Violencia y muerte del se�or en Galicia
a finales de la edad media
Carlos Barros
Universidad de Santiago de Compostela
�
La noci�n de violencia
se emplea continuamente en ciencias sociales con el significado estricto de uso
de la fuerza, sobre personas o cosas, como medio para vencer las resistencias
que se oponen a la consecuci�n de determinados fines, no siempre conscientes o
expl�citos. La violencia, adem�s de mediaci�n, es consecuencia -y s�ntoma- de
desigualdades sociales, cuando no causa de conflictos, actuando asimismo como
factor de regulaci�n, como medio y rito restaurador de equilibrios rotos y
superador de contradicciones extremas, lo cual parad�jicamente vincula
violencia, inseguridad y desorden con sus conceptos contrarios, paz, seguridad
y orden, especialmente en el imaginario y el inconsciente colectivos.
Violencia, psicolog�a y sociedad
Est� por
demostrar la hip�tesis de la violencia gratuita, de la violencia por la
violencia: cuando la casualidad social tout court no basta, se indaga el
complejo pero tambi�n determinativo mundo de las mentalidades, incluso de la
psicolog�a profunda, valorando la funci�n cat�rtica de la violencia en cada
tipo de sociedad. No es posible, seg�n nuestro criterio, un an�lisis global de
la conducta violenta de los hombres sin combinar por tanto el triple enfoque
psicol�gico, sociol�gico e hist�rico.
En t�rminos
psicol�gicos conviene considerar el comportamiento violento a trav�s del
concepto de agresi�n, forma general de conducta violenta que es a su vez
manifestaci�n externa de una actitud, la agresividad, esto es, una
predisposici�n emotiva a la agresi�n que precisa de factores desencadenantes
para concretarse en acci�n directa. Es del mayor inter�s cognitivo esta
distinci�n conceptual entre la agresividad como tendencia (actitud) y la
violencia como pr�ctica (conducta). En ambos casos hay que contar, adem�s, con
el rol activo de las representaciones sociales que los protagonistas tienen
sobre las causas y la utilidad, imaginarias y reales, de la violencia.
Existe en los
hombres cierta agresividad natural, propensi�n a responder con la acci�n a la
frustaci�n derivada de las interferencias halladas en la obtenci�n de algo que
se desea (Freud). La agresividad potencial se convierte en violencia real (que
adopta formas muy variables), en funci�n de la incidencia de las condiciones
sociales e hist�ricas. Los factores socio-hist�ricos determinantes de la violencia
afectan asimismo a la actitud subyacente, incluyendo la parte no-consciente,
mediante la creaci�n de automatismos y h�bitos de conducta: la agresividad
inherente es tambi�n el producto de una sociedad hist�ricamente definida, o
sea, es una agresividad aprendida. Por lo dem�s, hay per�odos y coyunturas en
la historia que ora moderan ora activan las innatas pulsiones agresivas de la
sociedad y de los individuos.
En resumen, es preciso
cuidarse mucho de no generalizar sobre la violencia humana y el impulso
guerrero en un sentido ahist�rico de inalterabilidad: los par�metros
espacio-temporales son, por consiguiente, decisivos para comprender la
violencia como fen�meno psicol�gico y social. La causalidad social y
contingente de la violencia posibilita pues enunciar la posibilidad hist�rica
de su superaci�n[1],
acreditando por tanto una visi�n optimista del futuro humano, frente al
fatalismo que late en el supuesto (enunciado por Gustave Le Bon y otros, y hoy
muy criticado y marginado en las ciencias sociales) de unos hombres oprimidos
por las pulsiones abstractas e inamobibles de una violencia cong�nita.
Despu�s de
Freud, Wilhelm Reich[2]
ha se�alado como de entrada la agresividad es un hecho positivo siendo destino
la satisfacci�n de las necesidades humanas. Se trasmuta esta agresividad en
factor negativo, destructivo, cuando concurren determinadas circunstancias de
tipo psicol�gico-social. Otros psic�logos entienden asimismo la agresividad
como una actitud individual socialmente provechosa al implicar iniciativa
personal, vitalidad...
Al tiempo que
la psicolog�a se�ala la vertiente constructiva de la actitud agresiva, la
filosof�a (desde Her�clito de Efeso hasta Marx y Sartre, pasando por Hegel)
destaca tambi�n la necesidad hist�rica de la violencia humana como medio para
la transformaci�n de la naturaleza y de la propia sociedad.
La violencia es
de alguna forma un atributo humano[3]:
el hombre necesita para su reproducci�n social forzar la naturaleza, ponerla a
su servicio, vencer su resistencia para apropiarse de sus frutos[4].
Despu�s est� la lucha violenta entre los propios hombres por la posesi�n de las
condiciones de producci�n y reproducci�n de las comunidades humanas, que en su
grado m�ximo llamamos guerra. Es por eso que Georg Luk�cs ha subrayado que
la separaci�n conceptual absoluta de violencia y econom�a es una
abstracci�n inadmisible[5].
La historia
muestra continuamente que la violencia forma parte del contrato social, como
expresi�n de las tensiones y a�n de las solidaridades sociales[6].
La violencia, indisociable de la vida, es una fuerza que empuja a la agregaci�n
social[7]
para el dominio colectivo de la naturaleza.
Por otra parte,
�podemos desconocer que la violencia es, en gran medida, partera de la
historia? Los datos son concluyentes: todos los cambios hist�ricos
significativos son consecuencia de alguna forma de violencia social (desde la
coacci�n de la ley hasta la revuelta de las armas, pasando por las
manifestaciones multitudinarias). El uso del poder por parte de las clases
dominantes y el uso de la fuerza por parte de las clases dominadas, la
violencia en su acepci�n m�s lata, es una realidad omnipresente en reformas y
actos de gobierno, y m�s a�n en revoluciones y golpes de Estado, que para bien
o para mal transformaron y transforman el mundo en que vivimos[8].�
El debate
actual, pese a ser m�s ideol�gico que his�toriogr�fico, sobre la revoluci�n
francesa de 1789 y la revoluci�n rusa de 1917, est� matizando, a nuestro
entender positivamente, el enfoque habitual de la violencia revolucionaria en
dos direcciones: a) El resultado final de las transformaciones revolucionarias
ha estado condicionado por los medios utilizados de tal modo que el cu�ndo, el
qui�n, el c�mo y el contra qui�n del uso de la violencia, tienen mucho que ver
con el balance global del cambio�
hist�rico y con el tipo de sociedad resultante. b) Junto con las
condiciones objetivas que explican la violencia como necesidad interesa se�alar
la violencia como opci�n, es decir, analizar las alternativas que exist�an en
su momento para la actuaci�n del sujeto revolucionario[9].
Nuestra
investigaci�n sobre la revoluci�n irmandi�a nos ha llevado a la conclusi�n[10]
de que los rebeldes ten�an objetivamente ante s�, en los a�os 1467-1469,
diversas alternativas de violencia, principalmente: contra las fortalezas y/o
contra los caballeros del reino. Pues bien, la elecci�n de los castillos como
objetivos centrales de la violencia irmandi�a, y sobre todo la renuncia,
bastante consciente, a matar a los derrotados se�ores[11],
condicion� altamente la dimensi�n victoriosa de los resultados del
levantamiento y muchas de las caracter�sticas de la Galicia post-irmandi�a,
dicho de otra manera, de la Galicia moderna.
En un per�odo
(la crisis de la Baja Edad Media) y en un pa�s (el marginado, feudalizado y
agreste reino de Galicia) especialmente adecuados por los agudos contrastes
mentales y sociales que ofrece, ubicamos nuestra encuesta sobre la violencia
medieval, que busca la convergencia de tres l�neas de investigaci�n: (1) la
violencia ordinaria, (2) la violencia como criminalidad y castigo, y (3) la
violencia como revuelta social. Formas de violencia que tienen como marco
social y mental de referencia el sistema feudal.
Para obtener
frutos significativos de la interrelaci�n�
relaci�n feudal/delito/c�otidianidad tieneen especial inter�s las
situaciones de fuerza en que la violencia diaria se desv�a m�s criminalmente de
la norma legal y social: la muerte del se�or por sus vasallos.
Feudalismo y violencia
Es preciso
reconocer en la violencia un componente conductual particularmente omnipresente
en el mundo medieval. Hecho exagerado y simplificado a posteriori,
descontextualizado social y mentalmente, en el imaginario de las modernidades,
humanista e ilustrada, pero no por ello menos real.
�Por qu� en la
Edad Media las conductas violentas son admitidas psicol�gicamente y
justificadas legalmente en un grado tan superior a los tiempos modernos? �Por
qu�, en suma, las clases feudales precisan legalizar el ejercicio de la fuerza
como un elemento indispensable del orden establecido?
Decir que el
r�gimen feudal genera violencia porque est� basado en la explotaci�n de unos
hombres por otros hombres, �aclara realmente la raz�n de ser de la particular
generalizaci�n de la violencia en el feudalismo?. Las relaciones de dominaci�n
son siempre, sobra decirlo, relaciones de fuerza. Antes y despu�s de la Edad
Media, la sociedad estuvo organizada bajo reg�menes de opresi�n socio-econ�mica
sin que, en realidad, haya llegado tan lejos la aceptaci�n moral y mental de la
violencia como comportamiento y representaci�n social. Porque el problema de la
violencia medieval es, en primera instancia, un problema de mentalidades
sociales, tanto por el amplio consenso social que rodea al uso de la fuerza en
los tiempos medios, como por la reacci�n -imaginaria, emotiva y asimismo
ideol�gica- que despierta la violencia medieval m�s adelante, en las Edades
Moderna y Contempor�nea, cuando impregna ese concepto de una Edad Media como un
par�ntesis salvaje entre la Antig�edad cl�sica y su Renacimiento cultural y
art�stico de los siglos XV y XVI.
Nota original
del modo de producci�n feudal es que, fundado sobre la dependencia de persona a
persona, conforma una sociedad severamente jerarquizada, que asegura su
cohesi�n autorregul�ndose, interiorizando las pulsiones coercitivas, sin
pr�cticamente control exterior. En unas relaciones sociales desiguales tan
personalizadas, cualquiera frustraci�n, cualquier desfase entre deseo y
realidad tiende a resolverse de modo tambi�n digamos personal, por la fuerza,
sin el efecto moderador de una instancia superior, generalmente inexistente o
ineficaz: antes del siglo XV la debilidad del Estado era total[12].
Hipersensibilidad
medieval[13]
frente a agravios reales o imaginarios de aplicaci�n directa a las relaciones
verticales superior/inferior (se�or/vasallo, noble/rey, etc.), pero tambi�n a
las relaciones horizontales entre iguales, cotidianas, en el interior de cada
clase o marco social. La lucha por el poder en la Edad Media es,
primordialmente, una cuesti�n personal, del clan, privada. Las formas privadas
de la violencia, las vendettas entre particulares, la revuelta social, la guerra
en �ltimo extremo, devienen medios esenciales de autorregulaci�n y reproducci�n
de la sociedad feudal[14],
usos legalizados por la costumbre y a menudo por el derecho escrito. La
violencia estructural feudal es pues, ante todo, una violencia privada que, por
otro lado, cumple funciones reguladoras de unificaci�n y agregaci�n social[15].
El factor
principal que decide la entrada de los hombres medievales en dependencia, y la
permanencia en dicho estado de sujecci�n, no es otro que la fuerza, entendida
como coacci�n y disuasi�n exterior, y tambi�n, desde la subjetividad, y �sto es
muy importante, como protecci�n imprescindible ante las contingencias de un
tiempo marcado por la inseguridad individual y colectiva. Se genera as� una
creencia colectiva en la buena fama de la fuerza que pronto se estabiliza como
un valor social que emerge en las mentalidades medievales vinculado a las
ideas, im�genes y sentimientos del tipo de orden p�blico, justicia, paz,
seguridad.
��������������� El
feudalismo est� fundado en la fuerza por necesidad hist�rica. �Qu� dice si no
el sistema trifuncional, parte esencial de la mentalidad dominante en la Edad
Media? Que para que la mayor�a pueda trabajar la tierra en paz se necesita,
seg�n el imaginario y a�n las realidades cotidianas de aquel per�odo, mantener
una parte fundamental de la clase dirigente a fin de que pueda concentrarse en
la funci�n militar, en el uso de la fuerza, en beneficio y defensa del conjunto
de la sociedad. Especializaci�n nobiliar en la violencia que coadyuva altamente
a sostener, v�a coerci�n y disuasi�n interna, el sistema de se�ores y vasallos.
El feudalismo
es, por consiguiente, un sistema social articulado alrededor de la fuerza: la clase
se�orial ejerce una violencia estructural sobre los campesinos[16],
y los vasallos consienten y buscan la dependencia al necesitar y desear la
seguridad que les ofrece el poder de su se�or frente a terceros, aspecto �ste
de gran magnitud y que no se encuentra en otros modos de producci�n, donde es
el Estado naturalmente quien detenta el usufructo oficial de la violencia[17].
La supervivencia secular del feudalismo guarda estrecha relaci�n con su
capacidad para asegurarse, renov�ndolo en momentos de crisis, el consenso de la
mayor�a campesina de la sociedad (siempre en �ntima combinaci�n con la acci�n
coercitiva). La singularidad del pacto feudal consiste en el compromiso activo,
tradici�n que descansa en la evidencia virtual y real de la fuerza, de entregar
la mayor�a de la poblaci�n el excedente de los frutos del trabajo[18]
para que los dirigentes civiles de la sociedad se consagren a su defensa[19].
El prestigio
social de la fuerza en la Edad Media hace en consecuencia habitual para las
mentalidades medievales su puesta en pr�ctica: la violencia. Una sociedad que
necesita autoorganizarse alrededor de los m�s fuertes militarmente, la casta de
los guerreros profesionales, es inevitablemente una sociedad violenta. Y la
pr�ctica ordinaria y legal de la violencia desata la propia agresividad
natural, que fomenta a�n m�s la violencia, alargando y generalizando el campo
de actuaci�n de �sta a todas los �mbitos de la vida medieval. Veremos m�s
adelante como adem�s de medio normalizado de lucha social y pol�tica convencional,
la violencia medieval en su acepci�n m�s universal entra�a la descarga
simb�lica, com�nmente consentida y hasta alentada, de emociones reprimidas,
nada escasas en una sociedad de las caracter�sticas de la medieval. Y esta
desinhibici�n de la agresividad innata, promovida en �ltimo extremo por la
militarizaci�n y la personalizaci�n de las relaciones sociales, sacar� incluso
a la luz elementos y ritos propios de �pocas y estados mentales no propiemente
medievales.
Los se�ores de la guerra
La forma de
violencia m�s extrema, la guerra, es pues en la Edad Media patrimonio y
especialidad de la nobleza[20].
En una sociedad regida por la fuerza[21],
la clase dirigente -salvo los eclesi�sticos en general- est� por definici�n m�s
capacitada que los simples vasallos para su uso. Los caballeros medievales,
cuando no hab�a una cruzada por medio, luchaban incesantemente entre s�, y
tambi�n con sus vasallos o con el rey, aunque para ellos el peligro principal
(dejando aparte las excepcionales coyunturas de revuelta) estaba m�s en sus
iguales, en los otros guerreros, que en sus dependientes[22].
La guerra en el
feudalismo es m�s la guerra de los caballeros que la guerra de clases entre los
se�ores y los vasallos, latente y espor�dica, por causa de, entre otros
factores, una incuestionable desigualdad militar. El fen�meno permanente del
uso de la fuerza f�sica entre los nobles, la guerra de los se�ores -sea interna
sea externa-, alcanza tales cotas de crueldad y violencia, que deja una puerta
abierta para que la Iglesia y el tercer estado, las ciudades y las
clases populares, enarbolen la bandera de la paz con una orientaci�n
anticaballeresca, e incluso antise�orial, cada vez m�s frecuentel[23],
marcando el fin de la Edad Media.
Las Partidas
distinguen entre violencia (fazer fuer�a) y guerra, recibiendo en
general ambos conceptos, especialmente el segundo, una connotaci�n buena o mala
seg�n interesaba.
El t�tulo de
las fuerzas, donde empieza el autor lament�ndose porque Soberviosamente,
e con maldad se atreven los omes a fazer fuer�as unos a otros (Partidas
VII, 10), viene siendo una enumeraci�n m�s de las penas con las que se
castiga la violencia sobre las personas y las propiedades. Violencia
naturalmente Condenable y punible por la ley, y tambi�n por la costumbre.
���� De la guerra, en cambio, se habla mejor.
Paradigma de violencia legalizada en el t�tulo correspondiente a los deberes
del pueblo hacia a la tierra (Partidas II, 20); deber espec�fico de los
caballeros como defensores del conjunto de la sociedad (Partidas II,
21); y, en �ltimo t�rmino, obligaci�n general de todo el pueblo (Partidas
II, 23). Un sociedad humana justa y necesariamente militarizada.
Argumenta el
legislador que el pueblo para trabajar la tierra, tiene que violentarla
-apoderarse deve el pueblo por fuer�a de la tierra-, quebrando
grandes piedras y matando las animalias bravas, y resume diciendo
que tal contenda como esta, es llamada guerra, para a continuaci�n
a�adir: E si esto deven fazer, contra todas las cosas que diximos, con
que han de contender, quanto mas contra los omes, quando fueren sus enemigos, e
quisieren guerrear con ellos, para fazerles fuer�a, queriendo les toller su
tierra, o fazerles mal en ella (Partidas II, 20, 7). O sea que la
guerra contra otros hombres para la defensa de la tierra es, en la Edad Media,
todav�a m�s importante que la guerra primigenia con las fuerzas naturales para
asegurar el sustento. Cada comunidad ha de defender por la fuerza las
condiciones naturales de su reproducci�n frente a otras colectividades humanas[24].
La guerra -siempre con un fin justo- es si cabe, para el poder establecido y la
cultura erudita, la forma m�s noble y acreditada que adopta la violencia en la
Edad Media[25].
Una vez bien
sentada la virtual bondad de la guerra, la Segunda Partida pasa al
t�tulo 21, llamado De los cavalleros, donde habla de los escogidos
por su linaje para la defensa de la tierra y de la sociedad, para a rengl�n
seguido, en el t�tulo 23, De la guerra que deven fazer todos los de la
tierra, decir que Guerra es cosa que ha ensi dos cosas. La una del
mal. La otra del bien. Franca definici�n de una ambivalencia genuina.
Distingue la
cultura letrada la guerra justa de la guerra injusta, sin derecho.
Seg�n el hombre haga o no la guerra por cobrar lo suyo, delos enemigos, o
por amparar a si mismos, e a sus cosas de ellos. Y a�n se considera una
tercera posibilidad: la guerra civil y los bandos, por� desacuerdo que ha la gente entre si,
que -a�adimos nosotros- puede ser guerra justa o guerra injusta, seg�n se vea,
�no tiene cada bando sus razones para defender lo suyo frente al
otro, el enemigo? Todas las guerras y bander�as medievales asumen
l�gicamente la doble connotaci�n justa/injusta de acuerdo con el punto de vista
de cada contendiente. La ley medieval lo facilitan con su calculada y expl�cita
ambivalencia.
Las
denominaciones guerra feudal, guerra de los se�ores,
guerra de los caballeros, reflejan en consecuencia aceptablemente
ese sentido horizontal[26],
clave para aprehender su contenido social y mental, de la mayor parte de las
enfrentamientos militares medievales, as� como el rol detonante y dirigente que
juega en casi todos ellos la clase se�orial. La guerra en la Edad Media es,
ante todo, una cuesti�n de se�ores.
La guerra de los
feudales est�, por �ltimo, legalizada en las Partidas como la guerra de
todo el pueblo, quien as� debe expresar su consenso y aceptar la funci�n
dirigente de los nobles[27].
Usualmente los vasallos participan en dichas guerras -siguiendo a los estandartes
de sus se�ores- con el �ntimo convencimiento de estar defendiendo su tierra
contra los enemigos provinientes de otro se�or�o o de otro reino. Y as� sol�a
ser, �no estaban las personas, familiares y bienes de los vasallos entre los
primeros y los m�s afectados por la violencia de los contrarios a su se�or? La
toma de partido del vasallo en la guerra de su se�or no es solamente
imaginaria, se apoya tambi�n en una base material[28].
La guerra es el
medio supremo de que dispone la sociedad medieval para regular la lucha
constante de los caballeros por el control de la tierra y de los hombres que en
ella viven y trabajan, y consiguientemente por el excedente econ�mico que ellos
producen (rentas y derechos jurisdiccionales, en primer lugar)[29].
La violencia interse�orial condiciona -especialmente en la Baja Edad Media- las
relaciones sociales entre las personas: decide qui�n va a ser vasallo de qui�n,
y hasta la cuant�a y las formas del excedente extra�do, aspectos capitales en
cuya determinaci�n son decisivos los conflictos verticales entre vasallos y
se�ores, a veces violentos pero que rara vez alcanzan el nivel de una guerra
declarada.
Las Partidas
convocan efectivamente a todo el pueblo a defender lo suyo, e ganar lo de
los enemigos (II, 20, 7), pero son los caballeros los principales
destinatarios, impulsores y beneficiarios de dicha convocatoria feudal: la
violencia y la guerra son camino natural de promoci�n social de la nobleza
medieval[30].
En los siglos XIV y XV se produce en toda Europa una disminuci�n de los
ingresos se�oriales que desencadena el alza de la violencia feudal, al intentar
los caballeros compensar la crisis de sus rentas procurando ganar, por la v�a
acostumbrada del uso de la fuerza, m�s vasallos y m�s tierras. Jam�s los
caballeros actuaron tanto como malhechores como en la Baja Edad Media[31].
El declive moral de la nobleza feudal avisa que la Edad Media se acaba. Nunca
tanto influy� la guerra de los se�ores en las estructuras sociales de las
formaciones feudales como en la Europa tardomedieval. Tenemos un excelente
ejemplo local en los efectos de la victoria trastamarista en 1369.
El triunfo del
bando aristocr�tico de Enrique II de Trast�mara, conlleva la formaci�n de una
nueva nobleza que se hace, paradigm�ticamente, con el control del pa�s gallego,
alentando la tendencia intr�nseca de las relaciones medievales a la ley del m�s
fuerte, la violencia y guerra de bandos[32],
sufriendo la sociedad gallega desde finales del siglo XIV un visible proceso
general de refeudalizaci�n. Los nuevos se�ores de la guerra se apoderan por la
fuerza de los bienes de los se�ores de la Iglesia[33],
imponiendo una segunda servidumbre a los vasallos del reino[34],
basada en no poca medida en la obtenci�n de ingresos extraordinarios e ilegales
por medio de robos, secuestros y otros agravios de origen se�orial, que generan
en la Galicia del siglo XV un ambiente psicol�gico de una guerra de los
caballeros que, a ojos de la gente com�n, ya no ten�a por objeto la defensa de
la tierra sino todo lo contrario: una guerra injusta contra la mayor�a de la
sociedad. Ante esta violencia delictiva de procedencia se�orial, la legitimidad
referencial de la defensa de lo suyo estaba de la parte de las
v�ctimas de las malfetr�as se�oriales, o al menos eso era lo que sent�a la mayor�a
de la poblaci�n tal como se expresa en la revuelta justiciera de 1467.��
Desinhibici�n medieval de la agresividad
Norbert Elias
ha explicado magistralmente las transformaciones que la Edad Media induce en la
agresividad humana[35].
