la Iglesia, cualquiera que fuese su dignidad, �no eran asimismo considerados hombres del siglo para bien y para mal? De ah� que se aceptara -m�s de lo que pueda hoy parecer- que arriesgasen sus vidas en una sociedad militarizada, en la cual no era extra�o defender con las armas los propios intereses[219]. Por otra parte, los que delinquen matando se�ores eclesi�sticos tambi�n eran hombres de Dios, llevados al pecado a veces por los pecados de la v�ctima, no siempre ni solamente por la mano de Satan�s.

 

���� El poder laico impone su predominio social en la Galicia del siglo XV por la fuerza, y eso lo hace en conjunto mucho m�s r�gido que la Iglesia en sus relaciones sociales. Las muertes de se�ores que acabamos de tratar quedan en realidad impunes, o son castigadas de modo no proporcional al delito: un signo en cualquier caso de la crisis general del poder se�orial en la Galicia bajomedieval. La intensificaci�n de la presi�n se�orial provoca un incremento extraordinario de todas las formas de conflictividad antise�orial. En ese contexto, una l�nea fija de confrontaci�n y de represi�n social lleva naturalmente a una p�rdida total del consenso popular. No fu� otro el camino seguido por los nobles laicos, los se�ores de las fortalezas, en la Galicia del siglo XV. �C�mo logr� la Iglesia quedar suficientemente al margen de la quiebra final de la nobleza feudal gallega? Por el amplio margen de maniobra de un poder temporal basado en las mentalidades colectivas m�s que cualquier otro poder feudal, con lo que ello implicaba, seg�n hemos visto, en cuanto a reserva de consenso y a dominio intelectual. Los se�ores eclesi�sticos desarrollaron altamente virtudes intelectuales como la paciencia, la sutileza y la flexibilidad, fruto tambi�n de la experiencia de siglos de usufructo del poder y de cuasi-monopolio de la cultura erudita.

 

Conclusi�n: muertes nobles y muertes innobles

 

Recapitulemos y finalicemos. La tipolog�a de la muerte violenta del se�or en el oto�o de la Edad Media gallega pasa por discernir entre una muerte noble, por degollamiento, de la mano de otro hidalgo (acci�n individual, no siempre p�blica), y una muerte innoble causada por gente popular a golpes de acero, piedras o palos, so pretexto de revuelta (acci�n colectiva, p�blica). En la pr�ctica tiene lugar una simbiosis de estos dos tipos b�sicos de muerte se�orial bajo el predominio de uno de ellos: unas veces -como cuando asesinan a la Condesa de Cami�a- los vasallos que matan a un noble obedeciendo a otro se�or, lo hacen a la manera popular, como un sacrificio ritual; otras vemos a hidalgos participando a modo de conjura en una revuelta popular -el caso del Pozo Maim�n- o a los populares trnsformando un combate militar formal en una muerte ritual -el caso de Sueiro de Marzoa-.

 

En la muerte noble ejecutada por otro noble, pesa ante todo una base legitimadora profana, m�s o menos regulada por leyes y normas de conducta: ejecuci�n de una pena legal, represalia de guerra, derecho de venganza, desaf�o caballeresco. Incluso cuando la gente noble se mata entre s� a la manera plebeya, todo trascurre como un negativo de la muerte p�blica ejecutada con la espada. As� tenemos la muerte vergonzosa por ahorcamiento en vez de por el acero, o la muerte clandestina con su secreta preparaci�n y ejecuci�n, con o sin veneno, indicativas en todo caso de la degradaci�n del modelo caballeresco de morir, que alcanza su cumbre en los homicidios atroces entre familiares nobles.

 

En el segundo supuesto, muerte se�orial en manos de gente com�n, el fundamento legitimador tiende tal vez m�s al providencialismo, v�a que permit�a a los agresores huir de su inculpaci�n como vulgares homicidas, visto que la muerte del se�or en revuelta, coherente como parte de la cultura popular, era injustificable con la legalidad escrita en la mano. La muerte del se�or feudal por sus vasallos est� fuera de la ley, al margen de la cultura escrita y, obviamente, de las costumbres caballerescas, por tanto nada la regula terrenalmente: s�lo Dios que est� por encima de todos repartiendo justicia.

 

La muerte innoble del se�or en una revuelta semeja por tanto m�s un sacrificio ritual (de or�genes pre-cristianas) que una ejecuci�n regulada por la ley y/o la costumbre, entre otras cosas porque estamos ante una muerte no-dicha en lo que respecta a su motivaci�n antise�orial de fondo: los vasallos quieren eliminar f�sicamente al se�or, borrarlo de la faz de la tierra, verdad de perogrullo encubierta por la en ocasiones espesa argumentaci�n justificadora[220]. Nos consta que hacia 1467, en Galicia, la gran mayor�a ya hab�a ca�do en cuenta que la supresi�n del cuerpo del se�or individual no eliminaba en absoluto la dominaci�n se�orial.

 

Nos preguntamos si la muerte popular del se�or no es, por �ltimo, una muerte realmente tolerada, en la lucha social, a finales de la Edad Media, desde el momento que es un delito que se repite, quedando sin castigo las m�s de las veces. La crisis bajomedieval fomenta el uso de las armas en los conflictos por parte de todas las clases sociales, incluso el derecho insurreccional de revuelta; en dicho contexto �no es m�s admisible mental y socialmente que el se�or feudal pueda caer en una confrontaci�n social violenta?

 

Un ejemplo �ste el de la muerte violenta del se�or en la Baja Edad Media, a fin de cuentas, de disfunciones culturales[221] t�picamente medievales: cultura oficial/cultura real, cultura escrita/cultura oral, cultura caballeresca/cultura popular, cultura nobiliar/cultura eclesi�stica. Disfunciones que nos convocan a practicar una historia que ose ir m�s all� de los convencionalismos de nuestra disciplina: al encuentro de los nuevos territorios de la realidad mental y antropol�gica de las sociedades complejas.

 

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���� [1] Ha escrito Charles Moraz� que las violencias colectivas podr�an no ser m�s que un per�odo transitorio de la evoluci�n humana, el precio del tr�nsito de un estado natural prehist�rico a un estado cient�fico posthist�rico, La logique de l'histoire, Par�s, 1967, pp. 41-45.

 

 

���� [2]Wilhelm REICH, La fonction de l'orgasme, Par�s, 1970, pp. 126-127.

cita de Stirn, 32

���� [3] Adolfo SANCHEZ VAZQUEZ, Filosof�a de la praxis, M�xico, 1967, pp. 299ss.

 

���� [4] El problema ecol�gico deriva precisamente de la pr�ctica desaforada de la violencia humana sobreel orden natural.

 

���� [5] Georg LUKACS, Historia y consciencia de clase, Barcelona, 1975, p. 108.

 

���� [6] el funcionamiento de las sociedades reposa sobre el conflicto, la crisis, la irrupci�n de la violencia de los cuerpos con todo lo que provoca de horror, con todo lo que hace nacer como solidaridades y contrasolidaridades, A. FARGE, Violence, Dictionnaire des Sciences Historiques, Par�s, 1986, p. 686.

 

���� [7] Pierre CHAUNU, Guerre et psychologie sociale, L'historien dans tous ses �tats, Par�s, 1986.

 

���� [8] Por no hablar de la violencia horizontal, menos vinculada al conflicto y al cambio social pero de presencia m�s cotidiana.

 

���� [9] La carga ideol�gica de la pol�mica -tan vinculada a la historia inmediata- sobre 1789 y 1917 dificulta la tarea de historiador de separar el grano de la paja, distinguiendo entre la proyecci�n ideol�gica desde el presente, y la posibilidad real, rigurosamente contextualizada, de las alternativas de actuaci�n subjetiva en aquellas �pocas, as� como los efectos que en teor�a se derivar�an de cada una de ellas, lo cual nos conduce a una suerte de historia experimental en v�as de desarrollo (v�ase por ejemplo Daniel S. MILO, Pour une histoire exp�rimentale, ou la gaie histoire, Annales, n� 3, 1990, pp. 717-734).

 

���� [10] Paz e violencia na revolta popular: os irmandi�os e a morte en Ribadavia da condesa de Santa Marta, Primeiras Xornadas de Historia, Ribadavia, 1990.

 

���� [11] En el presente trabajo sobre la muerte del se�or en la Baja Edad Media gallega, verificaremos la relativa normalidad de este tipo de violencia social, resultando en consecuencia una alternativa m�s que evidente para la actuaci�n de los sublevados en 1467.

 

���� [12] Se ha asegurado que en los siglos XI y XII el desbordamiento de la violencia entre se�ores y vasallos dispone de condiciones sociales m�s propicias que en la Baja Edad Media, momento en que los se�ores pueden llamar en su ayuda al aparato coercitivo de Estado, y los vasallos presentarse ante una instancia arbitral para demandar la justicia sin necesidad de levantarse en armas (Robert JACOB, Le meurtre du seigneur dans la soci�t� f�odale. La m�moire, le rite, la fonction, Annales, n� 2, 1990, p. 248); verificamos �sto en el reino de Galicia a partir de 1480, con la llegada de Acu�a y Chinchilla y la fundaci�n de la Audiencia de Galicia, pero hay que a�adir que antes de eso, a lo largo del siglo XV,la violencia social era todav�a mayor que en los tiempos florecientes de Gelm�rez: la conflictividad social derivada de la crisis econ�mica feudal, las contradicciones entre la nobleza medieval y el naciente Estado moderno, potencian la violencia de los bandos y de las clases muy por encima de umbral de la Plena Edad Media.

 

���� [13] En todo caso sujeta a la evoluci�n de la coyuntura social y mental, Carlos BARROS, Mentalidad justiciera de los irmandi�os, siglo XV, Madrid, 1990.

 

���� [14] Alain Guerrau vislumbra la guerra como el principal factor de cohesi�n del sistema feudal, O feudalismo, um horizonte te�rico, Lisboa, s. d., p. 236.

 

���� [15] La guerra es as� un medio de evitar la dispersi�n de las fuerzas sociales y de concentrarlas en un solo lugar, Michel STANESCO, Jeux d'errance du chevalier m�di�val, Leiden, 1988, p. 43.

 

���� [16] Reyna PASTOR, Consenso y violencia en el campesinado feudal, En la Espa�a medieval, V, Madrid, 1986, pp. 731-742.