La libre expresi�n de emociones agresivas[36]
-m�s tarde controladas y reprimidas por la civilizaci�n moderna-, correspond�a
en el medioevo a comportamientos permitidos, hasta ineludibles: el robo,
la lucha, la caza al hombre y a la bestia, pertenec�an de modo inmediato a las
necesidades vitales que, a menudo, se manifestaban en consonancia con la
estructura de la propia sociedad. Para los poderosos y los fuertes se trataba
de manifestaciones que se pod�an contar entre las alegr�as de la vida[37].
Necesidades vitales, cat�rticas, que Elias hace depender del modelo de vida
caballeresco[38],
a�adiendo que tambi�n el resto de la sociedad laica, los burgueses y la gente
menuda echaban con mucha facilidad mano al cuchillo[39].
La sensibilidad
medieval ante la violencia es tan distinta de la nuestra que -precisa nuestro
autor[40]-
lo que ahora causa el mayor pesar y desagrado, verbigracia la tortura o las
ejecuciones p�blicas, produc�a por entonces cierto placer ocular a todo el
mundo. Contraste que viene a coincidir -desde la historia- con la idea que
propugnan antrop�logos y psic�logos sociales de la relatividad cultural de las
actitudes colectivas cara a la violencia.
Los rituales
festivos de tortura y muerte punitiva sobreviven no obstante de un modo u otro,
como tantos aspectos de las sociedades y mentalidades medievales -la Edad Media
larga de Jacques Le Goff-, a lo largo del Antiguo R�gimen[41].
Todav�a estudiando mentalidades colectivas del siglo XVIII, Robert Darnton hace
notar que lo que para los artesanos de Par�s era gracioso, la matanza ritual de
unos gatos, es repulsivo para nosotros: fen�meno de distancia mental que pone
en evidencia el choque de culturas[42].
Con todo, hoy en d�a basta leer las cr�nicas de sucesos para cerciorarse de la
continuidad marginal de comportamientos violenta y l�dicamente crueles que
remiten, sin duda, a un transfondo com�n de agresividad inherente y pr�cticas
sublimadoras, acumulado a lo largo de la historia, y de la pre-historia, cuya
exteriorizaci�n encuentra en el medioevo condiciones sociales singularmente
favorables.
El an�lisis
psicosociol�gico de Elias se puede y debe alargar y precisar m�s: remarcando la
relaci�n entre la exacerbaci�n caballeresca de los impulsos agresivos y la
organizaci�n feudal de la sociedad. El relajamiento general -afecta a todas las
clases sociales- de la agresividad en la Edad Media se comprende mejor
acudiendo a una explicaci�n econ�mico-social de la violencia nobiliar. Versi�n
materialista v�lida de funci�n reguladora de la violencia feudal, en l�nea con
lo que ya llevamos dicho sobre ello, es la que ofrece Perry Anderson[43]:
la guerra es el modo m�s racional y r�pido para expandir la extracci�n del
excedente en el feudalismo; la vocaci�n militar de la nobleza medieval es
una funci�n intr�nseca a su posici�n econ�mica; si en el
capitalismo el medio habitual de competencia interna es econ�mico, en el
feudalismo la confrontaci�n internobiliar es sobre todo militar, la tierra se
puede redividir pero no extender indefinidamente, en las batallas se ganaban o
se perd�an por consiguiente cantidades bien concretas de tierra...
Los se�ores
viv�an pues de y para el combate. El uso de la fuerza les reportaba riqueza,
poder y prestigio social. Tres impulsos que, en primera instancia, mueven a
estos grandes hombres en el escenario pol�tico y cotidiano, y que como
objetivos concretos remiten, en �ltima instancia, a la detracci�n de excedente,
puesto que implican: 1) acrecentar los dominios territoriales tout court;
2) mantener siempre la superioridad f�sica sobre campesinos y ciudadanos; 3)
conservar activo el consenso social a su alrededor, hegemon�a mental cimentada
como sabemos en la necesidad que de ellos ten�an sus vasallos, junto con el
resto de la sociedad, como escudo frente a otros se�ores -y sus
respectivos vasallos-. Desde el punto de vista de la clase dirigente, la
violencia y la inseguridad feudales si no existieran habr�a luego que
inventarlas, lo que hacen en no pocas ocasiones.
Las relaciones
feudales de dependencia entre las personas, el car�cter
extra-econ�mico de la coacci�n y del consenso impel�an a que el
se�or medieval hiciese uso y ostentaci�n permanente de la fuerza f�sica,
produc�an una especializaci�n militar que principiaba en la infancia con el
aprendizaje de la violencia, y continuaba toda la vida, reclamando un reciclaje
perpetuo (caza, desaf�os, torneos). Violencia estamental que daba lugar a todo
un sistema de valores llamado a fomentar y legitimar la agresividad
caballeresca[44]:
el valor, la fama, el honor, la virilidad...[45]
El autocontrol emotivo vendr� despu�s, cuando las transformaciones sociales y
pol�ticas requieran pasar del modelo caballeresco al modelo cortesano[46],
y la virtud burguesa y urbana de la contenci�n vaya ganando terreno[47].
As� es como desaparece el derecho feudal de pernada como ritual de vasallaje,
se�orial y machista, resultando equiparado en el imaginario colectivo y en el
derecho aplicado tardomedievales a la violaci�n com�n[48].
Los valores
sociales caballerescos justificadores de la violencia privada se extienden por
toda la sociedad medieval[49].
Las leyes medievales no moderan ni en el fondo pretenden suavizar la violencia
(exceptuando aquella tachada de injusta[50]),
al rev�s, la aplicaci�n habitual de crueles penas, de tormento y de muerte,
familiarizan a la poblaci�n con el uso de la violencia[51],
y viceversa, el derecho promulgado traduce el universo mental dominante, del
que constituye una parte erudita, buscando claramente satisfacer necesidades
profundas, insconscientes, de una sociedad que el legislador procura halagar y
aplacar.
Todo hombre
pod�a matar a otro, en su propia defensa o para vengar a algui�n de su linaje:
a un enemigo declarado, al ladr�n que sorprendiera con las manos en la masa, o
al violador de su mujer, hija o hermana[52].
Esta extensi�n legal a todas las clases sociales del valor caballeresco del
derecho a la venganza[53],
de la ley del tali�n, �no es acaso un buen �ndice de c�mo el guerrerismo de la
clase dirigente y la dependencia de persona a persona sumerge en la violencia,
privatizando y normalizando su pr�ctica, a toda la sociedad?. Los esfuerzos
discriminatorios de la legalidad entre penas y delitos (violencia justa versus
violencia injusta) son de hecho papel mojado desde el momento en que cualquiera
puede poner la justicia a su favor, asumiendo por cuenta propia el riesgo al
uso del derecho -individual y colectivo- a defenderse y a vengarse de los
agravios recibidos. Ciertemente se prevee un mecanismo p�blico de proclamaci�n
de enemigo, que tiene en el desaf�o su expresi�n m�s ritual, pero s�lo
compromete realmente a los hidalgos, que lo cumplen -cuando lo hacen- sobre
todo de individuo a individuo, m�s que colectivamente. En general, la
ambig�edad de la justicia medieval como norma escrita y tambi�n como
mentalidad, su relativismo y el uso social alternativo de su poder, hacen de la
ley del tali�n una pieza habitual del equilibrio feudal desde el punto de vista
social y mental. No olvidemos que hasta la emergencia del Estado moderno
predomina una justicia privada que se expresa, principalmente, a trav�s del
derecho consuetudinario y de revuelta, reflejando constantemente el derecho
escrito medieval su deuda con la tradici�n oral y las pr�cticas justicieras.
Detectamos en
todos los �mbitos feudales, muy jerarquizados, de las relaciones humanas la
desinhibici�n medieval de la agresividad generadora de una violencia a flor de
piel purificadora de visibles y ocultas tensiones.
Hay que
mencionar, primeramente, la violencia entre se�ores y vasallos, relaci�n social
que entra�a la m�s fuerte contradicci�n de intereses[54].
Violencia estructural entre dominantes y dominados[55],
sea latente sea manifiesta, que tiene la mayor relevancia para el historiador,
pero no porque -se podr�a conjeturar superficialmente- revueltas y contrarevueltas
provoquen los hechos m�s violentos (en este sentido nada supera a la guerra de
los caballeros), sino porque el uso de la fuerza por parte de los movimientos
populares y de sus contrarios, encierra virtualmente mayores efectos de cambio,
a corto, medio o largo plazo, de la estructura social, al concernir a
conflictos que involucran directamente las relaciones de producci�n.
La violencia
jer�rquica como forma de mantener la disciplina social alcanza, dec�amos, a
todos los espacios de poder. Las Partidas (VII, 8, 9) son muy expl�citas
cuando homologan se�or�o, familia y escuela en lo tocante a castigo
ejemplarizante de los inferiores a manos de los superiores: Castigar deve
el padre a su fijo mesuradamente, e el se�or a su siervo, o a su ome libre[56],
e el maestro a su discipulo, prohibiendo a continuaci�n que los golpes se
administren con palo o piedra, pero que si as� fuese, y muriese por ello quien
haya sufrido la paliza, si non lo fiziesse con intencion, la pena
para el matador ser�a solamente de destierro... El Fuero Real[57]
especifica algo semejante respecto a la ense�anza del aprendiz por parte del
artesano: si las heridas que producen la muerte de aqu�l han sido hechas con
correa, palma o vara delgada u outra cousa ligeyra, no ser�a tal homicidio,
lo contrario que cuando el maestro golpea al disc�pulo con palo, piedra, hierro
o cuchillo.
La equiparaci�n
que hace el legislador, y la cultura dominante, de los j�venes -en la familia,
la escuela y el taller artesanal- con los vasallos -en el lugar de se�or�o-,
subordinados ambos que conviene educar con sangre, es ciertamente indicativa de
la importancia que tiene en la Edad Media el aprendizaje temprano de la
violencia en todas las clases sociales, como medio para garantizar el
acatamiento al superior, esto es, al m�s fuerte[58].
Causa de dicho desvelo disciplinario, y al mismo tiempo su consecuencia, es la
propensi�n general de los j�venes medievales a la violencia, promoviendo
asociaciones para tal fin[59]
y, en �ltimo extremo, participando activamente en las revueltas antise�oriales[60].
El culto medieval a la violencia se vuelve, a veces, contra sus principales
beneficiarios.
El sistema
feudal precisa de la violencia, digamos represiva, al igual que los restantes
tipos de sociedad, para mantener la desigualdad entre clases, estamentos,
grupos de edad, mayor�as/minor�as religiosas, etc[61].
Pero tambi�n en la violencia cotidiana y en la brutalidad de costumbres se
manifiesta -horizontalmente- el descontrol de la agresividad social: en la
nobleza y en el pueblo, en el campo y en la ciudad[62].
En las calles de las urbes, act�a esa violencia espont�nea, s�lo aparentemente
gratuita, fruto social de la miseria y de la opresi�n, de la mala alimentaci�n
y del consumo excesivo de vino (la taberna, lugar predilecto para la comisi�n
de delitos), que se concreta desde la agresi�n verbal hasta la pelea con armas,
que -a pesar de algunas prohibiciones- estaban en las manos de todos[63].
La civilizaci�n de las costumbres y el desarrollo de una pol�tica
estatal de orden p�blica, acabar�n con el tiempo por confinar en sectores
marginales una agresividad d�brid�e que anteriormente, sin embargo,
abarcaba al conjunto de la poblaci�n, ata��a tanto a la cultura popular como a
la cultura de elite, en la Edad Media ambas compart�an valores y h�bitos como
�ste de la violencia ordinarial[64].
Las condiciones
feudales de producci�n coadyuvaban pues altamente a que la vida
fr�gil sea una realidad para todas las clases sociales, aunque en rigor
habr�a que hablar de realidades muy diversas. El arraigo de la violencia en los
h�bitos se�oriales no dejaba de ser efecto m�s o menos directo de la pugna
constante de los caballeros por el control de los hombres y de las tierras. M�s
all� estaba la violencia cotidiana favorecida por las dif�ciles condiciones de
existencia de las clases trabajadoras, y a�n m�s de los grupos marginales[65].
Tenemos por otro lado como fen�meno general la violencia social estructural, y
la violencia legal rec�proca, el ojo por ojo y diente por diente, que deriva en
determinadas condiciones en el uso colectivo�
del derecho a la resistencia: la violencia de la opresi�n genera as� la
violencia de la revuelta que, a su vez, induce a la violencia de represi�n. En
suma, el equilibrio general de la violencia, corrientemente desigual. Casi
siempre un medio para obtener un fin, a menudo simb�lico lo que har� preciso su
desciframiento a la manera de los antrop�logos.
Resumiendo, la
violencia es una conducta particularmente extendida y aceptada en la Edad Media
por razones econ�micas (lucha feroz por unas escasas y poco rentables
condiciones de producci�n), sociales (mantenimiento de la disciplina social y
de las relaciones de dependencia a todos los niveles, sin el concurso salvador
de un Estado fuerte) y legales (regulaci�n de la violencia leg�tima y represi�n
de la violencia marginal). Factores que liberan y fomentan durante siglos la
actitud subyacente de la agresividad humana, as� como ancestrales rituales,
convirtiendo la pr�ctica desaforada de la violencia, la brutalidad y la
crueldad, en una necesidad existencial, incluso placentera, y desde luego en un
requisito social. La ruptura del equilibrio feudal de la violencia anuncia
claramente el fin de la Edad Media. Ello suceder� cuando la crisis del
feudalismo, el estado de revuelta social y la generalizaci�n de los
comportamientos marginales, hagan crecer en exceso la violencia inherente, m�s
all� del umbral de intolerabilidad de una sociedad que, simult�neamente, est�
produciendo nuevas instituciones y mentalidades que van a coartar esta libre
expresi�n de emociones y deseos tan propia de la extravertida sociedad
medieval.
La
interpretaci�n econ�mico-social y legal de los or�genes y los efectos de la
violencia medieval en sus diferentes etapas no es dif�cil, lo complicado -a
causa sin duda de una deficiente tradici�n historiogr�fica- es articular todo
ello con la activa dimensi�n psicol�gica y antropol�gica de la violencia. La
autorrealizaci�n del hombre medieval mediante la conducta violenta, fuente
vital de alegr�a para vivir en aquellas condiciones precarias y v�a para la
sublimaci�n ritual de las emociones bloqueadas, era una omnipresente realidad,
y no solamente entre los caballeros que viv�an para las armas.
El problema concreto
sobre la violencia medieval que queremos examinar al final, la muerte del se�or
en las revueltas, es un caso irrefutable de la insuficiencia de una explicaci�n
(siempre necesaria, casi nunca suficiente) estrictamente econ�mico-social que
no vaya m�s all� del enfoque del ajusticiamiento del se�or por sus vasallos
como forma evidente de lucha antise�orial, puesto que nos encontramos aqu� con
una inversi�n instant�nea de valores y creencias medievales explicada por unas
potentes motivaciones simb�licas e inconscientes. El asesinato colectivo del
se�or es para los vasallos una liberaci�n m�s imaginaria que real: la muerte
ritual del amo transfigurado en chivo expiatorio. La muerte f�sica del se�or
feudal tiene tanto de muerte simb�lica, que es imposible comprender cabalmente
el aspecto material y social sin estudiar su dimensi�n simb�lica, gestual.
Empecemos por decir alguna cosa acerca de la mortalidad se�orial en la Baja
Edad Media.
�Qui�n mata a los caballeros?
Los caballeros
mueren principalmente en sus guerras[66]:
en grandes batallas y en las muchas escaramuzas y actos vengativos que
caracterizan las peque�as y usuales guerras de los bandos nobiliarios; en
acciones militares y en combates singulares como desaf�os o� simulados como los torneos o la caza, siempre
abiertos a la posibilidad de un accidente mortal como todos los juegos de la
violencia.
Pedro Alvarez
de Sotomayor, llamado Pedro Madruga, Conde de Cami�a, paradigma donde los haya
de caballero gallego bajomedieval, violento y cruel cuando hac�a falta -es
decir, en aquel tiempo continuamente-, aprovecha la represi�n de una revuelta
antise�orial en Ribadavia (1470) para prender a Diego Sarmiento, se�or de
Salvatierra, e all� lo mat� e mand� degollar porque dec�an que heran
parientes del dicho Gregorio de Valladares, e desterr� todos los otros
parientes...[67],
por miedo a que dichos parientes quisiesen vengar la muerte, que el Conde hab�a
ordenado anteriormente, de Gregorio de Valladares, destacado caballero del
bando de su enemigo declarado el arzobispo Fonseca[68].
Otro ejemplo,
en 1450, Ruy D�az de Cad�rniga foi degolado no Castillo de
Miraflores por orden de su enemigo Pedro de Silva, obispo de Orense,
por moitos males que hab�a feito o dito Obispo; y, en 1459, tambi�n
su hermano Pedro D�az de Cad�rniga fu� prendido por el mismo obispo, por
moitas injurias e sinrazones que lle facia e por cuanto non eran guardados os
seus mandamentos, y metido en la tulla (almac�n donde se guarda
grano, trigo o centeno) de la Catedral de Orense, donde muri� del
coraz�n[69].
Todav�a muchos se�ores prelados se comportaban como nobles laicos, los
caballeros por excelencia.
Mor�an pues
tantos o quiz�s m�s caballeros en acciones puntuales, preventivas o represivas,
movidas por el odio de las enemistades particulares , las cuales
respond�an con frecuencia a una estrategia militar, que en las escasas y
formales grandes batallas de la guerra feudal.
���� La extrema personalizaci�n de la guerra interse�orial
y los intereses materiales en juego, provocaban una constante ruptura del
c�digo caballeresco[70],
que preconizaba cierta diferenciaci�n social de la muerte. Una cosa era que
muriera un hidalgo y otra bien distinta que muriera un plebeyo[71].
Exist�a en la Edad Media una muerte hidalga, digna, por decapitaci�n, y una
muerte plebeya, infamante, por ahorcamiento. Que un noble Condenara a la horca
a otro noble, �qu� otro fin pod�a tener sino la deshonra manifiesta[72]?
La muerte
p�blica pod�a entonces ser o no ser innoble, la muerte clandestina lo era
siempre. La publicidad era condici�n previa de la ejemplaridad y legalidad de
la violencia feudal, si aqu�lla faltaba �sta se convert�a en violencia punible
y marginal, m�s a�n trat�ndose del homicidio que ten�a por v�ctima a un miembro
de la clase se�orial.
�La ley medieval, espejo de mentalidades, en
consecuencia, reserva un tipo de muerte, si cabe m�s injuriosa que el
ahorcamiento, para quien ose asesinar mediante veneno: estonce el
matador, deve morir deshonrradamente echandolo a los leones, o a canes, o a
otras bestias bravas que lo maten[73].
LLeg�ndose al extremo de perseguir el tr�fico de yervas e pon�o�as,
castigando con pena de homicida al vendedor y tambi�n al comprador (Partidas
VII, 8, 7). La crueldad y severidad del castigo supera al delito, algo habitual
en el derecho y en la conducta medievales, una concreci�n disciplinaria m�s del
prestigio moral y de la necesidad social de la violencia, raramente vana por
aquellos tiempos.
�Podemos inferir
que los grandes se�ores practicaban entre ellos la muerte con veneno?
Respondemos afirmativamente, si bien la obscuridad que, por propia definici�n,
rodeaba a esta suerte de homicidios, no facilita el encuentro de testimonios
directos en la documentaci�n, que recoge corrientemente rumores[74].
As�, los nobiliarios de G�ndara y Haro nos hablan de c�mo el Conde de
Trast�mara, Pedro Alvarez de Osorio, envenenado con hierbas muere el 11 de
junio de 1461, poco despu�s de ser expulsado de Galicia por el primer Fonseca,
arzobispo de Sevilla y despu�s de Santiago, y por el Conde de Lemos. Pero es
que un a�o antes, el 1 de julio de 1460, hab�a muerto a su vez -tambi�n
repentinamente- el anterior arzobispo de Santiago, Rodrigo de Luna, en el
preciso momento en que se dispon�a, con un ej�rcito de caballeros y soldados, a
atacar la ciudad de Santiago, a la saz�n tomada por el Conde de Trast�mara y
otros caballeros, quienes gozaban del apoyo y consentimiento de los
compostelanos rebelados por aquel tiempo contra su se�or[75].
A continuaci�n del tan oportuno fallecimiento de Rodrigo de Luna, las tropas
atacantes se dispersaron y de este modo el hijo del Conde de Trast�mara
consigui� sentarse -por poco tiempo, ciertamente- en el trono arzobispal de
Santiago. Hay indicios suficientes para pensar en una cadena se�orial de
asesinatos y venganzas ocultos[76].
Todav�a alg�n
caso m�s sobre las feas y oscuras muertes que se daban entre s� los caballeros
gallegos del siglo XV[77].
Retrocedamos unos a�os, hasta los tiempos de Juan II: son asesinados los dos
hijos de un caballero, Lopo Afonso de Marceo, el cual un tiempo despu�s muere
sin herederos, pasando sus bienes a varios monasterios. El Duque de Arjona,
disgustado con dicho Lopo a causa de su negativa a entrar a su servicio, ordena
tirar desde la Torre de Quitapesares a uno de los hijos de Lopo Afonso, el cual
adem�s era su paje. Al otro hijo matarono con ponz� en Orense, quando
estaba esposado (...) con envidia, porque era moi privado en la corte e gran
cabalgante e gran justador[78].
Los testigos citan la condici�n de buen caballero de la v�ctima, y la
circunstancia de que estuviera preso y esposado, sin virtualmente poder
defenderse, como agravantes de una muerte con ponzo�a, que evidencia as� su
sentido anticaballeresco, alevoso y cobarde.
Pero es entre
los miembros de la familia noble[79]
donde el asesinato, frecuentemente relacionado con la posesi�n, disfrute y
herencia de alguna variedad de patrimonio, se asemeja m�s a una expresi�n
radical de la crisis general de los valores caballerescos[80].
Las v�ctimas son una y otra vez los miembros m�s d�biles de la familia noble:
ni�os y mujeres. Ah� tenemos la Catalina de Santiso, gran sierva de Dios,
muerta violentamente por su marido Vasco de Seijas, Se�or de San Payo, el 1 de
Noviembre de 1543[81];
o a Aldonza de Acevedo, mujer de Lopo S�nchez de Moscoso, Conde de Altamira,
que se ahorc�, y enton�es se recon�ili� el Conde con Dios, y empe�� de
vivir bien y mantenerse por lo suyo, governando justi�ia[82].
A su vez, este mismo Moscoso s�lo puede llegar a ser jefe de la Casa de
Altamira cuando el aut�ntico heredero, su hermanastro, muere: y fue fama
que lo matara con pon�o�a la propia madre de Lopo, In�s de Castro[83].
La clandestinidad de los medios guarda incuestionable relaci�n con la falta de nobleza
de los fines.
��������������� La
m�xima hendidura entre ley real y pr�ctica nobiliar en cuanto a homicidios
tiene lugar cuando se reunen tres agravantes: condici�n noble de los
protagonistas, relaci�n de parentesco entre v�ctimas y agresores, y muerte
invisible, ocultadora de la motivaci�n y de la ejecuci�n para mejor esquivar la
p�blica penalizaci�n, sobre todo mental (la fama), m�s temible que la legal,
inoperante. El secreto ritual de esta muerte indecible pero usual, simboliza,
adem�s de su impresentable -y peligroso, pensemos en el derecho de venganza-
car�cter criminal, la mala conciencia de sus ejecutores, caballeros oto�ales de
la Edad Media gallega, que el Conde de Altamira tan bien representa al
arrepentirse del suicidio de su esposa.
Cuerpos supliciados
A qu� extremos
de crueldad y violencia pod�an llegar las peleas en el interior de la familia
noble, en el marco de una intensa y global lucha interse�orial, entre familias
nobles, se advierte en el episodio de la muerte de In�s Enr�quez, Condesa de Cami�a,
por orden directa de su propio hijo, Pedro de Sotomayor -hijo de Alvaro de
Sotomayor y nieto de Pedro Madruga[84]-,
por aquel tiempo enemistado con su madre a causa de la alianza de �sta con
Garc�a Sarmiento, enemigo mortal de la casa de Sotomayor, de modo
que a dicho hijo Pedro lo trataban muy mal, asta llegar a de�ir que la
Condesa le trataba la muerte, viene a decir Vasco de Aponte -nost�lgico
admirador de Pedro Madruga- buscando indudablemente disculpar, en alguna
medida, lo que aconteci� a continuaci�n: unos peones de Don Pedro hirieron a la
Condesa en un camino, remat�ndola despu�s en el lecho.
El ilustre
inductor de tan grandes malfetr�as huy�, pero reincide a�os despu�s,
protagonizando otro delito asimismo grave para la mentalidad de la �poca: la
falsificaci�n de documentos.Y ans� baj� la casa de Sotomayor,
remata nuestro cronista Aponte, poniendo as� fin a su nobiliario[85].
Es cierto, la ca�da moral de la clase nobiliar gallega puede ejemplarizarse
justamente siguiendo, desde finales del siglo XV a comienzos del siglo XVI, el
tr�gico destino de los Sotomayor.
El juez real
Ronquillo dict� sentencia de muerte contra Pedro de Sotomayor (en rebeld�a) por
la muerte de su madre, ley�ndose dicho documento[86]
el 1 de junio de 1518 en la fortaleza de Sotomayor ante una asamblea de
mucha gente del coto de Sotomayor e de Cangas e Redondela e de otras
muchas partes[87].
Sin asomo de justificaciones el juez comisionado cuenta como despu�s del crimen
Pedro de Sotomayor hab�a dejado sin enterrar el cuerpo de su madre (gesto que
nos lo volveremos a encontrar en otros casos de muertes violentas de se�ores),
yendo con su gente de armas hacia la fortaleza de Fornelos, donde viv�a la
Condesa, e rob� e llev� della muchos vienes plata oro e otras cosas de que
se face menci�n en el proceso e lo llev� a su casa, siendo condenado
tambi�n a la Restituci�n de los bienes que Rob�[88].
Deja muy claro este expeditivo y sonado oficial real[89]
la motivaci�n material y social -que Aponte ya dejaba entrever- de la violencia
del hijo contra la madre.
El relato
oficial del atroz asesinato muestra la agresividad desinhibida, el culto a la
violencia al que venimos haciendo referencia en este trabajo, tanto por los
hechos en s� como por el modo de recrearse los redactores de la sentencia en
los detalles m�s escabrosos[90].
Todo un paradigma simb�lico del gusto medieval por la violencia: la muerte de
la se�ora, sin dejar de ser un s�rdido ajuste de cuentas familiares y un atraco
a mano armada, tiene todas las caracter�sticas de un sacrificio ritual.
Hab�amos mencionado que los criados de Pedro de Sotomayor esperaron escondidos
a la Condesa en un camino y, tir�ndole flechas con ballestas, la feriron
de dos feridas muy grabes e mortales en el cuerpo de que le ronpieron el cuero
e le sali� mucha sangre, pero como a�n as� no se mor�a, Don Pedro
envyo a un u criado suyo e a otras personas al Reyno de Portugal por
pon�o�a e yerba e solim�n para acabar de matar a la dicha su madre de que no se
pudo allar al dicha yerba e pon�o�a e solim�n[91],
entonces orden� el hijo que rematasen a su madre en la cama de la casa del cura
que la hab�a acogido: le tiraron las dichas palletadas con las dichas
vallestas la una de las cuales le di� por los pechos e la quit� luego el habla
e luego echaron mano a sus espadas e le dieron dez e ocho feridas e cuchilladas
ronpi�ndole el cuero e carne e huesos sac�ndole mucha sangre fasta tanto que de
las dichas feridas e cuchilladas le despeda�aron e fizieron peda�os su cuerpo e
cabe�a e vertieron los sesos de la dicha Condesa por muchas en la cama[92].
�Por qu� tanta
efusi�n de sangre y destrozos en el cuerpo, que despu�s -recordemos- se deja
insepulto? En buena l�gica -moderna-, una herida en un �rgano vital bastar�a
para producir la muerte de la Condesa, pero todo el relato pretende
convencernos de lo contrario, de que hay que desmenuzar f�sicamente el cuerpo y
verter su sangre y sus sesos, para vencer a la vida, se ambiciona en definitiva
una muerte doble, f�sica y simb�lica, total, espectacular, que exige el castigo
ritual del cuerpo para triunfar[93],
para matar el alma de la v�ctima, y tambi�n -hay que decirlo- para liberar las
frustaciones y los miedos ocultos de unos agresores plebeyos, que por orden del
amo se ensa�an con el cuerpo de la ama entrando repetidamente con sus armas en
�l y derramando sus l�quidos a placer[94].
Michel
Foucault estudi� el cuerpo como objeto de la represi�n penal[95].
Concluyendo que hasta el nacimiento de la prisi�n, el poder (basado en las sociedades
pre-capitalistas en los v�nculos de persona a persona, como bien sabemos)
precisa someter los cuerpos de los condenados (y el medio m�s expeditivo es el
dolor), triunfar directa y visiblemente sobre ellos, mediante suplicios
teatralizados, produci�ndoles mil muertes, excesos punitivos
destinados a aterrorizar a s�bditos y vasallos, reos potenciales[96].
��������������� Esta mec�nica de un poder
social que no disimula sino que proclama el uso de la fuerza, su dominaci�n
sobre las personas sin intermediarios, esto es, directamente, sobre sus cuerpos
f�sicos, necesita (para realizarse y ganar visibilidad como poder correctivo
mod�lico) reproducir la atrocidad del crimen en la atrocidad de la pena,
quedando as� muy claro que ning�n mortal aventaja al poder supremo en la
utilizaci�n de la violencia. Mientras la violencia expl�cita est� dotada de un
gran cr�dito social, su dominio ser� una cuesti�n clave en la lucha simb�lica
por el poder. En este sentido, el Estado absolutista heredar� actitudes y
t�cnicas de poder en relaci�n con la violencia, espec�ficas del feudalismo,
sustray�ndolos a la sociedad civil, genealog�a que el propio Foucault ha
esbozado en alguna ocasi�n[97].
Pero volvamos a
la ejemplar sentencia de Ronquillo, que naturalmente no se queda atr�s a la
hora de punir a los inculpados por la muerte de la Condesa. Es patente el
paralelismo entre la ejecuci�n de la Condesa y la muerte justiciera que se
reserva para su hijo maligno. La crueldad de la justicia y la crueldad de los
malhechores son pues las dos caras de una misma moneda, la reputaci�n de la
fuerza en la Edad Media:
e porque el
dicho don pedro sea castigo e a otros exenplo de cometer los semejantes y tan
atrosysymos e ynabditos delitos, que le devo Condenar e Condeno que en podiendo
ser avido e preso en qualquier cibdad, villa o lugar destos Reynos e se�orios
de sus Altezas, sea sacado de la c�rcel p�blica, atado a la cola de un macho o
Roc�n, arrastrando su cuerpo por el suelo, por las calles p�blicas
acostumbradas de la tal cibdad, villa o lugar donde fuere preso, con alta voz
de pregonero diziendo la cabsa de su culpa, fasta un R�o o mar o lago profundo
m�s cercano e all� sea metido vibo en un cuero o cuba, e de dentro del un gato
e un perro e un gallo e una serpiente e cerrado el dicho cuero cuba y echado e
lan�ado en el dicho R�o, e luego metido dentro y vibo por manera que estando
bibo comience a carescer e caresca de la vista e participaci�n de los quatros
elementos de la tierra, del sol, del agua, del ayre donde ande e est� fasta
tanto que muera su muerte natural e de el sptu bital, e de all� despues de
muerto sea sacado e descuartizen su cuerpo e fagan quatro quartos los quales
mando sean puestos en quatro puertas p�blicas de la cibdad, villa o lugar do
fuese preso, porque su cuerpo padesca tantas maneras e g�nero de penas quantas
el yntent� de dar e di� la muerte a la dicha Condesa su madre[98]
El rito del
ajusticiamiento tiene aqu� dos cometidos muy interrelacionados: disuadir
ejemplarmente a otros de cometer los semejantes y tan atrosysymos e ynabditos
delitos, y devolver ojo por ojo, porque su cuerpo padesca tantas
maneras e g�nero de penas quantas el yntent� de dar e di� la muerte a la dicha
Condesa su madre. El poder punitivo y vengativo de la justicia necesita
dominar el cuerpo f�sico del reo, que es torturado y descuartizado al igual que
los agresores hicieron con la Condesa[99].
Dos diferencias
sustanciales encontramos, no obstante, entre la muerte legal que ordena el juez
y la muerte clandestina de la Condesa de Sotomayor. A) Primero, naturalmente,
la publicidad querida, en el primer caso, para el cuerpo atormentado y
descuartizado del rebelde Don Pedro, para ejemplo de todos y m�xima
ostentanci�n de poder humano. El cuerpo sacado de la c�rcel p�blica
ha de ser arrastrado por un caballo por las calles p�blicas
acostumbradas mientras con alta voz de pregonero diziendo la cabsa
de su culpa, y acontecida la defunci�n: de all� despues de muerto
sea sacado e descuartizen su cuerpo e fagan quatro quartos los quales mando
sean puestos en quatro puertas p�blicas de la cibdad, villa o lugar do fuese
preso[100].
B) Y segundo, la naturalidad de la muerte del inculpado. Al
carecer, dentro del saco de la tortura, de la vista e participaci�n de
los quatros elementos de la tierra, del sol, del agua, del ayre el reo
sufre una muerte natural. Es la misma naturaleza quien restablece
el equilibrio acogiendo en su seno a aqu�l no es digno de estar por encima de
ella. La justicia pone animales en el lugar del verdugo a la hora del tormento:
un caballo arrastrar� a Don Pedro por el suelo, que despu�s dentro del saco de
cuero -o de una cuba- estar� acompa�ado bajo el agua de un gato, un perro, un
gallo y/o una serpiente. Se evidencia as� la sabidur�a de la naturaleza
-animales, tierra, sol, agua y aire- que elimina aquello que es contrario al
orden natural tal como lo entiende el hombre medieval. A Pedro de Sotomayor se
le niega por tanto la muerte humana del caballero (decapitaci�n) o del plebeyo
(horca) por lo inhumano y antinatural del delito perpetrado; la muerte
natural que se le reserva corresponde a la imagen negat�va, tel�rica, de
una naturaleza salvaje, hostil, deshumanizada, devoradora de hombres, que
caracteriza las mentalidades medievales
��������������� La idea de imponer una
pena ejemplar, proporcional al inhumano delito de matar a la propia madre, no
resulta moderada por la condici�n se�orial del principal encausado[101],
m�s bien lo contrario. Ni de lejos respeta el licenciado Ronquillo el derecho
del caballero Pedro de Sotomayor a ser condenado a una muerte por degollaci�n.
Sin embargo, en 1532, cuando este depravado nieto de Pedro Madruga es, por
segunda vez, sentenciado a muerte por la justicia real por falsificaci�n de
documentos[102],
junto con su prima Isabel de Reynoso, se dice en la carta ejecutoria, con el
acostumbrado encarnizamiento y publicidad en los detalles, que sean
degollados por las gargantas con un cochillo de fierro azero hasta que muera
naturalmente. E ans� degollados sean fechos quartos E sus cabezas se pongan en
el rollo o picota E los dichos quartos se pongan en los caminos p�blicos;
siendo en cambio los plebeyos y vasallos implicados en esta causa condenados a
morir ahorcados[103].
Pedro de Sotomayor salva otra vez el pellejo -la ambig�edad del Rey y la
amistad nobiliar lo proteg�an ciertamente de las iras de los oficiales reales-,
al menos de momento[104],
pero no as� el hidalgo Diego Gorbal�n que gobernaba por Don Pedro su fortaleza
de Sotomayor[105],
el cual en efecto fue arrastrado a la cola de un caballo, llevado al rollo
donde le fu� cortada la cabeza -que qued� all� hincada en un clavo de hierro-,
y por �ltimo descuartizado, siendo expuestos sus restos en los caminos p�blicos
de Orense[106].
Todo el ceremonial en l�nea con la did�ctica de la violencia tan
espec�ficamente medieval.
Ejecuciones reales
Los
funcionarios reales aprenden de los mismos reyes que se puede, incluso se debe
si son merecedores de ello, ajusticiar a se�ores e hidalgos, privilegiados por
definici�n del sistema, aunque tambi�n sujetos a la ira regis, sobre todo
en los per�odos de afirmaci�n del poder real. Ordinariamente la raz�n para una
pena de muerte a un caballero -en el caso de las ejecuciones reales, siempre
por degollamiento- es las malfechor�as que se le atribu�an. Hab�an de recibir
el mismo trato que los dem�s s�bditos del rey, quien de vez en cuando procuraba
mostrar de este modo el igualitarismo de su alta justicia[107].
Ahora bien, mezcladas con motivaciones justicieras de tipo general, actuaban
poderosas razones pol�ticas, y en primer t�rmino la lucha entre los grandes del
reino por la Corona, que producen por ejemplo el degollamiento de Alvaro de
Luna por orden de Juan II de Castilla (1452)[108],
o del Duque de Bragan�a por parte de Jo�o II de Portugal (1483)[109].
El monarca pod�a pretextar traici�n y desobediencia por parte de un vasallo
noble, o sencillamente malquerencia, para hacer caer el peso de la ira regis
sobre su cabeza, nunca mejor dicho. El Rey, en suma, pod�a ejecutar
paradigm�ticamente a los dirigentes civiles de la sociedad cuando �stos transgred�an
el propio orden que a ellos les tocaba defender, o cuando se opon�an a sus
propios intereses personales como monarca, quien a menudo era un gran se�or m�s
en la lucha por el poder.
A lo largo de
la Baja Edad Media se dan tambi�n en el reino de Galicia diversas muertes
ejecutadas, de miembros de la nobleza y de la hidalgu�a, por mandato de los
Reyes de Castilla y Le�n, en algunas ocasiones ejecuciones relacionadas con
visitas regias a dicho reino, cuando Galicia estaba en el itinerario de la
monarqu�a castello-leonesa.
En noviembre de
1291, Arias P�rez Voitorago, caballero, hace testamento ante la inminente
ejecuci�n de su sentencia de muerte. dictada -los motivos no constan- por Diego
G�mez, Adelantado Mayor en Galicia de Sancho IV[110].
En enero-febrero
de 1331, dos hermanos, hidalgos con toda probabilidad, Afonso y Vasco G�mes de
Parada hacen testamento � hora da morte, con todo meu entendemento,
estando preso e julgado � morte -precisa Vasco estando en capilla- por
los jueces del Adelantado Mayor en Galicia de Alfonso XI[111].
En 1366, Pedro
I manda matar a Suero de Toledo, arzobispo de Santiago, por medio de dos
caballeros gallegos que le quer�an mal, los cuales llevan a cabo el
sacr�lego crimen en Santiago, en las mismas puertas de la Catedral[112].
En 1393,
reinando Enrique III, Roi Soga Mari�o de Lobeira porque fue desobediente
al rey (...) Fue preso y degollado en la villa de Noya, e recibida su hacienda
para la corona real[113].
En 1458,
Enrique IV se acerc� a Le�n, donde orden� prender a dos hidalgos que hab�an
tomado por la fuerza una fortaleza en Galicia, los cuales fueron
p�blicamente justiciados, y el caballero querelloso restitu�do en su fortaleza;
lo qual paresci� cosa muy bien hecha, y digna de gran loor[114].
En 1483, el
gobernador Fernado Acu�a y el justicia mayor L�pez Chinchilla, representando a
los Reyes Cat�licos, ficieron justicia en muchos homes, que hab�an
cometido en los tiempos pasados fuerzas � cr�mines; entre los quales ficieron
justicia de un caballero que se llamaba Pedro de Miranda, � de otro caballero
que se llamaba el Mariscal Pero Pardo: los quales no cre�an que pod�a venir
tiempo en que la justicia los osase prender[115].
En 1486,
seguramente a continuaci�n de la visita en dicho a�o a Galicia, los Reyes
Cat�licos, reciente a�n la ejecuci�n de Pardo de Cela, utilizan la pena de
muerte como medio disuasorio para apartar a la nobleza del gobierno de Galicia,
y as� mandan al Conde de Altamira, aprovechando la querella presentada por un abad
que acababa de sufrir sus amenazas, que se fuese a Castilla dentro de
tanto t�rmino so pena de muerte: Y ans� lo hi�o[116],
mostrando el m�todo su eficacia.
Teniendo
caballeros e hidalgos como oficio -y tambi�n como fundamento de su poder
social- el ejercicio de la violencia, la muerte del caballero es, l�gicamente,
un hecho normalizado en las mentalidades y en la vida cotidiana del medioevo.
Nadie se extra�aba cuando los nobles, profesionales de la guerra, mor�an
violentamente. En una sociedad regulada legalmente -y a�n m�s realmente- por la
fuerza, estaba pues prevista la muerte del se�or en la guerra, tambi�n del
se�or malhechor o del se�or traidor, pero �estaba prevista la muerte se�orial
en manos de los vasallos? En todo caso, no estaba permitida, era de entrada una
muerte prohibida por la justicia legal y la cultura se�orial.
Homicidio se�orial y revuelta social
As� que tambi�n
los caballeros mor�an en las manos de sus vasallos sublevados. Una forma m�s,
aunque no la m�s honrosa, que ten�an los miembros de la nobleza feudal de
fenecer en el ejercicio de su funci�n social. Si bien la muerte se�orial a
causa de una revuelta social, ni tan siquiera supone, como sabemos, el mayor
riesgo que corre la vida de un se�or de vasallos en la Edad Media. Ahora bien,
el homicidio se�orial no era ni rar�simo ni indecible. El asesinato del
amo pertenec�a a la vida corriente de los se�ores, sino en su plena normalidad,
al menos en su patolog�a ordinaria; argumenta en su estudio sobre el
asesinato del se�or en la sociedad feudal Robert Jacob[117].
Valoramos en este trabajo el intento de una historia de las mentalidades -y m�s
concretamente el tema de la muerte- que retoma la vieja pero vigente y
altamente significativa tem�tica de los conflictos y las revueltas, en el marco
de una renovada historia de la criminalidad; triple convergencia que nosotros
ensayamos, en 1986, con la investigaci�n sobre la mentalidad justiciera de los
irmandi�os.
La ley
medieval, que dispon�a que los vasallos hab�an de sacrificar sus vidas para
defender a su se�or[118],
mal pod�a aceptar el supuesto de que el servidor matase a su due�o y se�or.
Otra cosa bien distinta eran la pr�ctica social y la tradici�n oral[119],
que asoman en las fuentes escritas, narrativas y sobre todo judicciiales,
siendo en estas �ltimas donde vamos a hallar m�s indicios de la peculiar
mentalidad justiciera de revuelta que subyace en ese tipo de muertes se�oriales[120].
La muerte violenta del se�or por sus vasallos pertenec�a esencialmente al
�mbito de la cultura oral y el derecho de revuelta, resultaba injustificable
con el derecho promulgado en la mano y, en consecuencia, la judicatura tend�a a
inhibirse; si encontramos menciones a dichos hechos legalmente indecibles en
las fuentes judiciales es mayormente por motivos colaterales al propio
homicidio.
��������������� Para
Gustave Le Bon la expresi�n m�s convincente de la criminalidad objetiva[121]
de una multitud sublevada, radicaba en el asesinato del adversario por su
condici�n social, poniendo como ejemplo, naturalmente, las matanzas de la Revoluci�n
Francesa[122].
Varios siglos atr�s, Froissart hab�a pintado un paradigm�tico cuadro donde los
campesinos de la jacquerie (1358) se dedicaban a matar a cuantos
caballeros pod�an, y a otras violencias, sin saber el porqu� lo hac�an, glosa
el c�lebre cronista[123].
Hubo mucho de
inconsciencia[124]
en la violencia de 1358, pero fue menos arbitraria e indiscriminada de lo que a
simple vista pod�a parecer. Se afirma que, en los siglos XI y XII, ya el
homicidio se�orial en revuelta es un acto en general, colectivo y
premeditado (...) No se mataba a su propio se�or bajo el efecto de la c�lera,
el golpe estaba calculado[125].
Algo de eso hay, la v�ctima es seleccionada y ejecutada, en algunos casos
incluso con presumible premeditaci�n y alevos�a, por lo que en rigor jur�dico
se podr�an enfocar como asesinatos muchos de estos homicidios. Pero ya dijimos
que la cabal interpretaci�n de estas muertes se�oriales desborda el marco del
derecho escrito y entra de lleno en la cultura popular, en cuyo seno su significaci�n
imaginaria y gestual supera en importancia a la explicaci�n
racionalista que ofrece la cultura letrada, que conduce a
sobredimensionar equivocadamente el aspecto conspirativo[126].
Conviene discernir
por consiguiente dos aspectos de la muerte del se�or en las revueltas
medievales, que en la vida real act�an conjunta y entremezcladamente: 1)
objetivo calculado por los rebeldes (medio para obtener un fin); 2) ritual
cat�rtico y teatral en buena medida espont�neo, no consciente (violencia
simb�lica). En la arquet�pica muerte del Comendador Mayor de la Orden de
Calatrava, Fern�n G�mez de Guzm�n, por los vasallos sublevados de Fuenteovejuna
(1476), tenemos (a) como finalidad social, una forma de acci�n antise�orial de
los vecinos de la villa, claramente encuadrable en su lucha por verse libres
del se�or, lucha que es anterior -y tambi�n posterior- a la revuelta que m�s
adelante inmortalizar� Lope de Vega[127];
y (b) como rito cargado de signos, el sacrificio colectivo, primitivo y
festivo, de la v�ctima: muerte encarnizada, ensa�amiento con el cad�ver y el
gesto de dejar el cuerpo insepulto para el castigo eterno de su alma[128];
rasgos ceremoniales que, por otra parte, hacia 1518, tambi�n estar�n presentes,
seg�n hemos visto, en la muerte de la Condesa de Cami�a por os vasallos que
obedec�an a su hijo. Resulta significativo el hecho de que siendo tan distintos
los fines perseguidos por estas dos muertes colectivas y sus circunstancias, el
ritual tenga tantas semejanzas. La condici�n social de la v�ctima y de los
protagonistas, vasallos y gente com�n, es com�n: quiz�s tambi�n lo sean el
fondo reprimido, semiconsciente, de pr�cticas rituales de reminiscencias
ancestrales que ponen en marcha los ejecutantes populares.