 

���� [17] En el tr�nsito de la Edad Media a la Edad Moderna el uso privado de la fuerza pasa de factor de �xito y cohesi�n social a ser considerado como un factor socialmente disgregador, generador de una imagen negativa para los obstinados practicantes de una violencia privada, puestos fuera de la ley por un Estado que, en aras de la modernidad, va a recuperar el monopolio oficial de la violencia.

 

���� [18] La coacci�n feudal act�a extra-econ�micamente, pero tambi�n el consenso feudal es en buena medida extra-econ�mico; a diferencia de lo que acontece con los trabajadores asalariados, una gran parte de los vasallos medievales pueden sobrevivir materialmente, y a�n mejorar su situaci�n, sin el concurso econ�mico del se�or de quien dependen, en este sentido la voluntariedad de los tributos jurisdiccionales queda al margen de las leyes de la econom�a en su sentido m�s estricto de producci�n de bienes materiales, Carlos BARROS, Vivir sin se�ores. La conciencia antise�orial en la Baja Edad Media gallega, Congreso Se�or�o y feudalismo en la Pen�nsula Ib�rica (ss. XII-XIX), Zaragoza, 11-14 de diciembre de 1989.

 

���� [19] Los trabajadores han de mantener a los defensores que garantizan la protecci�n militar y tambi�n a los oradores que aseguran la protecci�n divina; la funci�n religiosa es a su vez una relaci�n de poder -llegado el caso la Iglesia amenaza con la excomuni�n y las penas del infierno para obtener la obediencia y el pago de las rentas-, si bien los eclesi�sticos moderan la pr�ctica de la violencia en comparaci�n con los caballeros: la Iglesia es el �nico contrapeso eficaz a la l�gica tribal y guerrera que articulaba la aristocracia feudal, asevera Alain Guerreau, O feudalimo, um horizonte te�rico, Lisboa, s. d., p. 250.

 

���� [20] La violencia interindividual marca hasta tal punto a la clase nobiliar que los delitos contra las personas aparecen en las acusaciones criminales como una especialidad de los se�ores y de sus servidores, mientras que el robo caracteriza m�s al delincuente com�n, Carlos BARROS, Mentalidad justiciera, pp. 137-138; sobre esta dedicaci�n de los malhechores comunes al robo m�s que a los ataques violentos contra las personas, v�ase tambi�n Michael MULLET, La cultura popular en la Baja Edad Media, Barcelona, 1990, p. 78.

 

���� [21] As�, Espa�a fue de 711 a 1492 una sociedad en combate permanente. La clase que combate se adjudic�, naturalmente, el primer puesto. La gran nobleza lleg� a ser m�s poderosa que en otras partes; y la peque�a nobleza m�s numerosa, Pierre VILAR, Historia de Espa�a, Par�s, 1975, p. 18.

 

���� [22] Norbert ELIAS, El proceso de civilizaci�n. Investigaciones sociogen�ticas y psicogen�ticas, Madrid, 1987, pp. 229, 476.

 

���� [23] Carlos BARROS, Mentalidad justiciera, pp. 64-79: Paz e violencia na revolta popular: os irmandi�os e a morte en Ribadavia da condesa de Santa Marta, Primeiras Xornadas de Historia, Ribadavia, 1990.

 

���� [24] El atraso y la escasez de los medios de producci�n y subsistencia constituyen el trasfondo econ�mico que coadyuva a la particular intensidad de la violencia legal en la sociedad medieval.

 

���� [25] De ah� que las corrientes pacifistas medievales asuman enseguida un sentido subversivo, especialmente cuando conectan o brotan con la cultura oral y la revuelta social.

 

���� [26] Dudamos de la conveniencia de seguir llamando guerras a los levantamientos armados campesinos y populares, medievales y modernos (guerras irmandi�as, guerra de los campesinos de Alemania, etc.), conflictos militares verticales provocados por revueltas sociales que, al menos en el caso que mejor conocemos (la revuelta irmandi�a de Galicia), recogen entre sus motivaciones principales notorias actitudes anti-guerra y pacifistas notables.

 

���� [27] Por algo el servicio militar era un derecho jurisdiccional del vasallo hacia su se�or.

 

���� [28] La base material de las alineaciones verticales feudales, que se entrelaza con la base econ�mica de la distribuci�n clasista, est� en la defensa de unas comunescondiciones de producci�n delimitadas por marcos de convivencia y relaci�n social como la familia, el se�or�o, la ciudad y el reino; v�ase al respecto Carlos BARROS, A base material e hist�rica da naci�n en Marx e Engels, Dende Galicia: Marx, A Coru�a, 1985.

 

���� [29] La violencia end�mica practicada por la aristocracia en su competencia incesante por la riqueza, el poder y el prestigio engendra una inestabilidad social que contrarresta la tendencia conservadora a la estabilidad del patrimonio y de la reputaci�n, Michael MULLET, La cultura popular en la Baja Edad Media, pp. 70-71.

 

���� [30] Por ejemplo, en 1474, uno de los se�ores importantes del reino de Galicia, G�mez P�rez das Mari�as, hace testamento especificando los bienes que deja -tierras, dinero, joyas, armas, caballos y vasallos-m�s -a�ade- los que ganare desde aqu� adelante, publica Cesar VAAMONDE LORES, G�mez P�rez das Mari�as y sus descendientes, La Coru�a, 1917, p. 31; esta ans�a por incrementar la fortuna de la familia pod�a ocultar un temor a la extinci�n, que para algunos supuso el precio de la movilidad social, Michael MULLET, loc. cit.

 

���� [31] Rafael Narbona (Violencias feudales en la ciudad de Valencia, Revista d'hist�ria medieval, 1, 1990, pp. 84-86) se hace acertadamente la siguiente pregunta: �por qu� si la violencia de la nobleza es un fen�meno estructural a lo largo de toda la Edad Media, solamente en los siglos bajomedievales se generaliza la identificaci�n nobles-malhechores?; la sociedad trata de malhechores al conjunto de los nobles en los siglos XIV y XV -el caso gallego es claro- porque pocos son los se�ores que no practican abiertamente la violencia, pero no debemos dejar ah� la explicaci�n, resultar�a insuficiente: lo que nos ense�a la historia social de las mentalidades es que la conducta nobiliar violenta resulta soberbiamente agrandada en el imaginario de la �poca a causa de la transmutaci�n de los caballeros de defensores en agresores; la sociedad feudal deposita la fuerza en las manos de la caballer�a, pero se trata de una fuerza consensuada al servicio te�rico de los vasallos, del pueblo, de la Iglesia, de la tierra, del reino, y cuando se invierte su orientaci�n la representaci�n social de los se�ores cambia tambi�n radicalmente.

 

���� [32] La percepci�n popular de la anarqu�a nobiliar del siglo XV en Galicia se resume en el dicho el que m�s pod�a, m�s ten�a y m�s hac�a, y en una sensaci�n aguda de inseguridad colectiva, Carlos BARROS, Mentalidad justiciera, pp. 70, 75.

 

���� [33] Veamos por ejemplo el relato que hacen, en 1493, unos monjes de la usurpaci�n de su coto por parte del Conde de Monterrey, Sancho de Ulloa: su posesyon avia seydo e era for�osa e biolenta, clandestyna e precaria por respecto de los dichos sus partes e por ser grandes cavalleros e personas poderosas en el dicho reyno de Gallisia e por los dichos sus partes personas religiosas epobres, los quales non lo podian restytuyr nin defender nin lo osavan pedir por justi��a nin en aquellos tiempos la avia (...) porque algunos priores del dicho monasterio se avian puesto en demandar el dicho coto, los antecesores del dicho conde los avian mandado matar e avian fuydo del dicho monasterio, e aunque no avian osado parar en el dicho reyno de Gallisia, publica Jos� Luis NOVO CAZON, El priorato santiaguista de Vilar de Donas en la Edad Media (1194-1500), La Coru�a, 1986, p. 474.

 

���� [34] V�ase Carlos BARROS, Vivir sin se�ores. La conciencia antise�orial en la Baja Edad Media gallega, loc. cit.

 

���� [35] Norbert ELIAS, El proceso de la civilizaci�n. Investigaciones sociogen�ticas y psicogen�ticas, Madrid, 1987, pp. 229-242.

 

���� [36] la crueldad, la alegr�a producida por la destrucci�n y los sufrimientos ajenos, as� como la afirmaci�n de la superioridad f�sica, �dem, p. 231.

 

���� [37] �dem, p. 231; la propia guerra era todo un espect�culo, un juego con reglas (te�ricas) no muy distintas de las que reg�an en torneos y cacer�as, Philippe CONTAMINE, La guerra en la Edad Media, Barcelona, 1984, p. 387; Johan HUIZINGA, El oto�o de la Edad Media, Madrid, 1981, p. 335; la violencia de la guerra como fiesta se percibe cuando Pedro Madruga, llegando tarde a una batalla, grita a los caballeros amigos que est�n esper�ndole: Parientes y amigos: atales bodas como aquestas no era ra��n se hiciesen sin m�; vayamos a ellas y sea presto, Vasco de APONTE, Recuento de las Casas Antiguas del Reino de Galicia, Santiago de Compostela, 1985, p. 228.

 

���� [38] Acerca del sentido l�dico, y el �ntimo placer que producen las armas, de la funci�n caballeresca medieval, Michel STANESCO, Jeux d'errance du chevalier m�di�val, Leiden, 1988.

 

���� [39] �dem, p. 238.

 

���� [40] �dem, pp. 241-242; v�ase asimismo, Johan HUIZINGA, El oto�o de la Edad Media, Madrid, 1981 (3� ed.), p. 35.

 

���� [41]Michel Foucault data a comienzos del siglo XIX la desaparici�n plena y legal de los suplicios p�blicos, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisi�n, Madrid, 1990, pp. 21-22.

 

���� [42] La gran matanza de los gatos y otros episodios de la cultura francesa, M�xico, 1987, p. 83.

 

���� [43] Perry ANDERSON, El Estado absolutista, Madrid, 1979, pp. 26-27.

 

���� [44] El estilo de vida reforzaba, desde un punto de vista biol�gico, la excitabilidad medieval por lo defectuoso del r�gimen alimenticio, la falta de higiene f�sica, los excesos en la bebida y en el consumo de carne (entre los guerreros), etc., Robert FOSSIER, Histoire sociale de l'occident m�di�val, Par�s, 1970, p. 136

 

���� [45] Sobre violencia y modelo caballeresco, v�ase Salustiano MORETA, Malhechores-feudales. Violencia, antagonismos y alianzas de clases en Castilla, siglos XIII-XIV, Madrid, 1978; Carlos BARROS, C�mo vive el modelo caballeresco la hidalgu�a gallega bajomedieval: los Pazos de Prob�n, I Coloquio de Historia Medieval Galicia en la Edad Media, Galicia, 14-17 de julio de 1987 (en la prensa); Rafael NARBONA, Violencias feudales en la ciudad de Valencia, Revista d'hist�ria medieval, I, 1990, pp. 59-86.

 

���� [46] Norbert ELIAS, op. cit., pp. 482-499.

 

���� [47] Michael MULLET, La cultura popular en la Baja Edad Media, p. 73.

 

���� [48] Carlos BARROS, Rito y violaci�n: derecho de pernada en la Baja Edad Media, Primeras Jornadas de Historia de las Mujeres, Luj�n 28-29 de agosto de 1991.

 

���� [49] Forman parte de la ideolog�a dominante, y -lo que es m�s importante- de la mentalidad dominante; v�ase, por ejemplo, el rol del honor en la violencia popular en Robert MUCHEMBLED, La violence au village. Sociabilit� et comportements populaires en Artois du XVe au XVIIe si�cle, B�lgica, 1989, pp. 43-45.

 

���� [50] Merecedora de castigo como trasgresi�n, m�s que por el uso en s� mismo de la fuerza f�sica, consider�ndose la pena seg�n el delito y sus circunstancias, la categor�a social del agresor y/o de la v�ctima.

 

���� [51] Justamente Huizinga ha se�alado que fue el final de la Edad Media una �poca de floreciemento embriagador de una justicia minuciosa y cruel, loc. cit.; veremos ejemplos de esto m�s adelante, al reproducir el relato de sentencias de muerte, precedidas de torturas, dictadas contra caballeros y otros malhechores, le�das y ejecutadas en p�blico.

 

���� [52] Jos� de AZEVEDO FERREIRA, Afonso X. Fuero Real, Braga, 1982, pp. 185-186; v�ase tambi�n Partidas VII, 8, 3; la venganza privada es un buen ejemplo de actos que para la cultura de elite de la modernidad son cr�menes y que para la cultura letrada medieval, sin embargo, son sucesos legales.

 

���� [53] V�ase M. M. DAVY, Le th�me de la vengeance au Moyen Age, La vengeance, IV, Par�s, 1980-1984, pp. 125-135; Michael MULLET, La cultura popular en la Baja Edad Media, pp. 54-55; J.-P. BARRAQU�, Le contr�le des conflits � Saragosse (XIVe-d�but du XVe si�cle), Revue Historique, n� 565, 1988, pp. 44-45.

 

���� [54] La m�s usual es la que ejercen los se�ores para que los campesinos paguen las rentas jurisdiccionales; veamos, por ejemplo, como los labradores denuncian la violencia empleada por la abad�a de Celanova -y tambi�n el Conde de Benavente- al objeto de que pagasen por raz�n de vasallaje tocinos y diez blancas de pan y vino: vira britar as portas por los tou�i�os et por las des brancas (...) trag�an fou�es e machados por elo (...) fer�an e mataban por eles (...) o abade don Juan que pinoraba aqueles que lle non quer�an trajer os touci�os de servi�io, e que quebrantaban as portas e tomaban as prendas aqueles que eran reve�s, publica Xes�s FERRO COUSELO, A vida e a fala dos devanceiros. Selecci�n de documentos en gallego de los siglos XIII al XVI, I, Vigo, 1967, pp. 162, 166, 171; despu�s de las violencias dicen los testigos que el monasterio cobr� pa�ificamente dicho tributo de vasallaje; la toma de prendas por impago de rentas (o de pr�stamos), es un tipo de represalia que est� muy generalizada (el ayuntamiento de Orense tambi�n la practica contra labradores), como suerte de aplicaci�n a las relaciones sociales de la leg�tima venganza caballeresca, v�ase Carlos BARROS, La mentalidad justiciera de los irmandi�os, Vigo, 1988, pp. 160-163.

 

���� [55] En una historia del monasterio de San Vicente do Pino (Monforte), escrita en 1613 en base a -seg�n parece- escrituras, se narra un episodio, a modo de tradici�n legendaria, que refleja bien como hab�a arraigado en la memoria colectiva la violencia se�orial del siglo XV:Beatriz de Castro, se�ora de Lemos, agraviaba a los vasallos y al monasterio, cuando un tal Lucas Ferreiro, en nombre de los campesinos del coto de Doade y de los propios monjes, organiza la defensa legal contra dicha se�ora, entonces �sta mand� que se le cortase una pierna (que estuvo seg�n testigos -dice el monje escriba, denunciando la oralidad de sus fuentes- 20 � 21 a�os colgada en la puerta de la villa), lo que no fue �bice para que el obstinado Lucas compareciera sostenido por muletas ante la Audiencia gritando e implorando in�tilmente justicia; al final la condesa ech� al vasallo rebelde en el suetano del castillo de Castro Caldelas, donde muri�; publica Bolet�n de la Comisi�n de Monumentos de Lugo, III, 1947, pp. 119-120.

 

���� [56] Esta precisi�n de que la aceptaci�n obediente de la coerci�n se�orial obliga a todos los habitantes en el �mbito del se�or�o, generaliza significativamente el r�gimen de fuerza propio de la dependencia servil a todos los vasallos juridiscionales.

 

���� [57] Jos� de AZEVEDO, ed. cit., p. 188.

 

���� [58] La diferenciaci�n social consiste en la educaci�n temprana, sistem�tica y profesional de los hijos de los caballeros con el objetivo de que lleguen a ser los m�s fuertes, y ratifiquen pr�cticamente su elecci�n -geneal�gica- para dirigir la comunidad.

 

���� [59] Robert MUCHEMBLED, op. cit., pp. 221ss; Jean-Pierre LEGUAY, La rue au Moyen Age, Rennes, 1984, pp. 160, 212-217.

 

���� [60] Rodney HILTON, Siervos liberados. Los movimientos campesinos medievales y el levantamiento ingl�s de 1381, Madrid, 1984, p. 131; Carlos BARROS, Mentalidad justiciera, p. 211.

 

���� [61] Sin cierta coerci�n, m�s o menos asumida y/o consensuada por las partes implicadas, mal se puede salvaguardar la unidad de los marcos de relaci�n y reproducci�n (familia, concejo, se�or�o, reino) en las sociedades hist�ricas.

���� [62] Violencia ordinaria y privada entre vecinos, J.-P. BARRAQU�, Le contr�le des conflits � Saragosse (XIVe-d�but du XVe si�cle), Revue Historique, n� 565, 1988, pp. 41-50; violencia de bandos entre artesanos urbanos, Rafael NARBONA VIZCAINO, Malhechores, violencia y justicia criminal en la Valencia bajomedieval, Valencia, 1990, pp. 108-120.

 

���� [63] Jean-Pierre LEGUAY, La rue au Moyen Age, pp. 155-163; Michael MULLET, La cultura popular en la Baja Edad Media, p. 177.

 

���� [64] Con todo, en la pr�ctica judicial medieval exist�a cierta distinci�n entre justicia privada, que permanec�a al margen de los jueces como las venganzas o conclu�a en tribunales arbitrales (J.-P. BARRAQU�, op. cit., pp. 46-47), y justicia p�blica, que se aplicaba sobre todo a los delincuentes marginales o, excepcionalmente, se�oriales (Carlos BARROS, Mentalidad justiciera, pp. 34-36); es decir, violencia tolerada y violencia castigada; la tolerancia hacia la violencia desaparece cuando la sobredimensi�n de �sta y los nuevos tiempos lo exigen.

 

���� [65] Teresa-Maria VINYOLES I VIDAL, La viol�ncia marginal a les ciutats medievals. (Exemples a la Barcelona dels volts del 1400), Revista d'hist�ria medieval, 1, 1990, pp. 155-177; Rafael NARBONA, Malhechores, violencia y justicia ciudadana en la Valencia bajomedieval, Valencia, 1990, pp. 127-144.

 

���� [66] Carlos BARROS, Mentalidad justiciera, pp. 190-192.

 

���� [67] 1537, Informaci�n sobre la muerte de Gregorio de Valladares (copia), Biblioteca del Museo de Pontevedra, Colecci�n Sampedro, caja 81.

 

���� [68] La eficacia, y consecuentemente la fama p�blica, de Pedro Alvarez de Sotomayor en las batallas de la �poca, ven�a de su presteza en poner en pr�ctica mejor que nadie -o sea, anticip�ndose- el derecho de venganza; muy probablemente el apelativo Madruga ten�a el significado que se desprende del siguiente refr�n (1453): a quien te quiere matar madruga y m�talo, Cr�nica de Alvaro de Luna, Madrid, 1940, p. 359; que pasando el tiempo Lope de Vega reproduce en el tercer acto de La Reina Juana de N�poles: Si te quisiera matar/ alg�n enemigo fiero/ madruga y mata primero, cit. en Marquesa de AYERBE, El Castillo del Marqu�s deMos en Sotomayor, 1905, p. 57.

���� [69] Publica Benito F. ALONSO, El Castillo de Miraflores, Bolet�n de la Comisi�n de Monumentos de Orense, VI, n� 129, 1919, p. 162.

 

���� [70] Conforme se difunde y idealiza menos se corresponde la pr�ctica caballeresca con el modelo de referencia.

 

���� [71] Carlos BARROS, Mentalidad justiciera, pp. 198-190.

 

���� [72] Marc BLOCH, La sociedad feudal, Madrid, 1986, p. 241; Rafael NARBONA, Violencias feudales en la ciudad de Valencia, Revista d'Hist�ria Medieval, n� 1, Valencia, 1990, p. 78; Carlos BARROS, C�mo vive el modelo caballeresco la hidalgu�a gallega bajomedieval: los Pazos de Prob�n, Galicia en la Edad Media, Madrid, 1990, pp. 236, 242-243; la larga vida en la tradici�n oral de la representaci�n delhorcamientocomo una muerte ignominiosa para un caballero, queda patente en aquel romance en que Don Bernardo libera a su primo el Conde, condenado por el rey a la muerte infamante por encintar a una adolescente: di� una patada a la horca/ y al suelo se l'ha bajado; una bofetada al verdugo/ que se qued� desmayado; y la gente qu'all� hab�a/ toda quedaba temblando./ Toma, mi primo, esta espada/ defi�ndela com' hombre honrado, que tu eres de mi sangre/ y no has de morir horcado, Alfonso HERVELLA COUREL, Romances populares gallegos recogidos de la tradici�n oral, Biblioteca del Museo de Pontevedra, Colecci�n Sampedro, caja 51-56, fol. 4.