���� La ejecuci�n colectiva del se�or conlleva
un ceremonial simb�lico, cuya puesta en escena los actores no sabr�an tal vez
explicar. Elucidar la causa y el origen -cultural- de los actos y gestos que
rodean el ajusticiamiento se�orial, acontecimiento que se
representa a la vez que se lleva a cabo[129],
es m�s tarea del� historiador de hoy que
de sus protagonistas de anta�o.
El ritual
violento del ajusticiamiento se�orial no es desde luego gratuito, responde a
necesidades culturales y funciones sociales, expl�citas o latentes, como la
descarga sublimadora de emociones y tensiones acumuladas (cuesti�n vital en la
Edad Media, tiempos de agresividad desinhibida), la representaci�n
socio-religiosa del crimen en la procura de su justificaci�n y legitimaci�n,
impresionar el imaginario colectivo y la memoria hist�rica, el restablecimiento
del orden tradicional y consuetudinario roto por los agravios perpetrados por
el mal caballero, justamente condenado a muerte y ejecutado por sus vasallos.
En suma, la demostraci�n imaginaria del poder triunfal de los rebeldes sobre el
cuerpo supliciado y mutilado de la v�ctima, que representa, no lo olvidemos, un
orden social puntualmente impugnado. Y decimos bien imaginaria
porque en la realidad el homicidio se�orial es asimismo una v�lvula de escape,
relativamente normal en una sociedad que cultiva la violencia. En el fondo la
muerte se�orial es inofensiva para el sistema global, que se limita a sustituir
al amo masacrado por otro, usualmente en mejores condiciones, tanto para los
vasallos (que arrancan por lo regular conscesiones) como para los se�ores (que
ganan un consentimiento perdido).
La primera
precauci�n del investigador al estudiar la muerte del se�or como representaci�n
social debe ser separar las actitudes favorables de las actitudes contrarias.
El significado simb�lico del homicidio se�orial para los protagonistas choca
con el de sus antagonistas, que tachan de asesinato una acci�n que, en cambio,
para los favorables es un acto justiciero, reparador. As� tenemos, por poner un
ejemplo, que para la cultura savante la elecci�n de una iglesia[130]
o de un d�a santo para matar al se�or, significa de entrada sumar al delito de
asesinato el delito de sacrilegio (Partidas I, 18, 9), no obstante para
la cultura popular� -medio en la que se
mueven los actores- la selecci�n de un lugar y de un tiempo sagrados pretende
m�s bien lo contrario, es la prueba de un Dios justiciero que gu�a la mano de
los ejecutores, cuya identidad permanece por lo regular an�nima en la fuentes eclesi�sticas
con la fin de subrayar precisamente la autor�a divina[131].
En la
genealog�a de la muerte del se�or como representaci�n social hallamos,
corrientemente de forma combinada y sincr�tica, tres contextos culturales y
mentales: uno profano -la ejecuci�n como acto civil justiciero, vengativo, de
poder-, otro providencialista cristiano y un tercero de origen religioso
pre-cristiano. Sin olvidar una cuarta dimensi�n, b�sicamente social, que
ilumina a las tres anteriores, sin la cual es pr�cticamente imposible
comprender el sentido, tanto real como imaginario, del homicidio se�orial: la
muerte del se�or por obra de sus vasallos como acto eminentemente antise�orial,
resultado de una tensi�n o revuelta social, manifestaci�n extrema por tanto de
una lucha de clases.
Dif�cilmente
vamos a dar con un caso en el que no se defienda, bien a priori bien a
posteriori, la justicia de la ejecuci�n de un se�or con el pretexto -casi
siempre con una base objetiva- de un comportamiento innoble, con la acusaci�n
de que era un gran hacedor de agravios a sus vasallos. La comunidad toma la
justicia por su mano, usurpa la funci�n de los jueces (se�oriales,
municipales y reales), dicen algunos letrados contrarios. Pero lo que no es
claramente legal en la cultura escrita puede serlo en una mayoritaria y
tradicional cultura oral que libra al reba�o del mal pastor.
�No prevee
expl�citamente el modelo caballeresco de comportamiento social -y as� consta
incluso en el derecho escrito seg�n ya hemos visto- el derecho a matar a enemigo
conocido para vengar el linaje, previa declaraci�n de enemistad y desaf�o
p�blico[132]?
Pues bien, este derecho, en pleno vigor consuetudinario para las diversas
clases sociales, permit�a un uso alternativo[133],
es el derecho de revuelta.
Las villas de
Galicia y de Le�n que en 1295 forman una hermandad de autodefensa, especifican
bien en los estatutos que todo rricome o infanz�n o cavallero que
robe a los vecinos, o acoja ladrones conocidos, o mate o deshonre a alguien de
los concejos confederados, non seyendo dado por enemigo por fuero o por
derecho, que sufra entonces la reparaci�n justiciera, debiendo
todos unos, adem�s de derribarles las fortalezas y destruirles sus
casas, vi�as y huertas, aplic�rsele la m�xima pena: que lo maten� por ello[134].
El homicidio
se�orial como derecho de revuelta toma, d�ndole en cierto sentido la vuelta,
del derecho consuetudinario, aplicado y escrito en general, la dimensi�n civil,
laica, de su modus operandi, los gestos y las formas de justificar y
teatralizar una ejecuci�n civil seg�n justicia: denuncia de los actos
se�oriales susceptibles de semejar delitos legales; acusaci�n de traici�n[135];
conjuraci�n y tiranicidio[136];
utilizaci�n del derecho de resistencia[137];
consumaci�n del homicidio como si de una pena de muerte judicial se tratase
(publicidad, tormento, mutilaci�n de miembros, uso de armas blancas, exposici�n
del cad�ver); ley del tali�n,� y dem�s
elementos legales, exculpatorios y rituales de la preparaci�n y puesta en pr�ctica
de una muerte justiciera.
La teatralidad
profana que rodea al homicidio se�orial de motivaci�n social, tiene su origen,
en primer lugar, en la catarsis violenta de un sentimiento de agravio acumulado
a causa de las agresiones, abusos y malfechor�as perpetradas por el se�or y su
gente, y/o adjudicadas imaginariamente a un se�or individual como chivo
expiatorio de los males del sistema social; en segundo lugar, en el uso
socialmente alternativo del derecho a una justicia eficaz; y, en tercer lugar,
en la lucha por el poder entre vasallos y se�ores, expresada en la dominaci�n
del cuerpo para se�orear a las personas. Existe una innegable simetr�a entre el
cuerpo supliciado de los reos -normalmente vasallos- de la justicia y el cuerpo
supliciado de los se�ores v�ctimas de los vasallos rebelados.
En el terreno
de la religi�n, la funci�n cat�rtica -liberaci�n purificadora de emociones
reprimidas- del homicidio antise�orial se ejerce en el nombre de un Cielo
o de una Tierra que exije una v�ctima[138],
en el cuadro de un universo mental de creencias cristianas o paganas, o las dos
cosas simult�neamente, que tal vez sea lo que m�s nos vamos a topar.
La visi�n
providencialista ubica el ojo vigilante de Dios por encima de las autoridades
temporales: Dios con su ira vengativa, y el inevitable concurso humano, corrige
los abusos cometidos por los se�ores de la tierra. Las fuentes hist�ricas (y no
s�lo las eclesi�sticas) enjuician el homicidio colectivo del se�or como un
signo de la omnipresencia y omnipotencia de Dios en la tierra: las menos (de
acuerdo con la encuesta de Robert Jacob), consideran a la v�ctima se�orial como
un m�rtir, santo que los vasallos pecadores asesinaron sin temor de Dios; las
m�s, enfocan el homicidio como un castigo divino en raz�n de los pecados
cometidos por la v�ctima, de ah� que los ejecutores escojan en ocasiones aquel
momento en que el -mal- se�or est� en pecado mortal, excomulgado, para actuar
de intermediarios de la justicia divina[139].
Por �ltimo,
conviene bucear en el fondo de las supersticiones pre-cristianas determinados
aspectos rituales que acompa�an a la muerte del se�or por sus vasallos
sublevados, sin perjuicio de que tales creencias paganas influyan asimismo en
los otros dos aspectos, profano-justiciera y providencialista, de los que ya
hemos hablado de la compleja �-como todos
los dominios de la antropolog�a hist�rica- representaci�n social del homicidio
se�orial.
La muerte del
se�or tiene com�nmente la funci�n latente, m�gica, de un sacrificio ritual[140].
Siendo el se�or el protector del equilibrio que mantiene unido el mundo natural
y el mundo social, y por tanto primer factor unitario de la propia comunidad,
�sta se rompe, poniendo en peligro la subsistencia del grupo, cuando su se�or y
jefe natural, deja de cumplir su rol defensor, surge entonces[141]
la necesidad de la inmolaci�n, especie de culto a la fertilidad que con la
restituci�n violenta del amo culpable a la tierra, siembra la virtual
resurrecci�n de un poder que (sustituyendo el tirano derrocado) habr� de
restituir la paz, la justicia y la prosperidad para todos: la armon�a
tradicional y consuetudinaria de la sociedad con la naturaleza.
En este
contexto cultural e imaginario del sacrificio lit�rgico, como se hacen comprensibles
ritos, supervivientes del inconsciente colectivo, para dominar los cuerpos
ajusticiados[142],
que de otra manera aparecer�an como gratuitos, seg�n nuestras mentalidades
racionalizadoras de hoy[143]:
exceso de sangre y de heridas que causan simb�licas mutilaciones -por el hierro
o la piedra[144]-
en el cuerpo de la v�ctima as� inmolada; celebraci�n posterior del sacrificio
con banquetes y fiestas (caso de Fuenteovejuna); sepultura fuera de lugar
sagrado, o sencillamente no sepultura del cad�ver ignominioso[145].
����������� Muerte y resurrecci�n, ciclo
fecundo de una importancia pr�ctica y social que va m�s all� del imaginario.
Inclusive habiendo represi�n, lo normal es que el nuevo se�or acabe ejerciendo
un poder m�s ben�fico para esos vasallos que acaban de matar cruelmente a su
antecesor. Los casos de Fuenteovejuna[146]
y Ribadavia (muerte de la Condesa de Santa Marta en 1470)[147]
son muy significativos a este respecto.
Matar al se�or
Reunimos ocho
casos de homicidios se�oriales en un contexto de revuelta social, en la Galicia
bajomedieval, que vamos a analizar en detalle, adelantando que el tipo de
fuentes utilizadas (notariales, sobre todo) y las circunstancias espec�ficas
del reino de Galicia entre 1369 y 1527 (per�odo escogido para nuestra
investigaci�n), nos van a permitir concretar lo dicho y a�n a�adir nuevos
elementos a la comprensi�n de la muerte se�orial en el medioevo europeo.
El 18 de julio
de 1386, Mar�a Casta�a[148],
viuda, y sus hijos, Gon�alvo �ego y Afonso �ego, seg�n se deduce una familia de
campesinos acomodados, acuerdan donar al obispo de Lugo, Pedro L�pez de Aguiar,
p�blicamente, ante sus vecinos -que hacen de testigos en el acto notarial-,
todas sus tierras y bienes inmbuebles en el coto de San Pedro de Cereixa, donde
viv�an, por emenda et corregemento de mal injuria et herro que fezemos
enno dito couto de �ereyxa (...) por ripintemento et dapno et sen razon que
enno dito lugar fesemos, por cuanto los �ego -a�aden- fomos en
ferir a Fran�isco Ferrnandes moordomo do sennor obispo de Lugo de feridas de
que beo a morte. Adem�s de ganar, con la entrega de lo suyo, la
mer�ee et misericordia del se�or obispo hacia estos arrepentidos
homicidas, convienen Mar�a Casta�a y su familia pasar a ser fieles vasallos del
obispo y nunca m�s -juran- rebelarse contra el se�or�o de la Iglesia episcopal[149]:
outorgamos de seer senpre en toda nosa vida en seu servi�o et da dita sua
iglesia et en ajuda dos seus familiarios (...) et a non yr contra el nen contra
a sua iglesia en ninhuna maneyra[150].
La donaci�n
econ�mica a cambio del perd�n eclesi�stico es una interesante variante del
ritual providencialista que envuelve a la muerte del se�or[151].
El perd�n se�orial es una alternativa difundida, sobre todo entre los se�ores
eclesi�sticos[152],
a la represi�n pura y dura. Entrega de tierras, entrada en dependencia y
promesa de obediencia, constituyen una penitencia impuesta a los asesinos por
su culpa sacr�lega, que logran as� salvar sus almas... y eludir la represi�n.
Los donativos a la Iglesia para comprar la absoluci�n de los pecados y la
seguridad de los cuerpos[153],
es un camino acostumbrado (seguido tanto por los campesinos como por la
nobleza) y bien conocido por los historiadores de la econom�a medieval, que
hizo posible la constituci�n y el ensanchamiento de los se�or�os eclesi�sticos.
Se
sobreentiende que los pecadores necesitados de la misericordia de Dios, son los
arrepentidos agresores, no la v�ctima se�orial (usualmente un prelado), que
permanece casi limpia de falta[154],
sin llegar a�n a la consideraci�n de santa y m�rtir, por lo que quedar� ubicada
en un lugar intermedio entre el Cielo y la Tierra. No ser� �sta la primera vez
que el discurso hagiogr�fico no coincide con la praxis, y la mentalidad
subyacente, econ�mica eclesi�stica, omnipresente en la documentaci�n notarial y
judicial.
La carta de
donaci�n y vasallaje de Mar�a Casta�a y su gente, por Dios y por nuestras
almas[155],
entra�a pues restablecimiento simb�lico del equilibrio social, la relaci�n
se�ores/vasallos, rota por el homicidio[156],
y que solamente la sagrada intercesi�n de la Iglesia Catedral de Santa Mar�a de
Lugo puede hacer perdonar y subsanar, previo acto de contricci�n, expresi�n de
dolor que prueba su sinceridad, por la ofensa hecha a Dios, con el
desprendimiento penitencial de los bienes materiales.
En el mismo
Lugo, el 24 de octubre de 1403, un alcalde-juez real dicta una sentencia de
muerte[157],
onde dicen las Corti�as de San Romao, contra un nutrido grupo de
vecinos de la ciudad (un sastre, un mercader, un peletero...), todos ellos en
rebeld�a, por el delito de la muerte de su Se�or[158],
el obispo Lope de Salcedo, bien como principales feridores �
matadores, bien como consejadores � sabidores de la dicha muerte, �
defensores, � aiudadores de los principales matadores (el juez insin�a
ciertamente una conjuraci�n). Nada sobre la causa de la revuelta[159],
ni acerca de las circunstancias concretas del homicidio se�orial. Hallamos con
todo el conocido ritual de la violencia punitiva, purificadora, cruel y
exhibicionista, en la plebeya pena de muerte que dictamina el juez para los
inculpados: � la muerte que sea en esta manera: que los arrastren do
quiera que fueren fallados, � los cuelguen con senllas sogas de la garganta
fasta que mueran, � los dejen estar en las forcas en tanto que la natura humana
los pueda sustentar. No tenemos noticia de que hubieran cogido a los
ciudadanos hu�dos. No debemos subestimar la circunstancia de que cuando se
redacta la sentencia, el juez real sabe que no va a tener un cumplimiento
seguro, inmediato.
Muerte silenciada, muerte perdonada
El 3 de
noviembre de 1419, otro obispo gallego, Francisco Alonso, se�or de Orense,
muere a causa de una revuelta de la nobleza y de los vecinos de la ciudad. La
documentaci�n catedralicia orensana se�ala, como si de anales del obispado se
tratase, cierto misterio en la muerte oculta de este obispo que, a media noche,
cay� del caballo en el Pozo Maim�n (en la orilla izquierda dela r�o
Mi�o, a cinco kil�metros de Orense), muriendo ahogado y siendo luego recuperado
su cad�ver por su gente y sepultado en la capilla de Santa Eufemia de la
Catedral:
Ano do
nascemento de noso Se�or Jesucristo de mill et quatrocentos et dez e nove anos
dia viernes acerquea de mydea noyte que eran tres dias do mes de Novembro a
aparada do po�o Ameynon caeu o se�or obispo don Francisco de boa memoria de
cima de hun cabalo, e botarono vivo asta o porto a Barbantes en donde se finou
et amaneceu finado ao sabado que era qatro dias do dito mes do dito ano, et
trouxerono a esta cibdade e deytarono sepultado en Santa Eufemia[160].
Para la tradici�n oral, que recoge la documentaci�n
catedralicia, hab�a sido un homicidio con premeditaci�n, un asesinato, seg�n se
comprueba, setenta a�os despu�s, en 1489, en el Tumbo de Beneficios, donde un
sacerdote (Pedro Tamayo) declara oralmente que un hidalgo (Pedro L�pez
Mosqueira) hab�a donado al cabildo de Orense los beneficios de San Pedro de
Moreiras y San Mart�n de Mugares: por la muerte de D. Francisco Obispo
Dourens de boa memoria que Dios axa, porque lo mand� matar a Lopo de Alongos e
outros seus criados al puzo maim�m e seu escudeiro[161].
Sin embargo, la realidad que se deriva de la
tradici�n escrita contempor�nea es significativamente distinta. Pedro L�pez Mosqueira
-Alf�rez Mayor del Duque de Arjona en aquel momento- hab�a donado en efecto
dichos beneficios al objeto de que se le levantara la excomuni�n que pesaba
sobre �l, desde hac�a seis a�os, por haber participado, junto con muchos otros
orensanos, en el asedio al obispo Francisco Alonso en la Catedral, hecho
inmediatamente anterior a su sospechosa muerte en el Pozo Moim�n, suceso
luctuoso que ni se menciona ni por tanto resulta inculpado por ello el
arrepentido penitente.� Seg�n un
documento datado en 1425, la Iglesia de Orense recibe determinadas propiedades
y dinero de quince vecinos, que obtienen as� la absoluci�n y el perd�n por el
mencionado cerco (los caballeros Garc�a D�az de Cad�rniga y Pedro L�pez
Mosqueira, un zapatero, un carnicero, un barbero...)[162].
Apuntemos que la muerte del obispo tiene sin duda lugar en el contexto de una
revuelta urbana contra �l como se�or del obispado[163].
El caso es que tanto vecinos como representantes de la Iglesia episcopal, hacen
como si la muerte ejecutada del obispo no hubiera sucedido nunca (a efectos de
cultura escrita y legalidad vigente).
�Por qu� la muerte violenta del se�or obispo de
Orense deviene en el a�o 1425 en muerte silenciada[164]?
�Por qu� permanece reclu�do en la cultura oral el grav�simo delito de homicidio
en la persona del se�or, a quien se deb�a proteger con la propia vida, y m�s
a�n si es el pastor del pueblo cristiano?
���� Si el levantamiento armado y posterior
cerco del obispo y su bando en la Catedral se ten�a por grand injuria,
por lo cual el non pod�a seer absolto senon polo papa, dice el cabildo al
arrepentido Garc�a D�az de Cad�rniga[165],
�qu� habr�a que decir del asesinato de dicho obispo?. Evidentemente, la
clandestinidad del homicidio, el hecho de la conjura y la ejecuci�n nocturna en
lugar aislado -fuera de la ciudad-, no hac�a f�cil probar aquello que, por lo
dem�s, era fama p�blica. Pero ni su imagen de muerte indecible por su atrocidad
(m�s grave que la muerte antedicha del mayordomo episcopal de Lugo), ni su
indemostrabilidad legal como muerte clandestina, agotan realmente los motivos
del silencio de la propia Iglesia de Orense sobre el homicidio de su prelado en
el documento de 1425 concediendo el perd�n colectivo, que incluye cuando menos
al se�alado por la tradici�n como instigador del crimen: Pedro L�pez Mosqueira.
El silencio expresa en este caso la impunidad, deseada naturalemente por la
ciudad y consentida impl�citamente por la Iglesia catedral.
La muerte
violenta del obispo de Orense en 1419 es a fin de cuentas una muerte asumida
por la Iglesia episcopal, algo que no hab�a que investigar, terminaron por
pensar can�nigos y lugartenientes (provisores) de los sucesores del difunto
Francisco Alonso, opini�n que por fuerza compart�an la nobleza local y la gente
de la ciudad, encubridores seguros de los conspiradores justicieros. No es �ste
el caso de una sentencia represiva que un juez real comisionado al efecto dicta
contra unos inculpados que todo el mundo sabe en rebeld�a -1403, Lugo-, se trata
ahora de unos se�ores eclesi�sticos que procuran reconquistar el pleno
ejercicio del se�or�o de la ciudad, gravemente perturbado por la insurrecci�n
de hidalgos y populares contra Francisco Alonso[166],
poniendo en pr�ctica como ritual restaurador del equilibrio social, la donaci�n
a cambio del perd�n.
El intercambio
es planteado con total explicitud en cuanto a su significado. El donativo a la
Iglesia como castigo por los pecados cometidos contra ella es, seg�n ya
apuntamos, una variante de la tradicional donaci�n para salvar el alma, s�lo
que en este caso queda a salvo el cuerpo de la represi�n judicial, cuesti�n muy
importante puesto que el dominio del cuerpo del reo es un aspecto decisivo de
la mentalidad justiciera oficial en la Edad Media. En el fondo �no estamos ante
una alternativa de facto al sistema judicial civil medieval[167].
La justicia de Dios que perdona el cuerpo en el lugar de la justicia de los
hombres que reprende el cuerpo. Cuando D�az de Cad�rniga solicita la absoluci�n
de la excomuni�n en que se encontraba por el cerco el obispo, los sacerdotes y
el provisor del obispo responden que non pod�a seer absolto a menos de
satisfacer a adita iglesia et beneficiados dela o dito gar��a d�as da grande
injuria quelle ti�a feito. El ritual penitencial que sigue busca
restaurar mediante gestos el poder que el pecador desafi�. Primeramente el
arrepentido recibe la absoluci�n, desnudo y de rodillas, Rezando sobrel o
salmo miserere mei deus et d�ndolle enas espaldas con huum cordon que tragia
�ingido et dizendo as palabras de Absolu��n, es decir, se somete al
cuerpo a una humillaci�n y a un castigo puramente simb�licos, muy alejados del
encarnizamiento de la justicia secular, tanto oficial (se�orial, real,
municipal) como de revuelta (muerte del se�or). Despu�s el noble penitente D�az
de Cad�rniga entrega las casas que dona por s�a maao tangendo as
�erraduras das portas das ditas casas a alvaro fern�ndes can�nigo en nome do
cabildo[168].
Los
representantes de la Iglesia episcopal de Orense, detentadores de la
administraci�n de la justicia en esa provincia, saben que la muerte de su se�or
obispo, prelado y pastor, no es algo perdonable en t�rminos can�nicos[169],
ni siquiera compensable por una entrega penitencial de bienes materiales[170],
a�n m�s, si reconocieran el delito e inculparan a los criminales no bastar�a la
pena de excomuni�n (siempre susceptible de una absoluci�n comprada) habr�a que
aplicar sin m�s la pena civil, la pena de muerte[171].
Todo empujaba a mantener la muerte del obispo extramuros de la cultura letrada:
en el seno de la tradici�n oral.
Al final la
mejor opci�n para la Iglesia de Orense, el mal menor, en el cuadro de una
estrategia encaminada a intentar restablecer la obediencia de la ciudad: es
asumir en silencio la renombrada muerte episcopal[172],
aprovechando su cualidad de delito oculto (perpetrado en secreto) y la eficacia
de su ejecuci�n, prest�ndose el lugar y el momento escogidos para el asesinato
a la tranquilizante hip�tesis de un accidente. Desde el siglo XV la coartada
del accidente sirvi� para negar t�cita y colectivamente en Orense la muerte
alevosa y sacr�lega de 1419[173].