���� [73] La primera justificaci�n medieval, mencionada supra, de la violencia humana era que hab�a que ganar la vida dome�ando la naturaleza, matando las animalias bravas (Partidas II, 20, 7); invertir los t�rminos, y hacer que los animales salvajes maten al reo ten�a el simb�lico sentido de su deshumanizaci�n, coloc�ndolo en la escala social de valores m�s abajo que los propios animales...

 

���� [74] La normal ausencia de testigos e im�genes reales de estas muertes produce un mayor componente imaginario -en el sentido de realidad inventada- en la transmisi�n oral.

 

���� [75] Ruy VAZQUEZ, Cr�nica de Santa Mar�a de Iria, Santiago, 1951, pp. 44-45.

 

���� [76] Algunos a�os despu�s, en 1467, Pedro Osorio, hijo del Conde de Trat�mara (con la ayuda de su hermano el Marqu�s de Astorga), pone su espada al servicio de la Santa Irmandade contra el susodicho Conde de Lemos y el arzobispo de Santiago, un Fonseca sobrino de aqu�l que hab�a echado de Galicia, junto con el Conde, a su difunto padreLujan: ver relaci�n con pernada y cadena de represalias a partir de Alvaro de Luna.

 

���� [77] La triple clandestinidad que rodea a la muerte por envenenamiento, que afecta (1) al desconocimiento de los promotores, los ejecutores y las motivaciones, (2) al medio material utilizado y (3) a las circunstancias de tiempo y/o lugar, se traduce en una est�tica negativa, oscura, de una violencia no ejemplar suscitadora de una fuerte descalificaci�n moral; el adjetivo fusquenlla aplicado por los contrarios populares a la hermandad gallega de 1467 persegu�a el mismo objetivo de impugnaci�n �tica, v�ase Carlos BARROS, Mentalidad y revuelta en la Galicia irmandi�a: favorables y contrarios, Santiago, 1989, pp. 183-236.

 

���� [78] 1480, Informaci�n de hidalgu�a de los hijos de Pedro L�pez de Marceo, publica Xes�s FERRO COUSELO, Bolet�n del Museo Arqueol�gico Provincial de Orense, VI, 1950-51, pp. 111-121.

 

���� [79] Sobre la conflictividad en el seno de las familias nobles, Isabel BECEIRO, Ricardo CORDOBA, Parentesco, poder y mentaldidad. La nobleza castellana, siglos XII-XV, Madrid, 1990, pp. 363-371.

 

���� [80] De forma que, a finales de la Edad Media, no siempre se puede afirmar que la familia y el clan parec�an el refugio m�s seguro para los individuos, Michael MULLET, La cultura popular en la Baja Edad Media, p. 145.

 

���� [81] Sigue el cronista: Este se refugi� en Portugal en casa del Duque de Braganza, pero al mes fue muerto a estocadas por algunos de los criados del Duque, Mauricio CARBAJO, Historia de Sobrado (1772), copia conservada en la Biblioteca Penzol de Vigo, Familia L�pez Ferreiro, caja 36/2; casi siempre que hallamos el relato de una muerte innoble, se siente el narrador en la obligaci�n de contar c�mo el matador fu� despu�s castigado tambi�n con la muerte, evidentemente por mandato divino.

 

���� [82] Vasco de APONTE, Recuento de las Casas Antiguas del Reino de Galicia (1530-5), Santiago, 1986, pp. 191, 202; ciertamente no es un caso de homicidio, pero no es descabellado pensar que algo tendr�a que ver el Conde con el suicidio de su esposa cuando un sentimiento de culpa le arrastra a tanta contricci�n.

 

���� [83] �dem, p. 179.

 

���� [84] Ya Alvaro de Sotomayor se hab�a enfrentado a su padre Pedro Madruga por causa del patrimonio familiar, siendo amenazado por �ste -espet�ndole que lle quebrar�a un pau em a caveza-; Pedro Madruga deshereda al final en su testamento (1486) a su hijo Alvaro por haber sido desobediente, haberse levantado contra �l, haberle tomado la fortaleza e casa de Sotomayor, ser causa del desfallecimiento de sus estados, apocamiento de su vida y causa de su muerte, publica Marquesa de AYERBE, op. cit., pp. 70-71; en ese ambiente de violencia paternofilial se cri� el Pedro de Sotomayor que de mayor orden� matar a su madre In�s Enr�quez.

 

���� [85] �dem, pp. 265-267.

 

���� [86] Publica Pablo PEREZ CONSTANTI, Colecci�n de documentos hist�ricos del Bolet�n de la Real Academia Gallega, I, La Coru�a, 1915, pp. 125-133.

 

���� [87] �dem, p. 130.

 

���� [88] �dem, pp. 127, 129.

 

���� [89] La fama de Ronquillo como juez duro deviene m�s tarde leyenda a causa de su papel en la represi�n de las Comunidades de Castilla; en 1520, estando al frente del ej�rcito real que cerc� Segovia, es acusado por los comuneros con estas palabras: Y un mal hombre llamado el alcalde Ronquillo, con aqu�l ej�rcito hizo muy gran guerra a la ciudad, ahorcando y cortando pies y manos a los que de ella sal�an, aunque no tuviesenculpa, Prudencio de SANDOVAL, Historia de la vida y hechos del emperador Carlos V, I, BAE n� 80, Madrid, 1955, pp. 238-239, 335-336, 449; en 1526, tortura y ejecuta en el castillo de Simancas al obispo de Zamora, por comunero, despu�s de que intentara huir de su prisi�n; Ronquillo es absuelto -junto con el verdugo- al a�o siguiente por matar a dicho obispo rebelde, pero la tradici�n popular y erudita (ZORRILLA, El alcalde Ronquillo o el diablo en Valladolid) no lo perdon� tan f�cilmente, Joseph PEREZ, La revoluci�n de las Comunidades de Castilla (1520-1521), Madrid, 1977, pp. 632-633.

 

���� [90] Se trata de una tendencia habitual de escribanos y jueces que reflejan as� sus propias emociones l�dicas, adem�s de lo fundamental: una ejemplaridad justiciera y punitiva cimentada en el poder disuasivo de la violencia.

 

���� [91] Aqu� se muestra la ineficacia del acero, en comparaci�n con el veneno, como instrumento para una muerte clandestina; el veneno ofrece en principio unos resultados m�s seguros e invisibles, que quiz�s tampoco se desean, se busca probablemente la muerte semip�blica que al final se produce.

 

���� [92] �dem, pp. 126-127.

 

���� [93] Sin la resistencia material del cuerpo, �c�mo la fuerza puede hacer valer su victoria?

 

���� [94] Al matar a su gata preferida los obreros violaron simb�licamente a la patrona, dice Darnton en La gran matanza de los gatos (M�xico, 1987, pp. 102-103); violaci�n simb�lica, incosciente en gran medida, todav�a m�s clara si cabe en el caso que nos ocupa.

 

���� [95] Michel FOUCAULT, Vigilar y castigar, Madrid, 1990, pp. 11-74.

 

���� [96] El espect�culo del cuerpo supliciado sublima tambi�n tensiones psicol�gicas y sociales, incluso divirtiendo, de los espectadores populares y no populares; esta visi�n extramuros del poder es continuamente olvidada por Foucault (m�s atento al poder como coerci�n que como consenso), en cambio ha sido se�alada seg�n ya hemos expuesto por Norbert Elias, qui�n ten�a por principal campo del an�lisis la sociedad civil.

 

���� [97] Michel FOUCAULT, Sobre la justicia popular, Microf�sica del poder, Madrid, 1978, pp. 48-49.

 

���� [98] �dem, pp. 128-129.

 

���� [99] La superioridad del poder establecido se muestra en la finura y la precisi�n del ritual teatralizado de la pena de muerte frente a la chapucera y clandestina ejecuci�n de los alevosos asesinos, que mantienen vivo y multiplican los golpes contra el cuerpo atormentado de la v�ctima porque, dicen ellos, no son capaces de darle muerte; tambi�n en �sto: cultura erudita versus cultura popular.

 

���� [100] Los aspectos no clandestinos del asesinato de la condesa, el uso del acero y el segundo asalto en la casa del cura, y el dejar el cuerpo insepulto, �no pretenden tambi�n de alg�n modo el �xito de la muerte p�blica?

 

���� [101] Una prueba m�s del poco cr�dito �tico de los caballeros gallegos a comienzos de la Edad Moderna.

 

���� [102] En septiembre de 1531, un a�o despu�s de ser nombrado gobernador de Galicia, el infante Juan de Granada escribe, junto con los alcaldes mayores, a Carlos V recordando al Rey la condena a muerte -evidentemente la pena capital de 1518 hab�a quedado sin aplicar- y privaci�n de bienes -salvo la fortaleza de Sotomayor que hab�a quedado para su mujer- por el asesinato de su madre, acusando ahora a Pedro de Sotomayor de haber falsificado documentos: pare�iendonos ser cosa conveniente y necesaria hacerllo saber a vuestra magestad ansi por la calidad de la cosa y las personas a quien toca como por lo que todos en este Reyno dizen y comunmente platican que un hombre tan fa�inero y malo y en tantos generos de maldades quede sin puni�i�n y castigo; denuncian a continuaci�n que el de Sotomayor estaba en Italia, sirviendo en el ej�rcito de su cu�ado el Conde de Altamira, rumore�ndose -dicen los oficiales reales- que Don Pedro estaba all� con el permiso del Rey, lo que sutilmente desmienten para terminar demandando apoyo real para que se haga justicia y se castigue a tan insignes malhechores (incluyen al Conde de Altamira, uno de los beneficiarios de las falsificaciones), publica C�sar VAAMONDE LORES, G�mez P�rez das Mari�as y sus descendientes (Apuntes hist�ricos y geneal�gicos), La Coru�a, 1917, pp. 138-139; en febrero de 1532, dos nuevas cartas de los alcaldes mayores a Carlos V dando cuenta del estado de la pesquisa y pidiendo de nuevo castigo para el de Sotomayor y para el Conde de Altamira, Galicia Diplom�tica, I, n� 28, 1883, p. 199.

 

���� [103] Memorial ajustado del pleito Teresa de Sotomayor/Garc�a Sarmiento, Biblioteca del Museo de Pontevedra, Colecci�n Solla, caja 60, fol. 59.

 

���� [104] En la copia del nobiliario de Aponte que se conserva en el Archivo Municipal de La Coru�a, aparece una nota de comienzos del siglo XVII que dice as�: Este Dn. Pedro fue muerto en la villa de Bayona, y confiscada la Casa en que el estaba en dicha Villa, se mand� que nadie la Viviese, y a costa de sus hacienda y de Orden del Rey se tapearon sus puertas, y se puso sobre la pared una Estatua de piedra con cierto r�tulo (...) La estatua era una figura de hombre con un Cuchillo puesto en la garganta y el letrero de la otra piedra la sentencia que Contra el se havia pronunciado; prueba de que la sentencia de 1532 qued� grabada en la memoria colectiva, si bien mezclada con el mal recuerdo del otro Pedro, Pedro Madruga, el Conde de Cami�a, pues la nota confunde con seguridad nieto con abuelo al decir que siempre Bayona fue del Rey, como lo era antes que este la tiranizase, Vasco de APONTE, Recuento de las Casas antiguas del Reino de Galicia, p. 267.

 

���� [105] Su traspaso a manos de su esposa hab�a resultado. por lo que se ve, una formalidad.

 

���� [106] �dem, fol. 60-61; Vasco de APONTE, Relaci�n de las Casas antiguas del Reino de Galicia, pp. 110, 266.

 

���� [107] Algunos casos acontecidos en el reinado de Juan II: en 1422, el rey hace degollar en Valladolid al caballero Juan Garc�a de Guadalajara por falsificar documentos, seg�n confes� en el tormento, y, en 1440, ajusticia de la misma forma a Sancho de Reynoso por asaltar y prender a otro caballero, que adem�s era su padrastro, respondiendo el rey a quienes interced�an por el caballero malhechor que no pod�a fallescer � la justicia, pues que de Dios lo era encomendada, Cr�nica de Juan II, BAE n� 68, Madrid, 1953, pp. 419, 445, 568-569.

 

���� [108] Dice el preg�n que proclama la ejecuci�n: Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro Se�or � este cruel tirano � usurpador de la corona real: en pena de sus maldades m�ndale degollar por ello, Cr�nica de Juan II, BAE n� 68, Madrid, 1953, p. 683.

 

���� [109] Rui de PINA, Cr�nicas, Porto, 1977, pp. 917-924; Garc�a de RESENDE, Cr�nica de Don Jo�o II, Lisboa, 1973, pp. 69-70Verissimo, Hist de POrt, II, 106, 359; tuvo la ejecuci�n sumaria de tan importante noble portugu�s un eco l�gico en el lado oriental de la frontera, v�ase Fernando de PULGAR, Cr�nica de los Reyes Cat�licos, BAE n� 70, 406-407.

 

���� [110] Publica Xes�s FERRO COUSELO, A vida e a fala dos devanceiros. Selecci�n de documentos en gallego de los siglos XIII al XVI, I, Vigo, 1967, pp. 46-47; en julio de 1291 estuvo Sancho IV en Orense y Santiago, Antonio LOPEZ FERREIRO, Historia de la S. A. M. Iglesia de Santiago de Compostela, V, p. 258, ap�ndice doc. XLVI; Doroteo CALONGE, Los tres conventos de San Francisco de Orense, Osera, 1949, p. 104.

 

���� [111] Xes�s FERRO COUSELO, op. cit., pp. 80-82.

 

���� [112] Pedro LOPEZ DE AYALA, Cr�nica de Don Pedro, BAE n� 66, p. 544; Fern�o LOPES, Cr�nica de Dom Pedro I, Porto, 1984, p. 184; Antonio NEIRA DE MOSQUERA, Monograf�as de Santiago, Santiago, 1950, pp. 207-217; Eladio LEIROS, El asesinato del arzobispo Don Suero, Bolet�n de la Real Academia Gallega, tomo XXIV, 1944; Angel RODRIGUEZ GONZALEZ, Pedro I de Castilla y Galicia, Bolet�n de la Universidad Compostelana, n� 64, 1956, pp. 269-270.

 

���� [113] Vasco de APONTE, Relaci�n..., pp. 101-102.

 

���� [114] Diego ENRIQUEZ DEL CASTILLO, Cr�nica de Enrique IV, BAE n� 70, p. 111.

 

���� [115] Fernado de PULGAR, Cr�nica de los Reyes Cat�licos, BAE n� 70, p. 357; el degollamiento en Mondo�edo de Pedro Pardo de Cela dio pie a una tradici�n oral a su favor, que fue retomada mucho despu�s, con m�s buena fe que rigor, por las historiograf�as rom�ntica y nacionalista gallegas.

 

���� [116] Vasco de APONTE, Relaci�n..., p. 201.

 

���� [117] Robert JACOB, Le meurtre du seigneur dans la soci�t� f�odale. La m�moire, le rite, la fonction, Annales, n� 2, 1990, p. 250; para el ejecutor colectivo el crimen se�orial no era por supuesto tal crimen, sino un acto de justicia, la cura de una enfermedad s�, pero la patolog�a estaba en el comportamiento maligno del se�or culpado, y castigado, no en el hecho homicida.

 

���� [118] Eran castigados con la muerte los sirvientes que no socorriesen a su se�or, y a su mujer y a sus hijos; deb�an incluso sacrificar sus vidas vasallas por los se�ores: amparandoloscon las manos, o con armas, o poniendose en medio de aquellos que los quieren matar, Partidas VII, 8, 16.

 

���� [119] En 1435, una encuesta oral realizada para determinar los l�mites del alfoz de Allariz, consta como referencia geogr�fica: por donde mataron a gudistes fernandes, Documentos del Archivo de la Catedral de Orense, I, Orense, 1923, p. 419; sin duda, la categor�a social de la v�ctima y la motivaci�n justiciera de su muerte, habr�an de grabar a�n m�s hondo en la memoria colectiva las muertes se�oriales en revueltas.

 

���� [120] Una limitaci�n remarcable del art�culo de Robert Jacob es que recurre exclusivamente a las fuentes narrativas, eclesi�sticas y nobiliarias, lo que obstaculiza la posibilidad de contemplar la muerte colectiva del se�or desde el punto de vista de sus ejecutores.

 

���� [121] Subjetivamente, aclara Le Bon, cre�an sus actores estar realizando una acto meritorio y cumpliendo un deber.

 

���� [122] Gustavo LE BON, Psicolog�a de las multitudes, Buenos Aires, 1978, pp. 172-186.

 

���� [123] Cuando les preguntaban porqu� hac�an aquello, respond�an que no lo sab�an, pero que como lo ve�an hacer a los dem�s, ellos tambi�n lo hac�an. Pensaban que deb�an destru�r de ese modo a todos los hombes gentiles y nobles del mundo para que no quedara ninguno, Cr�nicas, Madrid, 1988, pp. 181-182; el silencio campesino que malinterpreta el contrario Froissart, refleja la indicibilidad, sobre todo ante la cultura savante, de los actos violentos de la revuelta contra las personas se�oriales,

 

���� [124] Tanto en el sentido de falta de reflexi�n y racionalidad, como en su acepci�n m�s amplia de no intervenci�n de la conciencia y de la voluntad en la acci�n.

 

���� [125] Robert JACOB, op. cit., p. 253.

 

���� [126] Que sin embargo es fundamental en el caso de los asesinatos de se�ores por otros se�ores.

 

���� [127] Ra�l GARCIA AGUILERA, Mariano HERNANDEZ OSSORNO, Revuelta y litigios de los villanos de la encomienda de Fuenteobejuna (1476),Madrid, 1975, pp. 140-144: E. CABRERA, A. MOROS, Fuenteovejuna. La violencia antise�orial en el siglo XV, Barcelona, 1991.

 

 

���� [128] con un furor maldito y ravioso, llegaron al Comendador, y pusieron las manos en �l y le dieron tantas heridas que le hizieron caer en tierra sin sentido. Antes de que diesse el �nima a Dios, tomaron su cuerpo con grande y regocijado alarido, diziendo: vivan los Reyes y mueran los traydores y le echaron por una ventana a la calle; y otros que all� estavan con lanzas y espadas, pusieron las puntas arriba, para recoger en ellas el cuerpo que aun ten�a �nima. Despu�s de caydo en tierra, le arrancaron las barbas y cabellos con grande crueldad; y otros con los pomos de las espadas le quebraron los dientes. A todo esto a�adieron palabras feas y descorteses, y grandes injurias contra el Comendador Mayor, y contra su padre y madre. Estando en esto, antes que acabasse de espirar, acudieron las mugeres de la villa, con panderos y sonages a regocijar la muerte de su se�or(...) Estando juntos hombres, mugeres y ni�os, llevaron el cuerpo con grande regocijo a la plaza; y all� todos, hombres y mugeres, le hizieron pedazos, arrastr�ndole y haziendo en �l grandes crueldades y escarnios; y no quisieron darle a sus criados para enterrarle, Francisco RADES DE ANDRADA, Cr�nica de las tres Ordenes Militares de Santiago, Calatrava yAlc�ntara (1572), Barcelona, 1976, fol. 79-80.meter en el texto y analizar en detalle

 

���� [129] La muerte del se�or es una representaci�n social en el doble sentido de representaci�n teatral y de representaci�n imaginaria de la realidad.

 

���� [130] En 1474, Miguel Lucas de Iranzo, Condestable de Castilla, en el transcurso de un pogrom, fue asesinado en el interior de la iglesia por los vecinos de Ja�n, seg�n las cr�nicas a causa de que dicho caballero se hab�a puesto de parte de los conversos: un d�a estando �l en la Iglesia mayor oyendo Misa, entraron todos � all� delante del altar lo mataron crudamente, Diego ENRIQUEZ DEL CASTILLO, Cr�nica de Enrique IV, BAEn� 70, p. 214; fu� muerto mala � crudamente por algunos labradores del comun de Jaen, Don Miguel L�cas, Fernando PULGAR, Cr�nica de los Reyes Cat�licos, BAE n� 70, p. 248.

 

���� [131] Robert JACOB, op. cit., pp. 251, 253-255.