El silencio impune de los conspiradores hace posible el silencio impune de los
jueces capitulares; la ausencia de un ritual p�blico y triunfal en la muerte
del se�or hace quiz�s innecesario un ritual restaurador asimismo p�blico y
triunfal.
���� La muerte silenciada de la cultura savante
favorece altamente la hegemon�a de una prolongada tradici�n oral favorable que
ve�a en ella una muerte justa. A�n en el siglo XVIII, la tradici�n escrita
eclesi�stica combate la creencia (asumida en su momento por las propias
autoridades eclesi�sticas de Orense y, por omisi�n, de Santiago y de Roma) de
dar por cosa buena la muerte violenta del obispo Francisco (noticia tan
sabida, tan p�blica, y constante en la Iglesia y di�cesis de Orense[174]),
como una insigne haza�a, de la nobleza orensana sobre todo,
haciendo votos en suma el escritor para que ni en Galicia, ni en Espa�a
aya quien infiera nobleza de acci�n menos christiana, y cath�lica. Frente
a la fuerza y a la vigencia de una tradici�n favorable a la conjura
justiciera de 1419, el historiador de la Iglesia de Orense que estamos citando[175],
acepta la reinterpretaci�n que hab�a propuesto el genealogista Felipe de la
G�ndara en el siglo XVII quien -reconoce Mu�oz de la Cueva- pretende
deslucir, y borrar semejante noticia, con dezir, que s�lo puede tener
fundamento en que alguno de los antiguos Id�latras, y Tyranos Gentiles
martyrizasse � alguno de nuestros primeros Obispos, �chandolo en dicho
pozo. El cronista eclesi�stico, muestra pues una patente disposici�n a
reinventar la tradici�n oral desde la cultura erudita: Si se puede
componer con tan firme, y aut�ntica tradici�n, me acomodar� gustoso, y abrazar�
tan p�o sentimiento...[176].
La proposici�n savante
de G�ndara de homologar al difunto obispo del Pozo Maim�n con los primeros
m�rtires cristianos sacrificados por los tiranos id�latras del Imperio romano,
es totalmente ajena a la representaci�n de dicha muerte que se desprend�a de la
documentaci�n catedralicia de Orense del siglo XV[177].
La t�ctica de silenciar legalmente el asesinato episcopal, cuadraba m�s bien
con la representaci�n providencialista -indecible, desde la defensa doctrinal y
a�n temporal de la Iglesia-, que asigna al obispo Francisco parte de la
responsabilidad en su propia muerte en raz�n de sus errores y pecados.
���� La Iglesia de Orense proclamaba en 1425:
por quanto a Iglesia deve de seer m�is piadosa ca non Regurosa, que eles
quelle perdoavan o dito delito[178],
a Pedro L�pez Mosqueira. Es l�cito preguntarse si aparte del cerco sacr�lego de
la Catedral, no estaban unos y otros perdonando tambi�n, sin decirlo, el
secreto a voces de la muerte alevosa del se�or obispo, que la piedad, la poco
rigurosa ley temporal eclesi�stica y el inter�s econ�mico aconsejaban olvidar.
Todo funciona como si, en �ltima instancia, el tirano fuese el obispo
ajusticiado, en vez de los id�latras gentiles, de manera que los
rebelados no habr�an hecho m�s que ejercer el derecho de resistencia impl�cito
en la acci�n de los protagonistas de la conjura o se mostraron favorables a
ella. El silencio de las fuentes catedralicias acerca del porqu� de la muerte
del obispo, beneficia abiertamente una representaci�n alternativa, favorable a
los ejecutadores[179].
De 1419 en
adelante, acaban poni�ndose en connivencia la revuelta ciudadana, la
conspiraci�n nobiliaria y la posici�n conciliadora del cabildo, ofreci�ndonos
un paradigma de c�mo la muerte del se�or en la Edad Media gallega es un hecho
menos patol�gico de lo que se podr�a pensar; es tan concebible en las
mentalidades de la �poca que queda sin castigo de una manera consciente. Ahora
bien, la t�cita aceptaci�n en el siglo XV del derecho a rebelarse, el
tiranicidio, incluso si se trata de un tirano eclesi�stico[180],
pertenece a la pr�ctica m�s que a la doctrina, es incompatible con la cultura
escrita dominante, que termina por silenciar un atroz delito, que permandece
reclu�do en la tradici�n oral[181].
El silencio habla pues por s� mismo, significa impunidad: tanto el silencio que
deriva de los autores materiales, del tiempo y del lugar de la ejecuci�n, como
el silencio ulterior de jueces y eclesi�sticos.
���� La fuerza que ten�a en la sociedad orensana,
a comienzos del siglo XV, la creencia en la justicia de la revuelta
antise�orial, un m�vil principal de la muerte violenta del obispo, resulta
patente en que, para renovar la obediencia se�orial a la Iglesia (intenci�n
expl�cita del ritual donaci�n/perd�n de 1425), la autoridad se�orial efectiva,
el cabildo, ha de aceptar el sacrificio[182]
de un obispo conflictivo, Francisco Alonso, quien Desde que entr� en su
iglesia, se dedic� � remediar des�rdenes[183].
En consecuencia, la muerte del obispo Francisco �no entra�a tambi�n el fracaso
de una estrategia de dureza en el trato de la Iglesia catedral con la ciudad y
con la nobleza urbana?[184]
Vayamos ahora
con el caso n�mero cuatro de nuestra encuesta. El 2 de abril de 1479, Sim�n
P�res de Oyra, racionero (categor�a capitular inferior a los can�nigos
propiamente dichos) del cabildo de Orense y beneficiario de la parroquia Santa
Mar�a de Melias (en el ayuntamiento de Pereiro de Aguiar), fue asesinado[185]
en las calles de Orense por cuatro vecinos de Allariz, hombres del tesorero de
esta villa[186].
No conocemos la causa concreta del homicidio, pero su autor�a colectiva[187]
y popular (un escudero y tres sirvientes), la condici�n se�orial-eclesial de la
v�ctima y, sobre todo, la reacci�n extraordinaria y corporativa del cabildo,
nos decidieron a incluir la muerte del racionero en el cap�tulo de muertes
se�oriales con motivaci�n social.
Descartando por
supuesto la muerte violenta de Sim�n P�res como una fechor�a com�n, quedan dos
posibilidades: conflicto concejo de Allariz/cabildo de Orense o bien conflicto
Juan Pimentel (se�or de Allariz)/cabildo de Orense. En este segundo supuesto,
una tensi�n social digamos horizontal, semejante -excluyendo las relaciones de
parentesco- a la muerte de la Condesa de Cami�a por los criados de su hijo
Pedro de Sotomayor, �hasta que punto afectar�a al ritual homicida? Motivos y
consecuencias var�an seg�n que los vasallos homicidas act�en por orden de un
se�or o motu propio, pero los aspectos profanos y religiosos del sacrificio
se�orial comunes a ambos casos son muchos. Al ser los autores gente del com�n
participan de una misma mentalidad, a�n comparten un inconsciente colectivo,
que act�a con independencia de las causas inmediatas que inducen a dar muerte
al se�or.
El cabildo de
Orense manifiesta que o mataron sendo el clerigo de misa et de hordenes
sacras, despu�s de hacer notar que iba el manso et seguro con sua
colcha e sobre peli�ia vestyda[188].
Recalcando por tanto la imagen inocente, indefensa y sagrada de la v�ctima,
condici�n que cualquiera pod�a advertir por sus vestiduras[189].
Correspond�a entonces una fulminante excomuni�n de los asesinos sacr�legos.
Pena can�nica sustitutiva de la pena de muerte cuya aplicaci�n correspond�a a
la ley civil, al poder temporal. Como en el caso del Pozo Maim�m, los can�nigos
salvan la vida de los inculpados, pero no su alma[190],
lo que para un creyente escatol�gico no era precisamente un privilegio: si
mor�a excomulgado iba al infierno, junto al gran instigador del crimen del
racionero Sim�n P�res de Oyra, el diablo, seg�n el cabildo: todos quatro
juntamente con sus armas con pouco temor de deus et da justicia movidos de
espirito diabolico (...) declaramos publicos malditos escomulgados (...) como
membros do diabro (...) asy como morren as cadeas en esta agua asy moyran suas
almas eno fogo do inferno[191].
La
infernalizaci�n de la muerte se�orial es una variante extrema de la
representaci�n providencialista que equipara homicidio con martirio, s�lo que
aqu� la santidad del difunto se infiere, adem�s de su condici�n eclesi�stica y
de hombre pac�fico, de la demonizaci�n de los asesinos, quienes ahora m�s que
pecadores o id�latras paganos, son incrimindados como sirvientes del mism�simo
pr�ncipe de las tinieblas. ��������� La
punici�n eclesi�stica reemplaza realmente con ventaja a la punici�n profana del
tipo de la sentencia del juez real a la pena capital, en rebeld�a, de los que
mataron al obispo de Lugo en 1403. En primer lugar, porque las sanciones
eclesi�sticas se cumplen, y no es poca cosa en la Edad Media matar en p�blico
el alma de la gente. En segundo lugar, porque hace innecesaria la ejecuci�n
f�sica de los vecinos inculpados, problem�tica desde el punto de vista de la
paz social y de la correlaci�n de fuerzas sociales en la Baja Edad Media. Y en
tercer lugar, porque as� se neutraliza la peligrosa justificaci�n �tica e
imaginaria del homicidio como una iniciativa de las fuerzas del Bien (Dios, los
santos, los bienaventurados, la Iglesia, lo sagrado) en recia lucha contra las
fuerzas del Mal (Satan�s, los paganos, los pecadores, el siglo, lo profano) que
representar�a la v�ctima con su culpa[192].
���� En conclusi�n, el castigo de Dios conlleva
una mayor eficacia punitiva, una mayor adaptaci�n a las exigencias de una
realidad social en crisis[193].
�Y los se�ores laicos?, �qu� hacen los nobles cuando no pueden corresponder a
la insumisi�n de los vasallos con las duras penas previstas por las leyes y la
tradici�n se�orial, no disponiendo de la posibilidad de castigar sus esp�ritus
dejando en paz sus cuerpos, aunque s�lo fuese porque necesitan de ellos para el
trabajo en los campos?
El perd�n
se�orial que, a imagen del perd�n real, preveen las Partidas (VII, 22)
no posibilita esa d�ctil, y provechosa, situaci�n intermedia que supone
reprimir por un lado (excomuni�n u otras penas eclesi�sticas) y absolver por el
otro (a cambio de una donaci�n). Exige el perd�n laico una gracia sin
paliativos que solamente un poder fuerte, muy arraigado en las mentalidades
colectivas, puede conceder sin sufrir merma en su autoridad, y esa gran fuerza
cimentada en el consenso es justamente lo que no tiene la nobleza gallega al
final de la Edad Media.
�Acci�n antise�orial
Siguiendo con
las muertes violentas de los se�ores gallegos en el siglo XV. Hay noticia[194]
de c�mo, en 1492, muere el abad de Monfero, J�come Calvo, a causa de una saeta
que le hab�an tirado, cuando ven�a de Betanzos, sus vasallos. El suceso di�
origen a una tradici�n, seg�n la cual se levant� de inmediato una cruz en el
lugar del crimen, llamada �cruz do
abade, con el fin sea de desagraviar y santificar un acto sacr�lego y
criminal, sea de atraer la misericordia divina sobre los pecados del alma del
prelado all� muerto.
���� Entre 1525 y 1529, Ochoa de Espinosa,
dignidad del cabildo de Orense y abad de la importante parroquia de Trinidad en
esa ciudad, fue durante a�os lugarteniente de los abades comendatarios
(absentistas romanos) del monasterio de Osera. Un abad reformista que pas� por
Osera exigi�, sin �xito, las cuentas a Ochoa de su administraci�n de la abad�a.
Aunque el abad de Trinidad quisiera d�rselas, no podr�a, porque por aquel
entonces: con las estacas de los carros le obligaron los villanos de
Villanfesta (Aldea desta Feligresia) � que la fuesse [a rendici�n de contas] a
dar a otro mas tremendo Iuez: a palos le mataron[195].
El juicio de Dios triunfa en consecuencia de nuevo all� donde fracasa el juicio
de los hombres, las buenas intenciones pero d�biles, de la Iglesia reformada.
M�s de dos siglos despu�s[196],
para Tom�s de Peralta, historiador de Osera, la muerte del abad Ochoa es la
muerte celebrada de un prelado que ten�a que dar cuentas a Dios por sus
pecados. Los labriegos vasallos de Vilanfesta son seg�n esta tradici�n escrita
eclesi�stica un mero instrumento de la justicia divina.
���������������� Ochoa de Espinosa hab�a sido,
pues, abad administrador de Osera (abad�a definitivamente reformada en 1545,
m�s bien tard�amente) en el conflictivo per�odo de su historia en que los
monjes -y la misma orden- estaban en actitud rebelde frente a los abades
comendatarios, acusados de dilapidar los bienes de la comunidad dejando a los
monjes en la indigencia, por lo que la ira antise�orial de los vasallos armados
de palos pod�a interpretarse como la ira justiciera de un Dios que volv�a as�
por sus ovejas sagradas atacadas por los lobos comendatarios.
El anonimato
colectivo de los autores (una comunidad de aldea), la improvisaci�n (usan como
armas las estacas de los carros de labranza) y la espontaneidad (ninguna
referencia a premeditaci�n o conjura) de la ejecuci�n, amparan la
reivindicaci�n �ltima de la autor�a divina. Con todo, es la primera vez que
advertimos en la cultura erudita cierta asunci�n -desde un �ngulo
providencialista- de la evidente dimensi�n antise�orial, normalmente oculta o
impl�cita, de los homicidios de los amos por parte de sus vasallos, aunque no
por ello deja el Tom�s de Peralta, �l mismo abad y se�or, de emplear el
sobrenombre preferido de campesinos y otros dependientes: villanos[197].
Los aldeanos castigan al mal abad guiados -sin saberlo- por la justiciera mano
de Dios, pero no dejan de ser hombres inferiores en val�a y categor�a,
ignorantes con oscuras intenciones que la mano de Dios teledirige. Juntos pero
no revueltos, viene a decirnos el abad Peralta.
Para la l�gica
bipartita de la legalidad feudal exist�an buenos y malos cristianos, hasta
buenos y malos prelados -la virtud cristiana�
para brillar precisaba del pecado-, pero, fuera del universo espec�fico
de las creencias religiosas, la mentalidad dominante en la Edad Media no
admit�a buenamente que hubiese buenos y malos se�ores de vasallos hasta el
punto que los segundos tuviesen derecho a matar, por su propia iniciativa, a
los primeros. Ciertamente un mal se�or era merecedor de un castigo, temporal y
espiritual, pero no correspond�a a los campesinos, y dem�s vasallos, ni dictar
ni ejecutar sentencia, para eso estaban las jurisdicciones competentes, en
�ltima instancia el rey (y, por encima de todos ellos, Dios).
El conflicto
antise�orial que subyace en el proceso social y mental que conduce al crimen
se�orial, deriva la mayor�a de las veces de las disputas usuales sobre rentas y
se�or�o, donde el se�or no hace m�s que cumplir con su funci�n social y legal
defendiendo lo suyo, de ah� que pod�a ser cuando menos delicado
fundamentar la muerte violenta del se�or feudal en el deseo de verse libres,
sus ejecutores, de tributos e incluso de la propia jurisdicci�n se�orial. La
justificaci�n puramente social de los homicidios medievales de se�ores es
mayormente indecible, pensamos que incluso para la cultura popular y oral, cosa
por otro lado harto dif�cil de verificar toda vez que la significativa
inexistencia de procesos judiciales conlleva la falta de pruebas orales con
declaraciones de actores y testigos de la muerte se�orial.
La motivaci�n
antise�orial de la muerte del se�or se suele revelar indirectamente, bajo un
imaginario justiciero y/o providencialista, �c�mo hacer pues para descubrir sus
indicios? Si sabemos de la muerte de un caballero o prelado donde la relaci�n
entre asesinos y v�ctima es la de vasallos a se�or, detectamos la paradoja de
una acci�n desmedida, un d�calage entre m�viles declarados y medios
empleados, quiz�s una acci�n encubierta y siempre una autor�a colectiva,
podemos pensar en una m�s o menos oculta, y socialmente decisiva, motivaci�n
antise�orial. El ritual de la muerte del se�or en manos de los vasallos est�
totalmente condicionado por la selecci�n de la v�ctima, en funci�n de su
condici�n social y relaci�n con los verdugos, incluso cuando se asemeja a un
sacrificio pagano.
En este
recorrido alrededor de la muerte del se�or en el reino bajomedieval de Galicia,
nos hemos encontrado con que las fuentes consultadas informan asimismo de dos
muertes violentas de se�ores laicos: la Condesa de Santa Marta en 1470, suceso
de especial inter�s para nuestra investigaci�n que ya hemos estudiado en otro
lugar[198];
y la de Sueiro de Marzoa, hacia finales del siglo XV, seg�n narra Jo�n Ocampo
en 1587[199],
que vamos a analizar a continuaci�n.
�Qui�n era
Sueiro de Marzoa? Un caballero del Conde de Altamira que ten�a su solar en
Marzoa, a �inco leguas de Santiago, y que hab�a destacado, junto a
Garc�a Mart�nez de Barbeira, en la guerra del Conde de Altamira con el
arzobispo Fonseca[200]
que tuvo su momento �lgido en la batalla de Altamira (1471). En una de las
muchas escaramuzas de esa guerra feudal, Garc�a Mart�nez y Sueiro de Marzoa,
naturales de Mex�a y de As Mari�as, respectivamente, con quinientos hombres,
fueron contra Santiago de Compostela y quitaron los mantenimientos a los
vezinos hazi�ndoles otros muchos agravios; los santiagueses los llamaban
entonces los ladrones de Mex�a. De Sueiro de Marzoa dicen los
compostelanos lo siguiente: y entre cossas que hizo mal echa fue que
aorc� a un sacerdote porque le hav�a llevado de su cassa una criada, y la fama
desto lleg� a noti�ia de los Cat�licos reyes y por particular comisi�n le
mandaron prender[201].
Nuestro caballero malhechor huye, regresando un tiempo despu�s a sus tierras:
donde sus parientes le ofre�ieron todo favor para que andubiese sin temor
de nadie y ans� lo hizo sin que justicia le osase prender. Es de inter�s
esta precisi�n: en la medida en que la justicia oficial se muestra impotente, o
sencillamente hace que no ve, ante el caso Sueiro de Marzoa (uno de los muchos
nobles malhechores que por aquel tiempo andaban sueltos), abre el camino para
el uso alternativo, colectivo y popular, del derecho a castigar a un culpable.
El problema pasa de la cultura erudita a la cultura popular.
Un d�a que
yendo a Santiago acompa�ado de peones le resistieron la entrada en la
�iudad por el gran odio que siempre le tubieron, hubo pelea y
sub�edi� que a Suero de Mar�oa le hizieron menudos peda�os, y a seys de
los que con el yban, enfrente de la cassa del cl�rigo que hav�a mandado
ahorcar[202].
Lo que comienza siendo una refriega termina con una ejecuci�n vengativa de la
comunidad. El protagonismo popular se deduce por el conocido ritual sangriento,
que poco ten�a que ver con los usos militares, que adopta la muerte del
caballero Sueiro: le hizieron menudos pedazos. Pero lo m�s notable
es el signo religioso de la justificaci�n de la muerte se�orial laica; en este
caso, y excepcionalmente, ejecutada por los vasallos del se�or contrario y sin
los agravantes de premeditaci�n y alevos�a que la conviertir�an legalmente en
asesinato.
La venganza por
la muerte sacr�lega del cura ahorcado por el caballero Sueiro, implica: (1) la
aplicaci�n de la ley del tali�n, por evidente omisi�n de la justicia oficial;
(2) un pretexto para hacer pagar de una vez por todas al caballero de Marzoa
los da�os hechos a los ciudadanos en la pasada guerra (sentimiento acumulado de
agravio); y (3) una defensa y justificaci�n providencialistas de la mala muerte
que unos vasallos dan, aprovechando una escaramuza m�s o menos accidental, a un
se�or medieval[203].
Escribe el
cronista Ocampo: que fue Dios servido que hen este lugar [frente a la
casa del cl�rigo ahorcado] pagase la ofensa que le hav�a echo en poner mano en
su sacerdote, y que a esta �iudad viniese a morir tan cruelmente por haverla
persiguido y a su patr�n[204].
La crueldad ceremonial de la ejecuci�n refuerza como es habitual la justeza del
homicidio. Se trata por consiguiente de la muerte de un se�or laico disculpada[205]
con el pretexto de la defensa de la Iglesia, de la sacra inmunidad de los
hombres de la Iglesia[206]
y de la ciudad compostelana protegida por el apostol Santiago. La falta de
fundamento legal que hiciese de la encarnizada muerte de Sueiro de Marzoa una
muerte conforme a derecho, lleva seguramente a sus actores y partidarios a
obstinarse en la idea providencialista de una muerte bien querida por Dios. Una
vez m�s los hombres -aqu�, laicos- interpretando y ejecutando por cuenta propia
la voluntad divina, de acuerdo con la tradici�n, probablemente oral, que
recogi� Juan Ocampo en el siglo XVI.
Obispos, abades y can�nigos
Matar al se�or
en Galicia viene siendo, durante el per�odo bajomedieval estudiado
-concretamente, entre 1369 y 1527-, matar principalmente se�ores eclesi�sticos.
Homicidios de prelados que quedan, en general, impunes: reflejando de alguna
manera la debilidad de la Iglesia gallega tardomedieval como poder temporal.
�Por qu� m�s de
la mitad de los casos que hemos encontrado y analizado son muertes de prelados
(dos obispos, un can�nigo y un abad[207])?
�No ser�a l�gico que fuesen los nobles laicos los blancos predilectos de lo que
parece ser la manifestaci�n m�s extrema -desde luego, es la m�s violenta- de la
lucha antise�orial de los vasallos? Sobre todo, a partir de 1369, cuando los
caballeros laicos son crecientemente identificados como los grandes hacedores
de agravios del reino -y los se�ores eclesi�sticos se topan entre sus v�ctimas
predilectas-, demandando por la fuerza mayores tributos y m�s servicios a los
vasallos de Galicia.
Una primera
explicaci�n es decir que la muerte del se�or es solamente en la forma, pero no
en el contenido, el modo m�s radical de revuelta antise�orial, lo hemos visto
claramente al examinar la revoluci�n irmandi�a, el m�s radical levantamiento de
vasallos en la historia de Galicia. La sublevaci�n armada de la Santa Hermandad
concentr� la violencia popular contra las piedras de las fortalezas, dejando
libres los cuerpos f�sicos de los caballeros del reino, que derrotados social y
militarmente, pagaron, eso s�, sus fechor�as con su poder, sus bienes y su fama
p�blica.
���� A nuestro entender, el homicidio se�orial
es una forma secundaria de la madura y organizada lucha de clases en la Galicia
bajomedieval, que consecuentemente incidi� sobre la fracci�n m�s endeble de la
clase se�orial, lo que no le conced�a un gran valor �pico, no son por lo que
parece estas muertes se�oriales haza�as de las cuales cualquiera pudiese
sentirse orgullosos, de ah� que se hiciesen a escondidas y se silenciasen
despu�s.