 

���� [132] Jos� de AZEVEDO FERREIRA, Afonso X. Fuero Real, Braga, 1982, pp. 185-186; Partidas VII, 8, 3.

 

���� [133] Carlos BARROS, Vasallos y se�ores: uso alternativo del poder de la justicia en la Galicia bajomedieval, I Jornadas sobre formas de organiza��o e exerc�cio dos poderes na Europa do Sul, siglos XIII-XVIII, Lisboa, 1988, pp. 345-354.

 

���� [134] Publica Galicia Diplom�tica, II, Santiago, 1884, pp. 204-205.

 

���� [135] Tal es el caso de la muerte, en 1474, de Graci�n de Sese en San Felices de los Gallegos, que mencionaremos m�s adelante (nota 143).

 

 

���� [136] Robert JACOB, op. cit., pp. 247-248, 253, 258-260.

 

���� [137] Por el derecho de resistencia justifica el cronista la muerte del caballero Felipe de Castro (1371), que estando en conflicto con sus vasallos de Paredes de Nava por causa de un tributo, �l fu� para el dicho logar � prender algunos dellos, � escarmentar otros; � los del logar salieron al camino, � pelearon con �l � mataronle, Pedro LOPEZ DE AYALA, Cr�nica de Enrique II, BAE n� 68, Madrid, 1953, p. 9.valdeon, feu, 138

 

���� [138] Robert JACOB, op. cit., pp. 250-251, 259.

 

 

���� [139] �dem, pp. 253-254.

 

���� [140] �dem, pp. 255-259.

 

���� [141]En determinadas condiciones, es decir, una coyuntura social y mental de revuelta.

 

���� [142] En este sentido es suficiente la explicaci�n de Foucault del encarnizamiento con la v�ctima como manifestaci�n de poder.

 

���� [143] Cierta cultura erudita bajomedieval critica tales excesos a la manera de Froissart porque no comprende su sentido, no s�lo por su alineaci�n con las v�ctimas se�oriales.

 

���� [144] Un ejemplo de apedreamiento de finales del a�o 1474; cuando un caballero se presenta en una villa para hacerse cargo de su se�or�o, por merced de Enrique IV: Los de Sant Felices, vasallos de aquel Graci�n de Sese, se levantaron contra �l e lo apedrearon, Fernado PULGAR, Cr�nica de los Reyes Cat�licos, BAE n� 70, p. 249vald, conf,173; Juan de Mariana, un siglo despu�s, se hace eco de la muerte de este se�or (confundi�ndose, pues dice que la villa salmantina San Felices de los Gallegos...est� en Galicia): d�diva para �l muy desgraciada, porque en una revuelta, no se sabe por qu� causa, los vecinos de aquel pueblo le apedrearon y mataron; venganza del cielo por dejarse granjear con d�divas, como el vulgo lo decia, muy inclinado � semejantes dichos y hablas y � creer y decir de ordinario lo peor, Historia de Espa�a, Obras del Padre Juan de Mariana, II, Madrid, 1854, p. 183; el cronista se opone aqu� a la tradici�n oral, que recoge la legitimaci�n providencialista de la muerte del alcalde de la fortaleza de Trujillo, ocultando (al modo de Froissart) cuando asevera que no sabe por qu� lo mataron, cuando �l propio Mariana trancribe que el pueblo dec�a que el tal Graci�n hab�a sido comprado (legitimaci�n profana), m�s all� de la siempre actuante motivaci�n antise�orial pura; Graci�n de Sese traicionara a los de Trujillo (provincia de C�ceres) al dejar entrar contra los deseos de la ciudad al Marqu�s de Villena paraapoderarse de su se�or�o, siendo recompensado con San Felices de los Gallegos, Julio VALDEON, Los conflictos sociales en el reino de Castilla en los siglos XIV y XV, Madrid, 1975, p. 173.

 

���� [145] La Iglesia inclu�a en las censuras eclesi�sticas la cuesti�n de la sepultura: en el entredicho, que supon�a suspensi�n de oficios divinos, de administraci�n de sacramentos y de servicio de sepultura en sagrado; en la excomuni�n, que llevaba consigo la prohibici�n expresa de enterrar al reo en sepultura eclesi�stica; dejar el cuerpo insepulto de la v�ctima se�orial de una revuelta significar, de nuevo, el uso alternativo de una pena -en este caso, can�nica- usual.

 

���� [146] Despu�s de la violenta revuelta de 1476, la villa de Fuenteovejuna vuelve al se�or�o del concejo de C�rdoba, sentido por los vecinos como m�s favorable, aunque habr� de esperar hasta 1513 para ver confirmada la victoria contra la Orden de Calatrava que hab�a puesto pleito, Rafael RAMIREZ DE ARELLANO, Historia de C�rdoba, IV, 1919, pp. 272-277, 315; Ra�l GARCIA AGUILERA, Mariano HERNANDEZ OSSORNO, Revuelta y litigios de los villanos de la encomienda de Fuenteobejuna, p. 30.

 

���� [147] � puesto que asi la mataron, subcedi� el hijo pacificamente porque ellos le obedescieron, y �l los perdon�, ENRIQUEZ DEL CASTILLO, Cr�nica de Enrique IV, pp. 204-205.

 

���� [148] En 1798, Manuel Risco public� un resumen de ese documento de la Catedral de Lugo (Espa�a Sagrada, tomo 41, Madrid, p. 126), dando pie a la invenci�n, por parte de la historiograf�a rom�ntica y gallegista, de una tradicion culta que hace de Mar�a Casta�a una hero�na popular en la lucha contra el feudalismo; el dominico y erudito Aureliano Pardo de Villar se interrogaba dubitativo, un tanto sorprendido, refiri�ndose a la Mar�a Casta�a de esta carta de donaci�n: �Ser�a esta mujer la famosa revolucionaria lucense del siglo XIV, llamada tambi�n Mar�a Casta�a... (Bolet�n de la Comisi�n de Monumentos de Lugo, I, 1941, p. 116), lo cierto es que la respuesta es afirmativa; el documento de 1386 fue publicado enteramente por Antol�n L�pez Pel�ez cien a�os despu�s de la noticia de Risco (El se�or�o temporal de los obispos de Lugo, II, La Coru�a, 1897, pp. 185-189); adem�s de esta base documental,tenemos la prueba de una tradici�n oral plasmada en ese proverbio popular que habla dos tempos de Mar�a Casta�a para referirse a tiempos muy pret�ritos; L�pez Pel�ez (op. cit., I, pp. 209-223; II, pp. 189-191) y otros autores aceptaron, en su momento, que la luchadora arrepentida de 1386 es la misma que la del refr�n, que ser�a as� difundido en Espa�a desde Galicia; no siendo raro que se acuda a figuras medievales para se�alar tiempos muy remotos -en tiempos del rey Perico, de D� Urraca, del rey Wamba...- ni que un hecho hist�rico protagonizado por una mujer del pueblo d� origen a un dicho tradicional, verbigracia, armarse la Mar�-Morena viene m�s que probablemente de aquella Mar�a Moreno de Madrid -implicada en un notorio pleito en 1579-, que ten�a una taberna bien conocida por las continuas peleas que all� suced�an (A. LOPEZ PELAEZ, op. cit., I, pp. 221- 222).

 

���� [149] Es posible que se trate de la renovaci�n de un pleito-homenaje anterior al enfrentamiento antise�orial, saldado con la muerte del cobrador de impuestos del se�or obispo.

 

 

���� [150] AHN, cod. 417 B, fol. 9v (transcripci�n de Mar�a Jos� Portela).

 

���� [151] En este caso, el mayordomo, el representante del se�or obispo en cuanto a cobro de rentas, imposici�n de penas y represalias a morosos, carcelero, etc.

 

���� [152] �Qu� otra instancia pod�a sentirse m�s llamada que la Iglesia para practicar el mensaje evang�lico del perd�n de los pecados, en este caso sociales?; en 1387, un sacerdote de Santiago arguye en su testamento: por enxenplo daquel que ffoy posto enna cruz Rogou por los seus perseguidores que me perdoen a min todas las murmura�oes blasfemias et mais paravoas que deles dixe et fixe, publica Colecci�n Diplom�tica de Galicia Hist�rica, Santiago, 1901, p. 417.

 

���� [153] Jos� Luis MARTIN RODRIGUEZ, Historia de las mentalidades en Castilla y Le�n, Historia Medieval: Cuestiones de Metodolog�a, Valladolid, 1982, pp. 110-112.

 

���� [154] Otras veces el perd�n de los asesinos esconde el reconocimiento de cierta culpabilidad de la v�ctima.

 

���� [155] ib�dem.

 

���� [156] Seg�n sus autores, parcialmente involuntario, sin premeditaci�n, ya que s�lo reconocen intenci�n de herir al mayordomo episcopal.

 

���� [157] Manuel RISCO, Espa�a Sagrada, tomo 41, Madrid, 1798, pp. 421-423.

 

���� [158] El texto pasa justamente de la f�rmula objetiva la muerte del Se�or Obispo Don Lope a la f�rmula subjetiva la muerte de su Se�or, cuando concreta la condena a muerte y confiscaci�n de bienes de los ejecutores y sus c�mplices; creemos que el redactor, adem�s de se�alar la circunstancia agravante de unos vasallos que mataron a su amo y se�or, busca -puede que no conscientemente-, suscita un sentimiento de culpa m�s profundo, la imagen paralela de Jes�s, Nuestro Se�or, cuerpo supliciado por nuestros pecados, muerte culpable que estamos condenado a expiar eternamente.

���� [159] Resulta obvio el previo confrontamiento social entre la ciudad y el se�or obispo; Lope de Salcedo estuvo desde que fue nombrado obispo de Lugo (1390) hasta que muri� (1403) en conflicto constante con sus vasallos, no s�lo con los ciudadanos -que terminaron como vemos por matarlo colectivamente- sino tambi�n con los labradores de las parroquias del coto de Lugo, que al menos entre 1390 y 1401 le niegan el pago de tributos, no cumplen con las debidas prestaciones en trabajo, se quejan de agravios recibidos, etc., A. LOPEZ PELAEZ, op. cit., II, pp. 155-183.

 

���� [160] Bolet�n de la Comisi�n de Monumentos de Orense, X, 1934, pp. 182-183 (Atanasio L�pez lee, sin embargo, levaronno en vez de botarono); una vez m�s, los asesinos conjurados dejan insepulto el cuerpo de la v�ctima, gesto con el que, adem�s de negar al difunto obispo un descanso eterno en un lugar santificado por Dios, persiguen con su permanencia en las aguas la punici�n y purificaci�n (supersticiosa) de sus pecados (Jes�s TABOADA CHIVITE, Ritos y creencias gallegas, La Coru�a, 1980, pp. 233-235); m�s adelante veremos como perdura la tradici�n popular que lleva a los paisanos a hablar con el esp�ritu del obispo que pena en el Pozo Maim�n.

 

���� [161] Publica Doroteo CALONGE, Los tres conventos de San Francisco de Orense, Oseira, 1949, p. 410; v�xase tam�n Enrique FLOREZ, Espa�a Sagrada, XVII, 1763, pp. 147-149; a maior parte deste texto aparece xa reproducido (con data de 1474) na visita pastoral da di�cese auriense en 1487, Bolet�n de la Comisi�n de Monumentos de Orense, V, 1917, n� 115.

 

���� [162] Documentos del Archivo de la Catedral de Orense, I, Orense, 1923, pp. 400-406; es habitual en las revueltas ciudadanas de la Baja Edad Media gallega esta alianza entre el com�n y la nobleza urbana contra el se�or�o episcopal o arzobispal.

 

���� [163] Dos a�os despu�s del cerco del obispo y de la extra�a muerte de Francisco Alonso, el se�or episcopal segu�a enfrentado con la ciudad: continuaba el entredicho lanzado contra ella a causa de los sucesos de 1419, censura colectiva que el cabildo levanta un tiempo, a petici�n del concejo, para que se puedan enterrar a los muertos de la peste, �dem, pp. 394-395; sobre el sentido antise�orial de la revuelta de 1419, desde un punto de vista hagiogr�fico, v�ase Juan MU�OZ DE LA CUEVA, Noticias hist�ricas de la Iglesia Catedral de Orense, Madrid, 1726, pp. 264-265.

 

���� [164] Todav�a en enero de 1425, el provisor del segundo obispo de los que sucedieron a Francisco Alonso, Alvaro P�rez Barregu�n -informa Enrique Fl�rez-, intenta segur la pesquisa por la muerte episcopal de 1419 (Espa�a Sagrada, XVII, p. 151), que no aparece, en cambio, en julio de 1425 (el mes precisamente en que muere en Roma el obispo absentista Alvaro P�rez) en el proceso que lleva a la absoluci�n de los caballeros y ciudadanos inculpados por el cerco de laCatedral y la insurrecci�n contra el obispo Francisco.

 

���� [165] Documentos del Archivo de la Catedral de Orense, I, p. 401.

 

���� [166] Y al mismo tiempo conseguir un beneficio patrimonial para su Iglesia a cuenta precisamente de sus competidores nobles.

 

���� [167] Tambi�n tocaba a la Iglesia orensana como poder temporal aplicar el derecho promulgado, que no lo hiciese, en �ste y en tantos otros casos, y que se conserven costumbres judiciales propiamente eclesi�sticas, confirma algo que ya sab�amos: la subordinaci�n del derecho com�n escrito frente al derecho consuetudinario y a las diversas tradiciones no escritas.

 

���� [168] Documentos del Archivo de la Catedral de Orense, I, pp. 401-402.

 

���� [169] El Papa -a quien estar�a en principio reservado el caso- no iba a conceder bajo ning�n concepto un poder a la Iglesia de Orense para absolver a los asesinos de un obispo, requisito que en cambio hubo que cumplir en la tramitaci�n del perd�n colectivo por la injuria del cerco; y en el caso de que la Iglesia de Orense suplantara a la jurisdicci�n papal, quedar�a ella misma excomulgada ipso jure, Antonio GARCIA Y GARCIA ed., Synodic�n Hispanum, I, Madrid, 1981, p. 231.

 

���� [170] El homicidio no entraba en el tipo de delitos condonables mediante una donaci�n, por la v�a de la indulgencia, y no digamos si la v�ctima es un obispo, Carlos BARROS, La mentalidad justiciera de losirmandi�os, pp. 134, 137; incluso cuando el homicidio cae dentro de la categor�a de los pecados sujetos a absoluci�n (bula de cruzada de Sixto IV, 1483), la Iglesia excluye de dicha indulgencia el homicidio eclesi�stico, Luciano SERRANO, Los Reyes Cat�licos y la ciudad de Burgos, Madrid, 1943, p. 239;los perdones que concede la Iglesia gallega en el siglo XV a asesinos de prelados son medidas manifiestamente contradictorias con la leyes escritas tanto can�nicas como civiles.

 

���� [171] La obligada pena de muerte para reos de homicidio resultaba agrandada por la mayor dignidad temporal y eclesi�stica de la v�ctima episcopal.

 

���� [172] La dejaci�n de responsabilidades que supone, eso s� con el leg�timo fin de restaurar el orden temporal, no perseguir sino absolver a escondidas reos bien conocidos, resulta favorecida por el absentismo del obispo anterior y del obispo posterior al perd�n de 1425, el ritual arrepentimiento/donaci�n/absoluci�n se desenvuelve de julio a noviembre, precisamente el per�odo s� vacante que media entre la muerte de Alvaro P�rez y la toma de posesi�n - mediante un intermediario- de Diego Rapado (Enrique FLOREZ, op. cit., pp. 151, 153), ambos obispos residentes en Roma y muy ocupados en aquellos momentos en las vicisitudes del Cisma, por lo que el cabildo es quien manda de hecho en el obispado de Orense, lo que seguramente facilit� el olvido interesado de la muerte de un obispo, que era tambi�n el se�or de los can�nigos.

 

���� [173] Tres siglos despu�s, el obispo Mu�oz de la Cueva, asombrado de que no se diesse � nuestra Iglesia la com�n, dolorosa, y larga satisfaci�n, aporta dos explicaciones a la rara impunidad de los homicidas de un obispo cristiano: la turbaci�n que el Cisma hab�a producido en aquel momento en la Iglesia de Roma, y el triunfo de la astucia de aquellos que consiguieron encubrir la maldad sacr�lega, atribuyendo � casualidad el precipicio del Obispo en dicho pozo. Porque el camino, aunque es llano, est� sobre una cuesta muy pendiente, que cae hasta las aguas, (Noticias hist�ricas..., p. 265); hemos visto anteriormente que la menci�n m�s cercana a los hechos, recogida de fuentes del cabildo, tambi�n hace referencia -no sin ambig�edad- a una ca�da del caballo.

 

���� [174] La tradici�n oral estaba todav�a viva en el campesinado hacia 1726, cuando escrib�a el obispo Mu�oz de la muerte por ahogamiento de su antiqu�simo antecesor en el Pozo Maim�n: dexando tan viva, y gravada su memoria, que apenas passa por aquel sitio alg�n r�stico, que a compasadas voces no clame por su Obispo; y se persuaden los labradores simples, que responde � sus vozes con la repetici�n de los ecos en los pe�ascos vecinos, Juan MU�OZ DE LA CUEVA, Noticias hist�ricas..., p. 265; a pesar de que el clero amigo llev� su cad�ver a la Catedral, trescientos a�os despu�s, para la tradici�n popular el obispo segu�a all�, donde lo hab�an matado, penando por sus pecados.

 

���� [175] Juan MU�OZ DE LA CUEVA, Noticias hist�ricas..., p. 265.

 

���� [176] Todo un ejemplo de c�mo la cultura letrada de la modernidad, alianza de letrados nobiliarios y eclesi�sticos, lucha contra tradiciones orales medievales, donde convergen cultura popular y cultura letrada (en este caso representada por los estratos hidalgos y eclesi�sticos medios urbanos), vinculadas a la lucha de las ciudades gallegas contra los grandes se�ores del siglo XV; estudiamos algo semejante en otro lugar, Carlos BARROS, Mentalidad y revuelta en la Galicia irmandi�a: favorables y contrarios, Santiago, Universidad, 1989 (microficha).

 

���� [177] Lo que no pod�a menos que preocupar a Mu�oz de la Cueva, conocedor de las fuentes de la Catedral como historiador del obispado y atento observador de una tradici�n vigente en su tiempo, de ah� que intentara impulsar una nueva tradici�n culta de la muerte de 1419 acorde con la doctrina cat�lica post-tridentina, para que arrancase de ra�z la memoria colectiva y la superstici�n campesina que ve�an en el Pozo Maim�n el purgatorio particular del obispo Francisco; pod�a servir para tal fin la propuesta de G�ndara que, jugando con la representaci�n del tiempo, vinculaba los id�latras paganos que martirizaban cristianos en la Antig�edad romana con los rebeldes que hab�an ajusticiado a su se�or obispo en el siglo XV.

 

���� [178] Documentos del Archivo de la Catedral de Orense, I, p. 405.

 

���� [179] Lo cierto es que el cabildo de Orense est� bien dispuesto a hacer la vista gorda respecto a la muerte del obispo, en cambio no acepta dejar sin castigo el delito, en principio menor, de minar la autoridad de toda la Iglesia de Orense atacando a mano armada la Catedral, desaf�o que afecta claramenta a sus intereses presentes y futuros como se�ores catedralicios.

 

���� [180] En general, en Galicia, la conflictividad social no hace muchas distinciones entre se�ores laicos y se�ores eclesi�sticos; de haber algunas, ser�a en perjuicio de los segundos, no en balde estamos comprobando como los se�ores prelados son las v�ctimas m�s propicias a la violencia antise�orial que comporta la muerte del se�or.

 

���� [181] Desde donde salta una y otra vez a la tradici�n escrita.

 

���� [182] Hagamos notar que la Iglesia de Orense decide el perd�n t�cito del crimen episcopal en fr�o, despu�s de a�os de retrasos y vacilaciones, cuando se pod�a pensar que agua pasada no mueve molino y que lo que m�s importaba era comenzar una nueva etapa de concordia en la ciudad.

 

���� [183] Enrique FLOREZ, op. cit., p. 146; Juan MU�OZ DE LA CUEVA, op. cit., p. 264.

 

���� [184] El historiador social debe huir de la simplificaci�n que supone considerar que el ejercicio del poder consiste en vigilar, castigar y reprimir perpetuamente en la direcci�n arriba /abajo.