Es evidente la
indefensi�n de un prelado desarmado[208],
en comparaci�n con la dificultad que supon�a para unos vasallos rebelados, en el
siglo XV, matar a un caballero, habitualmente armado y dispuesto a defenderse
atacando, especialista de la guerra y a menudo acompa�ado de su s�quito
militar. Prueba de lo que estamos diciendo es que en ninguno de los asesinatos
mencionados de se�ores eclesi�sticos, hay noticia de pelea o resistencia en el
momento del atentado, circunstancia usual trat�ndose de un noble laico[209].
Adem�s, no hallamos rese�a alguna de resistencia porque son mayormente muertes
ejecutadas a traici�n, de noche, sobre seguro, no pudiendo defenderse la
v�ctima; homicidios perpetrados pues con alevos�a y premeditaci�n, legalmente
asesinatos.
Por otra parte,
quienes decid�an consumar el homicidio de un se�or eclesi�stico eran de sobra
conocedores de la improbabilidad de que alguien del linaje de la v�ctima
pretendiera despu�s la venganza[210];
factor clave para disuadir a virtuales asesinos, sobre todo de hidalgos. En la
Galicia del siglo XV, como no hab�a quien hiciese, ni osase pedir
justicia, y gobernaba la ley del m�s fuerte[211],
quien comet�a un delito tem�a primordialmente la justicia privada, las
represalias de la v�ctima, sus familiares y sus amigos. Pero el derecho de
venganza no funcionaba -ni estaba pensado- para los hombres de la Iglesia como
para los laicos, aunque s�lo fuera porque las caracter�sticas de la instituci�n
eclesial no favorec�an la formaci�n en su interior de bandos familiares y
clientelares, m�xime si consideramos el creciente control real, cortesano y
castellano de los altos cargos de la Iglesia gallega en la Baja Edad Media[212].
Por �ltimo,
est� el dato de la ausencia en la Galicia medieval de una efectiva justicia
real -cuando menos hasta 1480-, la �nica en total que pod�a hacer respetar por
la fuerza la vida y la hacienda de obispos, can�nigos y abades. Indefensi�n
clerical que fue aprovechada primeramente por la nueva nobleza trastamarista
para apropiarse por la espada de los bienes eclesi�sticos, con lo cual la
fuerza de la Iglesia como poder temporal en Galicia mengu� m�s a�n, facilitando
las puntuales y homicidas explosiones de ira vasall�tica que hemos incestigado[213].
La pugna
nobleza/Iglesia se agudiza a lo largo del siglo XV y est� presente en las
revueltas de vasallos contra obispos, abades y can�nigos, que terminan con la
muerte del se�or, superponi�ndose a la lucha popular directa contra el dominio
se�orial. La participaci�n hidalga en las revueltas urbanas[214]
favoreci�, con seguridad, la tendencia a la personalizaci�n de la violencia, la
conspiraci�n y el asesinato como soluci�n final[215],
y debi� ayudar no poco a atenuar el l�gico miedo de la gente com�n a las
consecuencias de cr�menes se�oriales y sacr�legas de eses tenor.
���� En los casos de prelados asesinados en
revuelta hab�a a�n otra raz�n, que ya hemos analizado anteriormente, para que
los autores no temiesen demasiado un posible efecto bumerang: la Iglesia
practicaba el perd�n m�s f�cilmente que la aristocracia laica. Las propias
dificultades que ten�a la salida represiva, fomentaba la pr�ctica[216]
de la excomuni�n, el perd�n y la penitencia de la donaci�n, que ten�a dos
ventajas: a) permit�a la sustituci�n de una inaplicable pena de muerte por unas
censuras eclesi�sticas, sin por ello quedar mal ni evidenciar demasiado su
vulnerabilidad el poder se�orial; b) metamorfoseaba en algo virtuoso (el perd�n
era un acto de caridad y de misericordia cristiana) y positivo (la donaci�n
econ�mica como penitencia) el hecho en principio negativo -para el prestigio de
la Iglesia como autoridad se�orial- de tener que ceder y lavar la grav�sima culpa
de unos vasallos desobedientes que asesinan curas.
El doble poder
de la Iglesia, espiritual y temporal, facultaba pues perdonar sin retraer
posiciones, pactar sin perder autoridad, permit�a asumir con la mayor
naturalidad -si as� se le puede llamar- actos tan nocivos como las muertes
alevosas de obispos, abades y can�nigos. Este doble juego, poder
espiritual/poder temporal, hac�a posible echar mano del primero cuando fallaba
el segundo: si la fuerza conyunturalmente no val�a, a la Iglesia siempre le quedaba
el stock del consenso de que disfrutaba entre la poblaci�n, en todas las clases
sociales, como intermediaria entre la Tierra y el Cielo. La tradici�n pacifista
de la Iglesia, como doctrina y como praxis, hace el resto, posibilita la
traducci�n de sus reservas de consenso moral en salidas pactadas a los graves
conflictos sociales en que se ve implicada; indiscutiblemente el asesinato
colectivo de se�ores eclesi�sticos es, en este orden, una situaci�n l�mite que
pone a prueba mecanismos de resoluci�n de conflictos.
Una especie de purgatorio
�Si las fuentes inspeccionadas son narrativas,
hagiogr�ficas y geneal�gicas, la representaci�n de las muertes se�oriales no
pasa de una lectura providencialista simple, donde la v�ctima aparece como un
santo martirizado o como un pecador castigado por Dios. Ahora bien, en las
fuentes judiciales, m�s cercanas a los hechos, la visi�n de los homicidios sin
dejar de ser religiosa, adquiere una mayor complejidad y, sobre todo, una mayor
operatividad social. Toda esta original soluci�n que intercambia pena de
excomuni�n por pena de muerte, absoluci�n por donaci�n, poco o nada interesa al
discurso narrativo, impresiona menos la memoria colectiva que las fuertes
im�genes maniqueas, pero es del mayor inter�s para el historiador social de las
mentalidades: refleja mejor esa realidad imaginaria que busca la negociaci�n,
el lugar mental intermedio[217].
��������������� Hemos
tropezado con la muerte del se�or que m�s all� de manifestarse como obra del
diablo o castigo de Dios, representa un lugar m�s o menos intermedio[218]
que ubica a la v�ctima entre el m�rtir y el pecador, y a los ejecutores entre
Dios y el diablo, �c�mo si no ser�a factible la absoluci�n de cr�menes tan
brutalmente sacr�legos?. Situados unos y otros, v�ctimas y autores, en una especie
de purgatorio, el obispo Francisco de Orense -m�rtir y pecador- penaba en el
Pozo Maim�n anhelando entrar en el Cielo, mientras sus matadores hac�an
penitencia de rodillas, ofreciendo sus bienes terrenales a la Iglesia catedral,
para ganar as� tambi�n el Para�so. En aquellos tiempos lo terrenal y lo
espiritual estaban tan mezclados que los hombres de la Iglesia, cualquiera que
fuese su dignidad, �no eran asimismo considerados hombres del siglo para bien y
para mal? De ah� que se aceptara -m�s de lo que pueda hoy parecer- que
arriesgasen sus vidas en una sociedad militarizada, en la cual no era extra�o
defender con las armas los propios intereses[219].
Por otra parte, los que delinquen matando se�ores eclesi�sticos tambi�n eran
hombres de Dios, llevados al pecado a veces por los pecados de la v�ctima, no
siempre ni solamente por la mano de Satan�s.
���� El poder laico impone su predominio social
en la Galicia del siglo XV por la fuerza, y eso lo hace en conjunto mucho m�s
r�gido que la Iglesia en sus relaciones sociales. Las muertes de se�ores que
acabamos de tratar quedan en realidad impunes, o son castigadas de modo no
proporcional al delito: un signo en cualquier caso de la crisis general del
poder se�orial en la Galicia bajomedieval. La intensificaci�n de la presi�n
se�orial provoca un incremento extraordinario de todas las formas de
conflictividad antise�orial. En ese contexto, una l�nea fija de confrontaci�n y
de represi�n social lleva naturalmente a una p�rdida total del consenso
popular. No fu� otro el camino seguido por los nobles laicos, los se�ores de
las fortalezas, en la Galicia del siglo XV. �C�mo logr� la Iglesia quedar
suficientemente al margen de la quiebra final de la nobleza feudal gallega? Por
el amplio margen de maniobra de un poder temporal basado en las mentalidades
colectivas m�s que cualquier otro poder feudal, con lo que ello implicaba,
seg�n hemos visto, en cuanto a reserva de consenso y a dominio intelectual. Los
se�ores eclesi�sticos desarrollaron altamente virtudes intelectuales como la
paciencia, la sutileza y la flexibilidad, fruto tambi�n de la experiencia de
siglos de usufructo del poder y de cuasi-monopolio de la cultura erudita.
Conclusi�n: muertes nobles y muertes innobles
Recapitulemos y
finalicemos. La tipolog�a de la muerte violenta del se�or en el oto�o de la
Edad Media gallega pasa por discernir entre una muerte noble, por
degollamiento, de la mano de otro hidalgo (acci�n individual, no siempre
p�blica), y una muerte innoble causada por gente popular a golpes de acero,
piedras o palos, so pretexto de revuelta (acci�n colectiva, p�blica). En la
pr�ctica tiene lugar una simbiosis de estos dos tipos b�sicos de muerte
se�orial bajo el predominio de uno de ellos: unas veces -como cuando asesinan a
la Condesa de Cami�a- los vasallos que matan a un noble obedeciendo a otro
se�or, lo hacen a la manera popular, como un sacrificio ritual; otras vemos a
hidalgos participando a modo de conjura en una revuelta popular -el caso del
Pozo Maim�n- o a los populares trnsformando un combate militar formal en una
muerte ritual -el caso de Sueiro de Marzoa-.
En la muerte
noble ejecutada por otro noble, pesa ante todo una base legitimadora profana,
m�s o menos regulada por leyes y normas de conducta: ejecuci�n de una pena
legal, represalia de guerra, derecho de venganza, desaf�o caballeresco. Incluso
cuando la gente noble se mata entre s� a la manera plebeya, todo trascurre como
un negativo de la muerte p�blica ejecutada con la espada. As� tenemos la muerte
vergonzosa por ahorcamiento en vez de por el acero, o la muerte clandestina con
su secreta preparaci�n y ejecuci�n, con o sin veneno, indicativas en todo caso
de la degradaci�n del modelo caballeresco de morir, que alcanza su cumbre en
los homicidios atroces entre familiares nobles.
En el segundo
supuesto, muerte se�orial en manos de gente com�n, el fundamento legitimador
tiende tal vez m�s al providencialismo, v�a que permit�a a los agresores huir
de su inculpaci�n como vulgares homicidas, visto que la muerte del se�or en
revuelta, coherente como parte de la cultura popular, era injustificable con la
legalidad escrita en la mano. La muerte del se�or feudal por sus vasallos est�
fuera de la ley, al margen de la cultura escrita y, obviamente, de las
costumbres caballerescas, por tanto nada la regula terrenalmente: s�lo Dios que
est� por encima de todos repartiendo justicia.
La muerte
innoble del se�or en una revuelta semeja por tanto m�s un sacrificio ritual (de
or�genes pre-cristianas) que una ejecuci�n regulada por la ley y/o la costumbre,
entre otras cosas porque estamos ante una muerte no-dicha en lo que respecta a
su motivaci�n antise�orial de fondo: los vasallos quieren eliminar f�sicamente
al se�or, borrarlo de la faz de la tierra, verdad de perogrullo encubierta por
la en ocasiones espesa argumentaci�n justificadora[220].
Nos consta que hacia 1467, en Galicia, la gran mayor�a ya hab�a ca�do en cuenta
que la supresi�n del cuerpo del se�or individual no eliminaba en absoluto la
dominaci�n se�orial.
Nos preguntamos
si la muerte popular del se�or no es, por �ltimo, una muerte realmente
tolerada, en la lucha social, a finales de la Edad Media, desde el momento que
es un delito que se repite, quedando sin castigo las m�s de las veces. La
crisis bajomedieval fomenta el uso de las armas en los conflictos por parte de
todas las clases sociales, incluso el derecho insurreccional de revuelta; en
dicho contexto �no es m�s admisible mental y socialmente que el se�or feudal
pueda caer en una confrontaci�n social violenta?
Un ejemplo �ste
el de la muerte violenta del se�or en la Baja Edad Media, a fin de cuentas, de
disfunciones culturales[221]
t�picamente medievales: cultura oficial/cultura real, cultura escrita/cultura
oral, cultura caballeresca/cultura popular, cultura nobiliar/cultura eclesi�stica.
Disfunciones que nos convocan a practicar una historia que ose ir m�s all� de
los convencionalismos de nuestra disciplina: al encuentro de los nuevos
territorios de la realidad mental y antropol�gica de las sociedades complejas.
�����������
���� [1]
Ha escrito Charles Moraz� que las violencias colectivas podr�an no ser m�s que
un per�odo transitorio de la evoluci�n humana, el precio del tr�nsito de un
estado natural prehist�rico a un estado cient�fico posthist�rico, La logique de l'histoire, Par�s, 1967, pp.
41-45.
���� [4]
El problema ecol�gico deriva precisamente de la pr�ctica desaforada de la
violencia humana sobre� el orden natural.
���� [6]
el funcionamiento de las sociedades reposa
sobre el conflicto, la crisis, la irrupci�n de la violencia de los cuerpos con
todo lo que provoca de horror, con todo lo que hace nacer como solidaridades y
contrasolidaridades, A. FARGE, Violence, Dictionnaire des Sciences Historiques,
Par�s, 1986, p. 686.
���� [7] Pierre CHAUNU,
Guerre et psychologie sociale, L'historien
dans tous ses �tats, Par�s, 1986.
���� [8] Por no hablar de la
violencia horizontal, menos vinculada al conflicto y al cambio social pero de
presencia m�s cotidiana.
���� [9]
La carga ideol�gica de la pol�mica -tan vinculada a la historia inmediata-
sobre 1789 y 1917 dificulta la tarea de historiador de
separar el grano de la paja, distinguiendo entre la proyecci�n ideol�gica desde
el presente, y la posibilidad real, rigurosamente contextualizada, de las
alternativas de actuaci�n subjetiva en aquellas �pocas, as� como los efectos
que en teor�a se derivar�an de cada una de ellas, lo cual nos conduce a una
suerte de historia experimental en v�as de desarrollo (v�ase por ejemplo Daniel
S. MILO, Pour une histoire exp�rimentale, ou la gaie histoire, Annales, n� 3, 1990, pp. 717-734).
���� [10]
Paz e violencia na revolta popular: os irmandi�os e a morte en Ribadavia
da condesa de Santa Marta, Primeiras
Xornadas de Historia, Ribadavia, 1990.
���� [11]
En el presente trabajo sobre la muerte del se�or en la Baja Edad Media gallega,
verificaremos la relativa normalidad de este tipo de violencia social,
resultando en consecuencia una alternativa m�s que evidente para la actuaci�n
de los sublevados en 1467.
���� [12]
Se ha asegurado que en los siglos XI y XII el desbordamiento de la violencia
entre se�ores y vasallos dispone de condiciones sociales m�s propicias que en
la Baja Edad Media, momento en que los se�ores pueden llamar en su ayuda al
aparato coercitivo de Estado, y los vasallos presentarse ante una instancia
arbitral para demandar la justicia sin necesidad de levantarse en armas (Robert
JACOB, Le meurtre du seigneur dans la soci�t� f�odale. La m�moire, le
rite, la fonction, Annales,
n� 2, 1990, p. 248); verificamos �sto en el reino de Galicia a partir de 1480,
con la llegada de Acu�a y Chinchilla y la fundaci�n de la Audiencia de Galicia,
pero hay que a�adir que antes de eso, a lo largo del siglo XV,� la violencia social era todav�a mayor que en
los tiempos florecientes de Gelm�rez: la conflictividad social derivada de la
crisis econ�mica feudal, las contradicciones entre la nobleza medieval y el
naciente Estado moderno, potencian la violencia de los bandos y de las clases
muy por encima de umbral de la Plena Edad Media.
���� [13]
En todo caso sujeta a la evoluci�n de la coyuntura social y mental, Carlos
BARROS, Mentalidad justiciera de los
irmandi�os, siglo XV, Madrid, 1990.
���� [14]
Alain Guerrau vislumbra la guerra como el
principal factor de cohesi�n del sistema feudal, O feudalismo, um horizonte te�rico,
Lisboa, s. d., p. 236.
���� [15]
La guerra es as� un medio de evitar la
dispersi�n de las fuerzas sociales y de concentrarlas en un solo lugar,
Michel STANESCO, Jeux d'errance du chevalier
m�di�val, Leiden, 1988, p. 43.
���� [16]
Reyna PASTOR, Consenso y violencia en el campesinado feudal, En la Espa�a medieval, V, Madrid, 1986,
pp. 731-742.
���� [17]
En el tr�nsito de la Edad Media a la Edad Moderna el uso privado de la fuerza
pasa de factor de �xito y cohesi�n social a ser considerado como un factor
socialmente disgregador, generador de una imagen negativa para los obstinados
practicantes de una violencia privada, puestos fuera de la ley por un Estado
que, en aras de la modernidad, va a recuperar el monopolio oficial de la
violencia.
���� [18]
La coacci�n feudal act�a extra-econ�micamente, pero tambi�n el
consenso feudal es en buena medida extra-econ�mico; a diferencia de
lo que acontece con los trabajadores asalariados, una gran parte de los
vasallos medievales pueden sobrevivir materialmente, y a�n mejorar su
situaci�n, sin el concurso econ�mico del se�or de quien dependen, en este
sentido la voluntariedad de los tributos jurisdiccionales queda al margen de
las leyes de la econom�a en su sentido m�s estricto de producci�n de bienes
materiales, Carlos BARROS, Vivir sin se�ores. La conciencia antise�orial
en la Baja Edad Media gallega, Congreso
Se�or�o y feudalismo en la Pen�nsula Ib�rica (ss. XII-XIX),
Zaragoza, 11-14 de diciembre de 1989.
���� [19]
Los trabajadores han de mantener a
los defensores que garantizan la
protecci�n militar y tambi�n a los oradores
que aseguran la protecci�n divina; la funci�n religiosa es a su vez una
relaci�n de poder -llegado el caso la Iglesia amenaza con la excomuni�n y las
penas del infierno para obtener la obediencia y el pago de las rentas-, si bien
los eclesi�sticos moderan la pr�ctica de la violencia en comparaci�n con los
caballeros: la Iglesia es el �nico contrapeso
eficaz a la l�gica tribal y guerrera que articulaba la aristocracia feudal,
asevera Alain Guerreau, O feudalimo, um
horizonte te�rico, Lisboa, s. d., p. 250.
���� [20]
La violencia interindividual marca hasta tal punto a la clase nobiliar que los
delitos contra las personas aparecen en las acusaciones criminales como una
especialidad de los se�ores y de sus servidores, mientras que el robo
caracteriza m�s al delincuente com�n, Carlos BARROS, Mentalidad justiciera, pp. 137-138; sobre esta dedicaci�n de
los malhechores comunes al robo m�s que a los ataques violentos contra las
personas, v�ase tambi�n Michael MULLET, La
cultura popular en la Baja Edad Media, Barcelona, 1990, p. 78.
���� [21]
As�, Espa�a fue de 711 a 1492 una sociedad en
combate permanente. La clase que combate se adjudic�, naturalmente, el
primer puesto. La gran nobleza lleg� a ser m�s poderosa que en otras partes; y
la peque�a nobleza m�s numerosa, Pierre VILAR, Historia de Espa�a, Par�s, 1975, p. 18.
���� [22]
Norbert ELIAS, El proceso de civilizaci�n.
Investigaciones sociogen�ticas y psicogen�ticas, Madrid, 1987, pp.
229, 476.
���� [23]
Carlos BARROS, Mentalidad justiciera,
pp. 64-79: Paz e violencia na revolta popular: os irmandi�os e a morte en
Ribadavia da condesa de Santa Marta, Primeiras
Xornadas de Historia, Ribadavia, 1990.
���� [24]
El atraso y la escasez de los medios de producci�n y subsistencia constituyen
el trasfondo econ�mico que coadyuva a la particular intensidad de la violencia
legal en la sociedad medieval.
���� [25]
De ah� que las corrientes pacifistas medievales asuman enseguida un sentido
subversivo, especialmente cuando conectan o brotan con la cultura
oral y la revuelta social.
���� [26]
Dudamos de la conveniencia de seguir llamando guerras a los
levantamientos armados campesinos y populares, medievales y modernos
(guerras irmandi�as, guerra de los campesinos de Alemania,
etc.), conflictos militares verticales provocados por revueltas sociales que,
al menos en el caso que mejor conocemos (la revuelta irmandi�a de Galicia),
recogen entre sus motivaciones principales notorias actitudes anti-guerra y
pacifistas notables.
���� [28]
La base material de las alineaciones verticales feudales, que se entrelaza con
la base econ�mica de la distribuci�n clasista, est� en la defensa de unas
comunes� condiciones de producci�n
delimitadas por marcos de convivencia y relaci�n social como la familia, el
se�or�o, la ciudad y el reino; v�ase al respecto Carlos BARROS, A base
material e hist�rica da naci�n en Marx e Engels, Dende Galicia: Marx, A Coru�a, 1985.
���� [29]
La violencia end�mica practicada por la aristocracia en su competencia
incesante por la riqueza, el poder y el prestigio engendra una inestabilidad
social que contrarresta la tendencia conservadora a la estabilidad del
patrimonio y de la reputaci�n, Michael MULLET, La
cultura popular en la Baja Edad Media, pp. 70-71.
���� [30]
Por ejemplo, en 1474, uno de los se�ores importantes del reino de Galicia,
G�mez P�rez das Mari�as, hace testamento especificando los bienes que deja
-tierras, dinero, joyas, armas, caballos y vasallos-� m�s -a�ade- los
que ganare desde aqu� adelante, publica Cesar VAAMONDE LORES, G�mez P�rez das Mari�as y sus descendientes,
La Coru�a, 1917, p. 31; esta ans�a por incrementar la fortuna de la familia
pod�a ocultar un temor a la extinci�n, que para algunos supuso el precio de la
movilidad social, Michael MULLET, loc. cit.
���� [31]
Rafael Narbona (Violencias feudales en la ciudad de Valencia, Revista d'hist�ria medieval, 1, 1990, pp. 84-86)
se hace acertadamente la siguiente pregunta: �por qu� si la violencia de la
nobleza es un fen�meno estructural a lo largo de toda la Edad Media, solamente
en los siglos bajomedievales se generaliza la identificaci�n
nobles-malhechores?; la sociedad trata de malhechores al conjunto de los nobles
en los siglos XIV y XV -el caso gallego es claro- porque pocos son los se�ores
que no practican abiertamente la violencia, pero no debemos dejar ah� la
explicaci�n, resultar�a insuficiente: lo que nos ense�a la historia social de
las mentalidades es que la conducta nobiliar violenta resulta soberbiamente
agrandada en el imaginario de la �poca a causa de la transmutaci�n de los
caballeros de defensores en agresores; la sociedad feudal deposita la
fuerza en las manos de la caballer�a, pero se trata de una fuerza consensuada
al servicio te�rico de los vasallos, del pueblo, de la Iglesia, de la tierra,
del reino, y cuando se invierte su orientaci�n la representaci�n social de los
se�ores cambia tambi�n radicalmente.