 

���� [185] Como de costumbre el ritual se concrete en golpes m�ltiples, sangre excesiva y en la subsiguiente precisi�n descriptica notarial: con suas armas lan�as et espadas lle deron tantas ferydas en seu corpo et corva et cave�a fasta en tanto que o mataron, Documentos del Archivo de la Catedral de Orense, I, pp. 445.

 

��� [186] Los tesoreros eran oficiales p�blicos encargados de recibir, tener en custodia y administrar las rentas del rey; aunque tambi�n pod�an cumplir dicha funci�n para una administraci�n se�orial.

 

���� [187] La pena eclesi�stica de excomuni�n va destinada contra los cuatro autores et os que llo mandaron faser et os outros quelles para el deron consello fabor et ajuda en publico et en enaculto, Documentos..., p. 445.

 

���� [188] Documentos..., p. 445.

 

���� [189] No siempre los curas cumpl�an las reglas sinodales de llevar por la calle ropa larga, como correspond�a a la honestidad clerical: que toda la clerez�a trayga y tenga sobrepellizes vestidas, Synodicon hispanum, pp. 192- 193 y tambi�n pp. 59, 120, 182-183, 190.

 

���� [190] Ya en las Partidas (VII, 22, 2) se contempla, hablando del perd�n real -y tambi�n del se�orial-, la eventualidad de perdonar el cuerpo pero no la fama del reo (ni sus bienes materiales, claro est�); la Iglesia es quien tiene la mejor opci�n para trasladar en verdad la punici�n del cuerpo a alma, anticip�ndose varios siglos a la evoluci�n del proceso penal civil que sustituir� el castigo del cuerpo, Michel FOUCAULT, Vigilar y castigar, Madrid, 1990, p. 24.

 

���� [191] Documentos..., pp. 445-446.

 

���� [192] Proceso simb�lico de identificaci�n que tuvo mucho que ver con la victoria irmandi�a y con que los rebeldes de 1467 respetasen la vida de los se�ores derrotados.

 

���� [193] Por algo el poder eclesi�stico sobrevive en Galicia al hundimiento del poder se�orial laico -del cual la Iglesia se beneficia altamente- provocado por el levantamiento irmandi�o y la intervenci�n del nuevo Estado.

 

���� [194] Dami�n YA�EZ NEIRA, Monfero, Gran Enciclopedia Gallega, tomo 21, p. 158.

 

���� [195] Tom�s de PERALTA, Fundaci�n, antig�edad y progresos del Imperial Monasterio de Osera, Madrid, 1677, p. 254; Vilanfesta sigue siendo una peque�a aldea (44 habitantes) de la parroquia de Osera, en el ayuntamiento orensano de Cea.

 

���� [196] No disponemos de fuentes coet�neas, al contrario de lo que sucede con buena parte de las muertes violentas que estamos estudiando; circustancia muy a tener en cuenta pues conviene distinguir entre la representaci�n de las muertes se�oriales en el momento en que �stas tienen lugar, y su transmisi�n y remodelaci�n culta posterior, conforme esquemas mentales e ideol�gicos que ya no son medievales.

 

���� [197] Carlos BARROS, Mentalidad y revuelta en la Galicia irmandi�a: favorables y contrarios, Santiago, Universidad, 1989 (microficha), pp. 244-255.

 

���� [198]Carlos BARROS, Paz y violencia en la revuelta popular: los irmandi�os y la muerte en Ribadavia de la Condesa de Santa Marta, Ribadavia, 1990 (en prensa).

 

���� [199] Juan OCAMPO, Descendencia de los Pazos de Prob�n, Barcelona, 1587, fol. 32r, 37r-38r.

 

���� [200] En todo lo relativo a la narraci�n de la muerte violenta de Sueiro de Marzoa, tengamos en consideraci�n la parcialidad del cronista Ocampo, partidario decidido de Fonseca.

 

���� [201] Descendencia de los Pazos de Prob�n, fol. 37v.

 

���� [202] �dem, fol. 38r.

 

���� [203] Desde la Alta Edad Media la muerte del se�or est� equiparada a la muerte del padre, el m�s grave de los homicidios; los ejecutores precisaban circunstancias atenuantes; el derecho de venganza -por la muerte del cura y dem�s agravios- y el homicidio en el curso de una pelea -no premeditado-, sirven para esta ocasi�n; Jes�s LALINDE ABADIA, Derecho Hist�rico Espa�ol, Barcelona, 1974, pp. 382, 393-394.

 

���� [204] �bidem.

 

���� [205] La exculpaci�n m�s popular y efectiva en el campo de las mentalidades colectivasera la providencialista; tenemos un ejemplo superior en el siguiente episodio de la batalla de Aljubarrota: una piedra castellana mata a dos hidalgos portugueses, provocando un movimiento de temor entre los soldados de Portugal, que un escudero torna en combatividad diciendo a las tropas que ele vira aqueles dous hom�s emtrar em hu�a Igreija e matar hu� cleriguuo que em ela estava revestido dizendo misa, y que por tanto la muerte de los dos sacr�legos la devia� ter por sinal que Deus lhe queria dar a vitoria da batalha, Fern�o LOPES, Cr�nica de D. Jo�o I, II, Lisboa, 1983, p. 105.

 

���� [206] Inclusive si los sacerdotes son tan poco cuidadosos con el celibato como parec�a ser el cura ahorcado por Marzoa; en todo caso, hagamos notar que, en el siglo XV, la sospecha -que el cronista no desmiente- de una actitud irregular del cura, que hav�a llevado de su cassa una criada, no afecta para nada a la necesaria venganza -querida por Dios- por su muerte: sin duda porque para las mentalidades premodernas las relaciones de los sacerdores con las mujeres se contemplaba con una mayor liberalidad.

 

���� [207] Consideramos improbable que fuese cl�rigo el mayordomo del obispo de Lugo, muerto por la familia de Mar�a Casta�a hacia 1386; seg�n el documento de perd�n de los autores, �stos no fueron excomulgados, pena can�nica puesta en pr�ctica sin embargo en los restantes casos examinados, precisamente por ser eclesi�stica la v�ctima.

 

���� [208] Tenemos informaci�n de algunos obispos, abades, can�nigos, monjes y curas que en la Baja Edad Media gallega toman las armas aqu� y all�; pero son hechos aislados, m�s significativos para la historia de las mentalidades que para la historia militar.

 

���� [209] Hubo pelea cuando mataron a Sueiro de Marzoa, y tambi�n cuando los de Fuenteovejuna lincharon al comendador Fern�n G�mez de Guzm�n, o sus vasallos acabaron con Felipe de Castro en 1371; la existencia de una disputa militar no elimina las caracter�sticas de homicidio ritual que diferencian dichas muertes violentas de otras muertes en guerra u ocasionales.

 

���� [210] El homicidio cometido en revuelta era uno de los tipos de delitos que daban derecho a la venganza privada de los parientes y amigos de la v�ctima, Jes�s LALINDE, op. cit., pp. 393-394.

 

���� [211] Carlos BARROS, Mentalidad justiciera de los irmandi�os, siglo XV, Madrid, 1990, pp. 64-80.

 

���� [212] A finales de la Edad Media la nobleza ya no nombraba a los obispos de Galicia de entre los suyos, aunque se pod�a dar alg�n caso, como Pedro Alvarez Osorio, Conde de Lemos, que consigue en 1470 colocar a su hermano, Alonso Enr�quez Osorio, de obispo de Lugo, acudiendo en 1483 en su ayuda -solidaridad de clan familiar- al tomar Acu�a y Chinchilla la fortaleza de Lugo, argumentando ante los Reyes Cat�licos que si �l se movi� � cercar aquella fortaleza de Lugo, era porque el Alcayde hab�a impedido las rentas del Obispo su hermano (...) que no pensase que hab�a en �l presumpci�n de inobediencia, salvo de escusar los da�os que aquel alcayde facia de cada dia a �l � al Obispo su hermano, Fernando PULGAR, Cr�nica de los Reyes Cat�licos, BAE n� 70, p. 381.

 

���� [213] La muerte violenta de se�ores eclesi�sticos resulta m�s inconcebible entre 1467 y 1469 al apoyar aqu�llos en general (salvo el arzobispo de Santiago), m�s o menos activamente, la revuelta irmandi�a, permaneciendo al margen de ella en el peor de los casos.

 

���� [214] Excepto La Coru�a y Betanzos, las ciudades gallegas de cierta importancia son dominio episcopal o arzobispal.

 

���� [215] �No resolv�an los caballeros entre s� sus contradicciones de manera personal causando la muerte del adversario en combates singulares o mediante muertes clandestinas?

 

���� [216] Heterodoxa desde el punto de vista del derecho promulgado, tanto civil como can�nico: el homicidio de un prelado en ning�n caso era delito perdonable.

 

���� [217] Jacques LE GOFF, El nacimiento del Purgatorio, Madrid, 1981, pp. 15-17.

 

���� [218] Jacques Le Goff advierte acertadamente que la equidistancia no es tal, la mentalidad feudal m�s bien promueve equilibrios descentrados, loc. cit.; en el caso que nos ocupa tambi�n la muerte perdonada del se�or est� m�s cerca del Cielo que del Infierno.

 

���� [219] En 1345, Alfonso XI, de visita en Lugo, condena a muerte al obispo de Lugo que hab�a ordenado matar en su presencia a los representantes del concejo, con quien manten�a un duro conflicto por la jurisdicci�n de la ciudad, al final el rey porque era Prellado le perdona la vida y lo echa fuera de sus reinos, expropi�ndole el se�or�o de Lugo y sus bienes patrimoniales (perdona el cuerpo pero no los bienes y la fama), publica Antol�n LOPEZ PELAEZ, El se�or�o temporal de los obispos de Lugo, II, La Coru�a, 1897, pp. 131-137; contando con que no todos �ban a ser tan respetuosos con la vida de los prelados como los reyes, las Partidas (I, 18, 7) deciden regular la pena que han de pagar los que cometan el sacrilegio de matar hombres de religi�n, seiscientos sueldos quien matase cura de misa y ochocientos sueldos quien matase obispo, aparte -se sobreentiende- de la pena de muerte que les correspond�a a todos los homicidas.

 

���� [220] Hay que decir que el m�vil providencialista o vengativo, adem�s de argumento justificador es un argumento motor de la rebeli�n antise�orial que en absoluto se puede subestimar.

 

���� [221] Entendiendo el concepto de cultura, m�s all� de los textos, como un campo que integra lo intelectual, la pr�ctica social y la tradici�n oral.

 

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