���� [32]
La percepci�n popular de la anarqu�a nobiliar del siglo XV en Galicia se resume
en el dicho el que m�s pod�a, m�s ten�a y m�s
hac�a, y en una sensaci�n aguda de inseguridad colectiva, Carlos
BARROS, Mentalidad justiciera,
pp. 70, 75.
���� [33]
Veamos por ejemplo el relato que hacen, en 1493, unos monjes de la usurpaci�n
de su coto por parte del Conde de Monterrey, Sancho de Ulloa: su posesyon avia seydo e era for�osa e biolenta,
clandestyna e precaria por respecto de los dichos sus partes e por ser grandes
cavalleros e personas poderosas en el dicho reyno de Gallisia e por los dichos
sus partes personas religiosas e� pobres,
los quales non lo podian restytuyr nin defender nin lo osavan pedir por
justi��a nin en aquellos tiempos la avia (...) porque algunos priores del dicho
monasterio se avian puesto en demandar el dicho coto, los antecesores del dicho
conde los avian mandado matar e avian fuydo del dicho monasterio, e aunque no
avian osado parar en el dicho reyno de Gallisia, publica Jos� Luis
NOVO CAZON, El priorato santiaguista de
Vilar de Donas en la Edad Media (1194-1500), La Coru�a, 1986, p.
474.
���� [34]
V�ase Carlos BARROS, Vivir sin se�ores. La conciencia antise�orial en la
Baja Edad Media gallega, loc. cit.
���� [35]
Norbert ELIAS, El proceso de la
civilizaci�n. Investigaciones sociogen�ticas y psicogen�ticas, Madrid,
1987, pp. 229-242.
���� [36]
la crueldad, la alegr�a producida por la
destrucci�n y los sufrimientos ajenos, as� como la afirmaci�n de la
superioridad f�sica, �dem,
p. 231.
���� [37]
�dem, p. 231; la propia guerra
era todo un espect�culo, un juego con reglas (te�ricas) no muy distintas de las
que reg�an en torneos y cacer�as, Philippe CONTAMINE, La guerra en la Edad Media, Barcelona,
1984, p. 387; Johan HUIZINGA, El oto�o de la
Edad Media, Madrid, 1981, p. 335; la violencia de la guerra como
fiesta se percibe cuando Pedro Madruga, llegando tarde a una batalla, grita a
los caballeros amigos que est�n esper�ndole: Parientes
y amigos: atales bodas como aquestas no era ra��n se hiciesen sin m�; vayamos a
ellas y sea presto, Vasco de APONTE, Recuento de las Casas Antiguas del Reino de Galicia,
Santiago de Compostela, 1985, p. 228.
���� [38]
Acerca del sentido l�dico, y el �ntimo placer que producen las armas, de la funci�n
caballeresca medieval, Michel STANESCO, Jeux
d'errance du chevalier m�di�val, Leiden, 1988.
���� [40]
�dem, pp. 241-242; v�ase
asimismo, Johan HUIZINGA, El oto�o de la
Edad Media, Madrid, 1981 (3� ed.), p. 35.
���� [41]� Michel Foucault data a comienzos del siglo
XIX la desaparici�n plena y legal de los suplicios p�blicos, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisi�n,
Madrid, 1990, pp. 21-22.
���� [42]
La gran matanza de los gatos y otros
episodios de la cultura francesa, M�xico, 1987, p. 83.
���� [44]
El estilo de vida reforzaba, desde un punto de vista biol�gico, la
excitabilidad medieval por lo defectuoso del r�gimen alimenticio, la falta de
higiene f�sica, los excesos en la bebida y en el consumo de carne (entre los
guerreros), etc., Robert FOSSIER, Histoire
sociale de l'occident m�di�val, Par�s, 1970, p. 136
���� [45]
Sobre violencia y modelo caballeresco, v�ase Salustiano MORETA, �Malhechores-feudales. Violencia, antagonismos
y alianzas de clases en Castilla, siglos XIII-XIV, Madrid, 1978;
Carlos BARROS, C�mo vive el modelo caballeresco la hidalgu�a gallega
bajomedieval: los Pazos de Prob�n, I
Coloquio de Historia Medieval Galicia en la Edad Media,
Galicia, 14-17 de julio de 1987 (en la prensa); Rafael NARBONA,
Violencias feudales en la ciudad de Valencia, Revista d'hist�ria medieval, I, 1990, pp.
59-86.
���� [48]
Carlos BARROS, Rito y violaci�n: derecho de pernada en la Baja Edad
Media, Primeras Jornadas de Historia
de las Mujeres, Luj�n 28-29 de agosto de 1991.
���� [49]
Forman parte de la ideolog�a dominante, y -lo que es m�s importante- de la
mentalidad dominante; v�ase, por ejemplo, el rol del honor en la violencia
popular en Robert MUCHEMBLED, La violence au
village. Sociabilit� et comportements populaires
en Artois du XVe au XVIIe si�cle, B�lgica, 1989, pp. 43-45.
���� [50] Merecedora de castigo
como trasgresi�n, m�s que por el uso en s� mismo de la fuerza f�sica,
consider�ndose la pena seg�n el delito y sus circunstancias, la categor�a
social del agresor y/o de la v�ctima.
���� [51]
Justamente Huizinga ha se�alado que fue el
final de la Edad Media una �poca de floreciemento embriagador de una justicia
minuciosa y cruel, loc. cit.;
veremos ejemplos de esto m�s adelante, al reproducir el relato de sentencias de
muerte, precedidas de torturas, dictadas contra caballeros y otros malhechores,
le�das y ejecutadas en p�blico.
���� [52]
Jos� de AZEVEDO FERREIRA, Afonso X. Fuero
Real, Braga, 1982, pp. 185-186; v�ase tambi�n Partidas VII, 8, 3; la venganza privada es
un buen ejemplo de actos que para la cultura de elite de la modernidad son
cr�menes y que para la cultura letrada medieval, sin embargo, son sucesos
legales.
���� [53] V�ase M. M. DAVY, Le
th�me de la vengeance au Moyen Age, La
vengeance, IV, Par�s, 1980-1984, pp. 125-135; Michael MULLET, La cultura popular en la Baja Edad Media,
pp. 54-55; J.-P. BARRAQU�, Le contr�le des conflits � Saragosse
(XIVe-d�but du XVe si�cle), Revue
Historique, n� 565, 1988, pp. 44-45.
���� [54] La m�s usual es la
que ejercen los se�ores para que los campesinos paguen las rentas
jurisdiccionales; veamos, por ejemplo, como los labradores denuncian la
violencia empleada por la abad�a de Celanova -y tambi�n el Conde de Benavente-
al objeto de que pagasen por raz�n de vasallaje tocinos y diez blancas de pan y
vino: vira britar as portas por los tou�i�os
et por las des brancas (...) trag�an fou�es e machados por elo (...) fer�an e
mataban por eles (...) o abade don Juan que pinoraba aqueles que lle non
quer�an trajer os touci�os de servi�io, e que quebrantaban as portas e tomaban
as prendas aqueles que eran reve�s, publica Xes�s FERRO COUSELO, �A vida e a
fala dos devanceiros. Selecci�n de documentos en gallego de los siglos XIII al
XVI, I, Vigo, 1967, pp. 162, 166, 171; despu�s de las violencias
dicen los testigos que el monasterio cobr� pa�ificamente
dicho tributo de vasallaje; la toma de prendas por impago de rentas (o de
pr�stamos), es un tipo de represalia que est� muy generalizada (el ayuntamiento
de Orense tambi�n la practica contra labradores), como suerte de aplicaci�n a
las relaciones sociales de la leg�tima venganza caballeresca, v�ase Carlos
BARROS, La mentalidad justiciera de los
irmandi�os, Vigo, 1988, pp. 160-163.
���� [55]
En una historia del monasterio de San Vicente do Pino (Monforte), escrita en
1613 en base a -seg�n parece- escrituras, se narra un episodio, a modo de
tradici�n legendaria, que refleja bien como hab�a arraigado en la memoria
colectiva la violencia se�orial del siglo XV:�
Beatriz de Castro, se�ora de Lemos, agraviaba a los vasallos y al
monasterio, cuando un tal Lucas Ferreiro, en nombre de los campesinos del coto
de Doade y de los propios monjes, organiza la defensa legal contra dicha
se�ora, entonces �sta mand� que se le cortase
una pierna (que estuvo seg�n testigos -dice el monje escriba,
denunciando la oralidad de sus fuentes- 20 � 21 a�os colgada en la puerta de la
villa), lo que no fue �bice para que el obstinado Lucas compareciera sostenido
por muletas ante la Audiencia gritando e implorando in�tilmente justicia; al
final la condesa ech� al vasallo rebelde en el suetano del castillo de Castro Caldelas, donde muri�; publica Bolet�n de la Comisi�n de Monumentos de Lugo,
III, 1947, pp. 119-120.
���� [56]
Esta precisi�n de que la aceptaci�n obediente de la coerci�n se�orial obliga a
todos los habitantes en el �mbito del se�or�o, generaliza significativamente el
r�gimen de fuerza propio de la dependencia servil a todos los vasallos
juridiscionales.
���� [58]
La diferenciaci�n social consiste en la educaci�n temprana, sistem�tica y
profesional de los hijos de los caballeros con el objetivo de que lleguen a ser
los m�s fuertes, y ratifiquen pr�cticamente su elecci�n -geneal�gica- para
dirigir la comunidad.
���� [59] Robert MUCHEMBLED, op. cit., pp. 221ss; Jean-Pierre LEGUAY, La rue au Moyen Age, Rennes, 1984, pp.
160, 212-217.
���� [60] Rodney HILTON, Siervos liberados. Los movimientos campesinos
medievales y el levantamiento ingl�s de 1381, Madrid, 1984, p. 131;
Carlos BARROS, Mentalidad justiciera,
p. 211.
���� [61]
Sin cierta coerci�n, m�s o menos asumida y/o consensuada por las partes
implicadas, mal se puede salvaguardar la unidad de los marcos de relaci�n y
reproducci�n (familia, concejo, se�or�o, reino) en las sociedades hist�ricas.
�
���� [62]
Violencia ordinaria y privada entre vecinos, J.-P. BARRAQU�, Le contr�le
des conflits � Saragosse (XIVe-d�but du XVe si�cle), Revue Historique, n� 565, 1988, pp. 41-50;
violencia de bandos entre artesanos urbanos, Rafael NARBONA VIZCAINO, Malhechores, violencia y justicia criminal en la
Valencia bajomedieval, Valencia, 1990, pp. 108-120.
���� [63]
Jean-Pierre LEGUAY, La rue au Moyen Age,
pp. 155-163; Michael MULLET, La cultura
popular en la Baja Edad Media, p. 177.
���� [64]
Con todo, en la pr�ctica judicial medieval exist�a cierta distinci�n entre
justicia privada, que permanec�a al margen de los jueces como las venganzas o
conclu�a en tribunales arbitrales (J.-P. BARRAQU�, op. cit., pp. 46-47), y justicia p�blica, que se aplicaba
sobre todo a los delincuentes marginales o, excepcionalmente, se�oriales
(Carlos BARROS, Mentalidad justiciera,
pp. 34-36); es decir, violencia tolerada y violencia castigada; la tolerancia
hacia la violencia desaparece cuando la sobredimensi�n de �sta y los nuevos tiempos
lo exigen.
���� [65]
Teresa-Maria VINYOLES I VIDAL, La viol�ncia marginal a les ciutats
medievals. (Exemples a la Barcelona dels volts del 1400), Revista d'hist�ria medieval, 1, 1990, pp.
155-177; Rafael NARBONA, Malhechores,
violencia y justicia ciudadana en la Valencia bajomedieval,
Valencia, 1990, pp. 127-144.
���� [67]
1537, Informaci�n sobre la muerte de Gregorio de Valladares (copia), Biblioteca
del Museo de Pontevedra, Colecci�n Sampedro, caja 81.
���� [68]
La eficacia, y consecuentemente la fama p�blica, de Pedro Alvarez de Sotomayor
en las batallas de la �poca, ven�a de su presteza en poner en pr�ctica mejor
que nadie -o sea, anticip�ndose- el derecho de venganza; muy probablemente el
apelativo Madruga ten�a el
significado que se desprende del siguiente refr�n (1453): a quien te quiere matar madruga y m�talo, Cr�nica de Alvaro de Luna, Madrid, 1940,
p. 359; que pasando el tiempo Lope de Vega reproduce en el tercer acto de La Reina Juana de N�poles: Si te quisiera matar/ alg�n enemigo fiero/ madruga y
mata primero, cit. en Marquesa de AYERBE, El Castillo del Marqu�s de� Mos
en Sotomayor, 1905, p. 57.
�
���� [69]
Publica Benito F. ALONSO, El Castillo de Miraflores, Bolet�n de la Comisi�n de Monumentos de Orense,
VI, n� 129, 1919, p. 162.
���� [70]
Conforme se difunde y idealiza menos se corresponde la pr�ctica caballeresca
con el modelo de referencia.
���� [72]
Marc BLOCH, La sociedad feudal,
Madrid, 1986, p. 241; Rafael NARBONA, Violencias feudales en la ciudad de
Valencia, Revista d'Hist�ria Medieval,
n� 1, Valencia, 1990, p. 78; Carlos BARROS, C�mo vive el modelo caballeresco
la hidalgu�a gallega bajomedieval: los Pazos de Prob�n, Galicia en la Edad Media, Madrid, 1990,
pp. 236, 242-243; la larga vida en la tradici�n oral de la representaci�n
del� horcamiento� como una muerte ignominiosa para un
caballero, queda patente en aquel romance en que Don Bernardo libera a su primo
el Conde, condenado por el rey a la muerte infamante por encintar a una adolescente: di� una patada a la horca/ y al suelo se l'ha bajado;
una bofetada al verdugo/ que se qued� desmayado; y la gente qu'all� hab�a/ toda
quedaba temblando./ Toma, mi primo, esta espada/ defi�ndela com' hombre
honrado, que tu eres de mi sangre/ y no has de morir horcado,
Alfonso HERVELLA COUREL, Romances populares
gallegos recogidos de la tradici�n oral, Biblioteca del Museo de
Pontevedra, Colecci�n Sampedro, caja 51-56, fol. 4.
�
���� [73]
La primera justificaci�n medieval, mencionada supra,
de la violencia humana era que hab�a que ganar la vida dome�ando la naturaleza,
matando las animalias bravas (Partidas II, 20, 7); invertir los
t�rminos, y hacer que los animales salvajes maten al reo ten�a el simb�lico
sentido de su deshumanizaci�n, coloc�ndolo en la escala social de valores m�s
abajo que los propios animales...
���� [74]
La normal ausencia de testigos e im�genes reales de estas muertes produce un
mayor componente imaginario -en el sentido de realidad inventada- en la
transmisi�n oral.
���� [76]
Algunos a�os despu�s, en 1467, Pedro Osorio, hijo del Conde de Trat�mara (con
la ayuda de su hermano el Marqu�s de Astorga), pone su espada al servicio de la
Santa Irmandade contra el
susodicho Conde de Lemos y el arzobispo de Santiago, un Fonseca sobrino de
aqu�l que hab�a echado de Galicia, junto con el Conde, a su difunto padre.
���� [77]
La triple clandestinidad que rodea a la muerte por envenenamiento, que afecta
(1) al desconocimiento de los promotores, los ejecutores y las motivaciones,
(2) al medio material utilizado y (3) a las circunstancias de tiempo y/o lugar,
se traduce en una est�tica negativa, oscura, de una violencia no ejemplar
suscitadora de una fuerte descalificaci�n moral; el adjetivo fusquenlla aplicado por los contrarios
populares a la hermandad gallega de 1467 persegu�a el mismo objetivo de
impugnaci�n �tica, v�ase Carlos BARROS, Mentalidad
y revuelta en la Galicia irmandi�a: favorables y contrarios,
Santiago, 1989, pp. 183-236.
���� [78]
1480, Informaci�n de hidalgu�a de los hijos de Pedro L�pez de Marceo, publica
Xes�s FERRO COUSELO, Bolet�n del Museo
Arqueol�gico Provincial de Orense, VI, 1950-51, pp. 111-121.
���� [79]
Sobre la conflictividad en el seno de las familias nobles, Isabel BECEIRO,
Ricardo CORDOBA, Parentesco, poder y
mentaldidad. La nobleza castellana, siglos XII-XV, Madrid, 1990, pp.
363-371.
���� [80]
De forma que, a finales de la Edad Media, no siempre se puede afirmar que la familia y el clan parec�an el refugio m�s seguro para
los individuos, Michael MULLET, La
cultura popular en la Baja Edad Media, p. 145.
���� [81]
Sigue el cronista: Este se refugi� en
Portugal en casa del Duque de Braganza, pero al mes fue muerto a estocadas por
algunos de los criados del Duque, Mauricio CARBAJO, Historia de Sobrado (1772), copia
conservada en la Biblioteca Penzol de Vigo, Familia L�pez Ferreiro, caja 36/2;
casi siempre que hallamos el relato de una muerte innoble, se siente el
narrador en la obligaci�n de contar c�mo el matador fu� despu�s castigado
tambi�n con la muerte, evidentemente por mandato divino.
���� [82]
Vasco de APONTE, Recuento de las Casas
Antiguas del Reino de Galicia (1530-5), Santiago, 1986, pp. 191,
202; ciertamente no es un caso de homicidio, pero no es descabellado pensar que
algo tendr�a que ver el Conde con el suicidio de su esposa cuando un
sentimiento de culpa le arrastra a tanta contricci�n.
���� [84]
Ya Alvaro de Sotomayor se hab�a enfrentado a su padre Pedro Madruga por causa
del patrimonio familiar, siendo amenazado por �ste -espet�ndole que lle quebrar�a un pau em a caveza-; Pedro
Madruga deshereda al final en su testamento (1486) a su hijo Alvaro por haber sido desobediente, haberse levantado contra
�l, haberle tomado la fortaleza e casa de Sotomayor, ser causa del
desfallecimiento de sus estados, apocamiento de su vida y causa de su muerte,
publica Marquesa de AYERBE, op. cit.,
pp. 70-71; en ese ambiente de violencia paternofilial se cri� el Pedro de
Sotomayor que de mayor orden� matar a su madre In�s Enr�quez.
���� [86]
Publica Pablo PEREZ CONSTANTI, Colecci�n de
documentos hist�ricos del Bolet�n de la Real Academia Gallega, I, La
Coru�a, 1915, pp. 125-133.
���� [89]
La fama de Ronquillo como juez duro deviene m�s tarde leyenda a causa de su
papel en la represi�n de las Comunidades de Castilla; en 1520, estando al
frente del ej�rcito real que cerc� Segovia, es acusado por los comuneros con
estas palabras: Y un mal hombre llamado el
alcalde Ronquillo, con aqu�l ej�rcito hizo muy gran guerra a la ciudad,
ahorcando y cortando pies y manos a los que de ella sal�an, aunque no
tuviesen� culpa, Prudencio de
SANDOVAL, Historia de la vida y hechos del
emperador Carlos V, I, BAE n� 80, Madrid, 1955, pp. 238-239,
335-336, 449; en 1526, tortura y ejecuta en el castillo de Simancas al obispo
de Zamora, por comunero, despu�s de que intentara huir de su prisi�n; Ronquillo
es absuelto -junto con el verdugo- al a�o siguiente por matar a dicho obispo
rebelde, pero la tradici�n popular y erudita (ZORRILLA, El alcalde Ronquillo o el diablo en Valladolid)
no lo perdon� tan f�cilmente, Joseph PEREZ, La
revoluci�n de las Comunidades de Castilla (1520-1521), Madrid, 1977,
pp. 632-633.
���� [90]
Se trata de una tendencia habitual de escribanos y jueces que reflejan as� sus
propias emociones l�dicas, adem�s de lo fundamental: una ejemplaridad
justiciera y punitiva cimentada en el poder disuasivo de la violencia.
���� [91]
Aqu� se muestra la ineficacia del acero, en comparaci�n con el veneno, como
instrumento para una muerte clandestina; el veneno ofrece en principio unos
resultados m�s seguros e invisibles, que quiz�s tampoco se desean, se busca
probablemente la muerte semip�blica que al final se produce.
���� [94]
Al matar a su gata preferida los obreros violaron
simb�licamente a la patrona, dice Darnton en La gran matanza de los gatos (M�xico,
1987, pp. 102-103); violaci�n simb�lica, incosciente en gran medida, todav�a
m�s clara si cabe en el caso que nos ocupa.
���� [96]
El espect�culo del cuerpo supliciado sublima tambi�n tensiones psicol�gicas y
sociales, incluso divirtiendo, de los espectadores populares y no populares;
esta visi�n extramuros del poder es continuamente olvidada por Foucault (m�s
atento al poder como coerci�n que como consenso), en cambio ha sido se�alada
seg�n ya hemos expuesto por Norbert Elias, qui�n ten�a por principal campo del
an�lisis la sociedad civil.
���� [97]
Michel FOUCAULT, Sobre la justicia popular, Microf�sica del poder, Madrid, 1978, pp. 48-49.
���� [99]
La superioridad del poder establecido se muestra en la finura y la precisi�n
del ritual teatralizado de la pena de muerte frente a la chapucera y
clandestina ejecuci�n de los alevosos asesinos, que mantienen vivo y multiplican
los golpes contra el cuerpo atormentado de la v�ctima porque, dicen ellos, no
son capaces de darle muerte; tambi�n en �sto: cultura erudita versus cultura popular.
���� [100]
Los aspectos no clandestinos del asesinato de la condesa, el uso del acero y el
segundo asalto en la casa del cura, y el dejar el cuerpo insepulto, �no
pretenden tambi�n de alg�n modo el �xito de la muerte p�blica?
���� [101]
Una prueba m�s del poco cr�dito �tico de los caballeros gallegos a comienzos de
la Edad Moderna.
���� [102]
En septiembre de 1531, un a�o despu�s de ser nombrado gobernador de Galicia, el
infante Juan de Granada escribe, junto con los alcaldes mayores, a Carlos V
recordando al Rey la condena a muerte -evidentemente la pena capital de 1518
hab�a quedado sin aplicar- y privaci�n de bienes -salvo la fortaleza de
Sotomayor que hab�a quedado para su mujer- por el asesinato de su madre,
acusando ahora a Pedro de Sotomayor de haber falsificado documentos: pare�iendonos ser cosa conveniente y necesaria
hacerllo saber a vuestra magestad ansi por la calidad de la cosa y las personas
a quien toca como por lo que todos en este Reyno dizen y comunmente platican
que un hombre tan fa�inero y malo y en tantos generos de maldades quede sin
puni�i�n y castigo; denuncian a continuaci�n que el de Sotomayor
estaba en Italia, sirviendo en el ej�rcito de su cu�ado el Conde de Altamira,
rumore�ndose -dicen los oficiales reales- que Don Pedro estaba all� con el
permiso del Rey, lo que sutilmente desmienten para terminar demandando apoyo real
para que se haga justicia y se castigue a tan insignes malhechores (incluyen al
Conde de Altamira, uno de los beneficiarios de las falsificaciones), publica
C�sar VAAMONDE LORES, G�mez P�rez das
Mari�as y sus descendientes (Apuntes hist�ricos y geneal�gicos), La
Coru�a, 1917, pp. 138-139; en febrero de 1532, dos nuevas cartas de los
alcaldes mayores a Carlos V dando cuenta del estado de la pesquisa y pidiendo
de nuevo castigo para el de Sotomayor y para el Conde de Altamira, Galicia Diplom�tica, I, n� 28, 1883, p.
199.
���� [103]
Memorial ajustado del pleito Teresa de
Sotomayor/Garc�a Sarmiento, Biblioteca del Museo de Pontevedra,
Colecci�n Solla, caja 60, fol. 59.
���� [104]
En la copia del nobiliario de Aponte que se conserva en el Archivo Municipal de
La Coru�a, aparece una nota de comienzos del siglo XVII que dice as�: Este Dn. Pedro fue muerto en la villa de Bayona, y
confiscada la Casa en que el estaba en dicha Villa, se mand� que nadie la
Viviese, y a costa de sus hacienda y de Orden del Rey se tapearon sus puertas,
y se puso sobre la pared una Estatua de piedra con cierto r�tulo (...) La
estatua era una figura de hombre con un Cuchillo puesto en la garganta y el
letrero de la otra piedra la sentencia que Contra el se havia pronunciado;
prueba de que la sentencia de 1532 qued� grabada en la memoria colectiva, si
bien mezclada con el mal recuerdo del otro Pedro, Pedro Madruga, el Conde de
Cami�a, pues la nota confunde con seguridad nieto con abuelo al decir que siempre Bayona fue del Rey, como lo era antes que este
la tiranizase, Vasco de APONTE, Recuento
de las Casas antiguas del Reino de Galicia, p. 267.
���� [106]
�dem, fol. 60-61; Vasco de
APONTE, Relaci�n de las Casas antiguas del
Reino de Galicia, pp. 110, 266.
���� [107]
Algunos casos acontecidos en el reinado de Juan II: en 1422, el rey hace
degollar en Valladolid al caballero Juan Garc�a de Guadalajara por falsificar
documentos, seg�n confes� en el tormento, y, en 1440, ajusticia de la misma
forma a Sancho de Reynoso por asaltar y prender a otro caballero, que adem�s
era su padrastro, respondiendo el rey a quienes interced�an por el caballero
malhechor que no pod�a fallescer � la
justicia, pues que de Dios lo era encomendada, Cr�nica de Juan II, BAE n� 68, Madrid,
1953, pp. 419, 445, 568-569.
���� [108]
Dice el preg�n que proclama la ejecuci�n: Esta
es la justicia que manda hacer el Rey nuestro Se�or � este cruel tirano �
usurpador de la corona real: en pena de sus maldades m�ndale degollar por ello,
Cr�nica de Juan II, BAE n� 68,
Madrid, 1953, p. 683.
���� [109]
Rui de PINA, Cr�nicas, Porto,
1977, pp. 917-924; Garc�a de RESENDE, Cr�nica
de Don Jo�o II, Lisboa, 1973, pp. 69-70; tuvo la ejecuci�n sumaria de tan importante noble portugu�s un eco
l�gico en el lado oriental de la frontera, v�ase Fernando de PULGAR, Cr�nica de los Reyes Cat�licos, BAE n� 70,
406-407.
���� [110]
Publica Xes�s FERRO COUSELO, �A vida e a fala dos devanceiros. Selecci�n de
documentos en gallego de los siglos XIII al XVI, I, Vigo, 1967, pp.
46-47; en julio de 1291 estuvo Sancho IV en Orense y Santiago, Antonio LOPEZ
FERREIRO, Historia de la S. A. M. Iglesia de
Santiago de Compostela, V, p. 258, ap�ndice doc. XLVI; Doroteo
CALONGE, �Los tres conventos de San Francisco de Orense,
Osera, 1949, p. 104.
���� [112]
Pedro LOPEZ DE AYALA, Cr�nica de Don Pedro,
BAE n� 66, p. 544; Fern�o LOPES, Cr�nica de
Dom Pedro I, Porto, 1984, p. 184; Antonio NEIRA DE MOSQUERA, Monograf�as de Santiago, Santiago, 1950,
pp. 207-217; Eladio LEIROS, El asesinato del arzobispo Don Suero, Bolet�n de la Real Academia Gallega, tomo
XXIV, 1944; Angel RODRIGUEZ GONZALEZ, Pedro I de Castilla y
Galicia, Bolet�n de la Universidad
Compostelana, n� 64, 1956, pp. 269-270.
���� [115]
Fernado de PULGAR, Cr�nica de los Reyes
Cat�licos, BAE n� 70, p. 357; el degollamiento en Mondo�edo de Pedro
Pardo de Cela dio pie a una tradici�n oral a su favor, que fue retomada mucho
despu�s, con m�s buena fe que rigor, por las historiograf�as rom�ntica y nacionalista
gallegas.
���� [117] Robert JACOB, Le
meurtre du seigneur dans la soci�t� f�odale. La m�moire, le rite,
la fonction, Annales, n� 2,
1990, p. 250; para el ejecutor colectivo el crimen se�orial no era por supuesto
tal crimen, sino un acto de justicia, la cura de una enfermedad s�, pero la
patolog�a estaba en el comportamiento maligno del se�or culpado, y castigado,
no en el hecho homicida.
���� [118]
Eran castigados con la muerte los sirvientes que no socorriesen a su se�or, y a
su mujer y a sus hijos; deb�an incluso sacrificar sus vidas vasallas por los
se�ores: amparandolos� con las manos, o con armas, o poniendose en
medio de aquellos que los quieren matar, Partidas VII, 8, 16.
���� [119]
En 1435, una encuesta oral realizada para determinar los l�mites del alfoz de
Allariz, consta como referencia geogr�fica: por
donde mataron a gudistes fernandes, Documentos
del Archivo de la Catedral de Orense, I, Orense, 1923, p. 419; sin
duda, la categor�a social de la v�ctima y la motivaci�n justiciera de su
muerte, habr�an de grabar a�n m�s hondo en la memoria colectiva las muertes
se�oriales en revueltas.
���� [120]
Una limitaci�n remarcable del art�culo de Robert Jacob es que recurre
exclusivamente a las fuentes narrativas, eclesi�sticas y nobiliarias, lo que
obstaculiza la posibilidad de contemplar la muerte colectiva del se�or desde el
punto de vista de sus ejecutores.
���� [121]
Subjetivamente, aclara Le Bon, cre�an sus actores estar realizando una acto
meritorio y cumpliendo un deber.
���� [123]
Cuando les preguntaban porqu� hac�an aquello,
respond�an que no lo sab�an, pero que como lo ve�an hacer a los dem�s, ellos
tambi�n lo hac�an. Pensaban que deb�an destru�r de ese modo a todos los hombes
gentiles y nobles del mundo para que no quedara ninguno, Cr�nicas, Madrid, 1988, pp. 181-182; el
silencio campesino que malinterpreta el contrario Froissart, refleja la
indicibilidad, sobre todo ante la cultura savante,
de los actos violentos de la revuelta contra las personas se�oriales,
���� [124]
Tanto en el sentido de falta de reflexi�n y racionalidad, como en su acepci�n
m�s amplia de no intervenci�n de la conciencia y de la voluntad en la acci�n.
���� [126]
Que sin embargo es fundamental en el caso de los asesinatos de se�ores por
otros se�ores.
���� [127]
Ra�l GARCIA AGUILERA, Mariano HERNANDEZ OSSORNO, Revuelta y litigios de los villanos de la encomienda de Fuenteobejuna
(1476),� Madrid, 1975, pp.
140-144: E. CABRERA, A. MOROS, Fuenteovejuna.
La violencia antise�orial en el siglo XV, Barcelona, 1991.
���� [128]
con un furor maldito y ravioso, llegaron al
Comendador, y pusieron las manos en �l y le dieron tantas heridas que le
hizieron caer en tierra sin sentido. Antes de que diesse el �nima a Dios,
tomaron su cuerpo con grande y regocijado alarido, diziendo: vivan los Reyes
y mueran los traydores y le echaron por una ventana a la calle; y otros
que all� estavan con lanzas y espadas, pusieron las puntas arriba, para recoger
en ellas el cuerpo que aun ten�a �nima. Despu�s de caydo en tierra, le
arrancaron las barbas y cabellos con grande crueldad; y otros con los pomos de
las espadas le quebraron los dientes. A todo esto a�adieron palabras feas y
descorteses, y grandes injurias contra el Comendador Mayor, y contra su padre y
madre. Estando en esto, antes que acabasse de espirar, acudieron las mugeres de
la villa, con panderos y sonages a regocijar la muerte de su se�or(...) Estando
juntos hombres, mugeres y ni�os, llevaron el cuerpo con grande regocijo a la
plaza; y all� todos, hombres y mugeres, le hizieron pedazos, arrastr�ndole y
haziendo en �l grandes crueldades y escarnios; y no quisieron darle a sus
criados para enterrarle, Francisco RADES DE ANDRADA, Cr�nica de las tres Ordenes Militares de Santiago,
Calatrava y� Alc�ntara (1572),
Barcelona, 1976, fol. 79-80.
���� [129]
La muerte del se�or es una representaci�n
social en el doble sentido de representaci�n teatral y de
representaci�n imaginaria de la realidad.
���� [130]
En 1474, Miguel Lucas de Iranzo, Condestable de Castilla, en el transcurso de
un pogrom, fue asesinado en el interior de la iglesia por los vecinos de Ja�n,
seg�n las cr�nicas a causa de que dicho caballero se hab�a puesto de parte de
los conversos: un d�a estando �l en la
Iglesia mayor oyendo Misa, entraron todos � all� delante del altar lo mataron
crudamente, Diego ENRIQUEZ DEL CASTILLO, Cr�nica de Enrique IV, BAE�
n� 70, p. 214; fu� muerto mala �
crudamente por algunos labradores del comun de Jaen, Don Miguel L�cas,
Fernando PULGAR, Cr�nica de los Reyes
Cat�licos, BAE n� 70, p. 248.
���� [132]
Jos� de AZEVEDO FERREIRA, Afonso X. Fuero
Real, Braga, 1982, pp. 185-186; Partidas
VII, 8, 3.
���� [133]
Carlos BARROS, Vasallos y se�ores: uso alternativo del poder de la justicia
en la Galicia bajomedieval, I Jornadas
sobre formas de organiza��o e exerc�cio dos poderes na Europa do Sul, siglos
XIII-XVIII, Lisboa, 1988, pp. 345-354.
���� [135]
Tal es el caso de la muerte, en 1474, de Graci�n de Sese en San Felices de los
Gallegos, que mencionaremos m�s adelante (nota 143).
���� [137]
Por el derecho de resistencia justifica el cronista la muerte del caballero
Felipe de Castro (1371), que estando en conflicto con sus vasallos de Paredes
de Nava por causa de un tributo, �l fu� para
el dicho logar � prender algunos dellos, � escarmentar otros; � los del logar
salieron al camino, � pelearon con �l � mataronle, Pedro LOPEZ DE
AYALA, Cr�nica de Enrique II, BAE
n� 68, Madrid, 1953, p. 9.
���� [142]
En este sentido es suficiente la explicaci�n de Foucault del encarnizamiento
con la v�ctima como manifestaci�n de poder.
���� [143]
Cierta cultura erudita bajomedieval critica tales excesos a la manera de
Froissart porque no comprende su sentido, no s�lo por su alineaci�n con las
v�ctimas se�oriales.
���� [144]
Un ejemplo de apedreamiento de finales del a�o 1474; cuando un caballero se
presenta en una villa para hacerse cargo de su se�or�o, por merced de Enrique
IV: Los de Sant Felices, vasallos de aquel
Graci�n de Sese, se levantaron contra �l e lo apedrearon, Fernado
PULGAR, Cr�nica de los Reyes Cat�licos,
BAE n� 70, p. 249; Juan de Mariana, un
siglo despu�s, se hace eco de la muerte de este se�or (confundi�ndose, pues
dice que la villa salmantina San Felices de los Gallegos...est� en Galicia): d�diva para �l muy desgraciada, porque en una
revuelta, no se sabe por qu� causa, los vecinos de aquel pueblo le apedrearon y
mataron; venganza del cielo por dejarse granjear con d�divas, como el vulgo lo
decia, muy inclinado � semejantes dichos y hablas y � creer y decir de
ordinario lo peor, Historia de Espa�a, Obras del Padre Juan de Mariana, II,
Madrid, 1854, p. 183; el cronista se opone aqu� a la tradici�n oral, que recoge
la legitimaci�n providencialista de la muerte del alcalde de la fortaleza de
Trujillo, ocultando (al modo de Froissart) cuando asevera que no sabe por qu�
lo mataron, cuando �l propio Mariana trancribe que el pueblo dec�a que el tal
Graci�n hab�a sido comprado (legitimaci�n profana), m�s all� de la siempre
actuante motivaci�n antise�orial pura; Graci�n de Sese traicionara a los de
Trujillo (provincia de C�ceres) al dejar entrar contra los deseos de la ciudad
al Marqu�s de Villena para� apoderarse de
su se�or�o, siendo recompensado con San Felices de los Gallegos, Julio VALDEON,
Los conflictos sociales en el reino de
Castilla en los siglos XIV y XV, Madrid, 1975, p. 173.
���� [145]
La Iglesia inclu�a en las censuras eclesi�sticas la cuesti�n de la sepultura:
en el entredicho, que supon�a suspensi�n de oficios divinos, de administraci�n
de sacramentos y de servicio de sepultura en sagrado; en la excomuni�n, que
llevaba consigo la prohibici�n expresa de enterrar al reo en sepultura
eclesi�stica; dejar el cuerpo insepulto de la v�ctima se�orial de una revuelta
significar, de nuevo, el uso alternativo de una pena -en este caso, can�nica-
usual.
���� [146]
Despu�s de la violenta revuelta de 1476, la villa de Fuenteovejuna vuelve al
se�or�o del concejo de C�rdoba, sentido por los vecinos como m�s favorable,
aunque habr� de esperar hasta 1513 para ver confirmada la victoria contra la
Orden de Calatrava que hab�a puesto pleito, Rafael RAMIREZ DE ARELLANO, Historia de C�rdoba, IV, 1919, pp.
272-277, 315; Ra�l GARCIA AGUILERA, Mariano HERNANDEZ OSSORNO, Revuelta y litigios de los villanos de la encomienda
de Fuenteobejuna, p. 30.
���� [147]
� puesto que asi la mataron, subcedi� el hijo
pacificamente porque ellos le obedescieron, y �l los perdon�,
ENRIQUEZ DEL CASTILLO, Cr�nica de Enrique IV,
pp. 204-205.
���� [148]
En 1798, Manuel Risco public� un resumen de ese documento de la Catedral de
Lugo (Espa�a Sagrada, tomo 41, Madrid,
p. 126), dando pie a la invenci�n, por parte de la historiograf�a rom�ntica y
gallegista, de una tradicion culta que hace de Mar�a Casta�a una hero�na
popular en la lucha contra el feudalismo; el dominico y erudito Aureliano Pardo
de Villar se interrogaba dubitativo, un tanto sorprendido, refiri�ndose a la
Mar�a Casta�a de esta carta de donaci�n: �Ser�a
esta mujer la famosa revolucionaria lucense del siglo XIV, llamada tambi�n
Mar�a Casta�a... (Bolet�n de la
Comisi�n de Monumentos de Lugo, I, 1941, p. 116), lo cierto es que
la respuesta es afirmativa; el documento de 1386 fue publicado enteramente por
Antol�n L�pez Pel�ez cien a�os despu�s de la noticia de Risco (El se�or�o temporal de los obispos de Lugo,
II, La Coru�a, 1897, pp. 185-189); adem�s de esta base documental,� tenemos la prueba de una tradici�n oral
plasmada en ese proverbio popular que habla dos
tempos de Mar�a Casta�a para referirse a tiempos muy pret�ritos;
L�pez Pel�ez (op. cit., I, pp.
209-223; II, pp. 189-191) y otros autores aceptaron, en su momento, que la
luchadora arrepentida de 1386 es la misma que la del refr�n, que ser�a as�
difundido en Espa�a desde Galicia; no siendo raro que se acuda a figuras
medievales para se�alar tiempos muy remotos -en
tiempos del rey Perico, de D� Urraca, del rey Wamba...- ni que un
hecho hist�rico protagonizado por una mujer del pueblo d� origen a un dicho
tradicional, verbigracia, armarse la
Mar�-Morena viene m�s que probablemente de aquella Mar�a Moreno de
Madrid -implicada en un notorio pleito en 1579-, que ten�a una taberna bien
conocida por las continuas peleas que all� suced�an (A. LOPEZ PELAEZ, op. cit., I, pp. 221- 222).
���� [149]
Es posible que se trate de la renovaci�n de un pleito-homenaje anterior al
enfrentamiento antise�orial, saldado con la muerte del cobrador de impuestos
del se�or obispo.
���� [151]
En este caso, el mayordomo, el representante del se�or obispo en cuanto a cobro
de rentas, imposici�n de penas y represalias a morosos, carcelero, etc.
���� [152]
�Qu� otra instancia pod�a sentirse m�s llamada que la Iglesia para practicar el
mensaje evang�lico del perd�n de los pecados, en este caso sociales?; en 1387,
un sacerdote de Santiago arguye en su testamento: por enxenplo daquel que ffoy posto enna cruz Rogou por los seus
perseguidores que me perdoen a min todas las murmura�oes blasfemias et mais
paravoas que deles dixe et fixe, publica Colecci�n Diplom�tica de Galicia Hist�rica,
Santiago, 1901, p. 417.
���� [153]
Jos� Luis MARTIN RODRIGUEZ, Historia de las mentalidades en Castilla y
Le�n, Historia Medieval: Cuestiones de
Metodolog�a, Valladolid, 1982, pp. 110-112.
���� [154]
Otras veces el perd�n de los asesinos esconde el reconocimiento de cierta
culpabilidad de la v�ctima.
���� [156]
Seg�n sus autores, parcialmente involuntario, sin premeditaci�n, ya que s�lo
reconocen intenci�n de herir al mayordomo episcopal.
���� [158]
El texto pasa justamente de la f�rmula objetiva la muerte del Se�or
Obispo Don Lope a la f�rmula subjetiva la muerte de su Se�or,
cuando concreta la condena a muerte y confiscaci�n de bienes de los ejecutores
y sus c�mplices; creemos que el redactor, adem�s de se�alar la circunstancia
agravante de unos vasallos que mataron a su amo y se�or, busca -puede que no
conscientemente-, suscita un sentimiento de culpa m�s profundo, la imagen
paralela de Jes�s, Nuestro Se�or, cuerpo supliciado por nuestros pecados,
muerte culpable que estamos condenado a expiar eternamente.
�
���� [159]
Resulta obvio el previo confrontamiento social entre la ciudad y el se�or
obispo; Lope de Salcedo estuvo desde que fue nombrado obispo de Lugo (1390)
hasta que muri� (1403) en conflicto constante con sus vasallos, no s�lo con los
ciudadanos -que terminaron como vemos por matarlo colectivamente- sino tambi�n
con los labradores de las parroquias del coto de Lugo, que al menos entre 1390
y 1401 le niegan el pago de tributos, no cumplen con las debidas prestaciones
en trabajo, se quejan de agravios recibidos, etc., A. LOPEZ PELAEZ, op. cit., II, pp. 155-183.
���� [160]
Bolet�n de la Comisi�n de Monumentos de
Orense, X, 1934, pp. 182-183 (Atanasio L�pez lee, sin embargo, levaronno en vez de botarono); una vez m�s, los asesinos
conjurados dejan insepulto el cuerpo de la v�ctima, gesto con el que, adem�s de
negar al difunto obispo un descanso eterno en un lugar santificado por Dios,
persiguen con su permanencia en las aguas la punici�n y purificaci�n
(supersticiosa) de sus pecados (Jes�s TABOADA CHIVITE, Ritos y creencias gallegas, La Coru�a,
1980, pp. 233-235); m�s adelante veremos como perdura la tradici�n popular que
lleva a los paisanos a hablar con el esp�ritu del obispo que pena
en el Pozo Maim�n.
���� [161]
Publica Doroteo CALONGE, Los tres conventos
de San Francisco de Orense, Oseira, 1949, p. 410; v�xase tam�n
Enrique FLOREZ, Espa�a Sagrada,
XVII, 1763, pp. 147-149; a maior parte deste texto aparece xa reproducido (con
data de 1474) na visita pastoral da di�cese auriense en 1487, Bolet�n de la Comisi�n de Monumentos de Orense,
V, 1917, n� 115.
���� [162]
Documentos del Archivo de la Catedral de
Orense, I, Orense, 1923, pp. 400-406; es habitual en las revueltas ciudadanas
de la Baja Edad Media gallega esta alianza entre el com�n y la nobleza urbana
contra el se�or�o episcopal o arzobispal.
���� [163]
Dos a�os despu�s del cerco del obispo y de la extra�a muerte de Francisco Alonso,
el se�or episcopal segu�a enfrentado con la ciudad: continuaba el entredicho
lanzado contra ella a causa de los sucesos de 1419, censura colectiva que el
cabildo levanta un tiempo, a petici�n del concejo, para que se puedan enterrar
a los muertos de la peste, �dem,
pp. 394-395; sobre el sentido antise�orial de la revuelta de 1419, desde un
punto de vista hagiogr�fico, v�ase Juan MU�OZ DE LA CUEVA, Noticias hist�ricas de la Iglesia Catedral de Orense,
Madrid, 1726, pp. 264-265.
���� [164]
Todav�a en enero de 1425, el provisor del segundo obispo de los que sucedieron
a Francisco Alonso, Alvaro P�rez Barregu�n -informa Enrique Fl�rez-, intenta
segur la pesquisa por la muerte episcopal de 1419 (Espa�a Sagrada, XVII, p. 151), que no aparece, en cambio, en
julio de 1425 (el mes precisamente en que muere en Roma el obispo absentista
Alvaro P�rez) en el proceso que lleva a la absoluci�n de los caballeros y
ciudadanos inculpados por el cerco de la�
Catedral y la insurrecci�n contra el obispo Francisco.
���� [166]
Y al mismo tiempo conseguir un beneficio patrimonial para su Iglesia a cuenta
precisamente de sus competidores nobles.
���� [167]
Tambi�n tocaba a la Iglesia orensana como poder temporal aplicar el derecho
promulgado, que no lo hiciese, en �ste y en tantos otros casos, y que se
conserven costumbres judiciales propiamente eclesi�sticas, confirma algo que ya
sab�amos: la subordinaci�n del derecho com�n escrito frente al derecho
consuetudinario y a las diversas tradiciones no escritas.
���� [169]
El Papa -a quien estar�a en principio reservado el caso- no iba a conceder bajo
ning�n concepto un poder a la Iglesia de Orense para absolver a los asesinos de
un obispo, requisito que en cambio hubo que cumplir en la tramitaci�n del
perd�n colectivo por la injuria del cerco; y en el caso de que la Iglesia de
Orense suplantara a la jurisdicci�n papal, quedar�a ella misma excomulgada ipso jure, Antonio GARCIA Y GARCIA ed., Synodic�n Hispanum, I, Madrid, 1981, p.
231.
���� [170]
El homicidio no entraba en el tipo de delitos condonables mediante una
donaci�n, por la v�a de la indulgencia, y no digamos si la v�ctima es un
obispo, Carlos BARROS, �La mentalidad justiciera de los� irmandi�os, pp. 134, 137; incluso
cuando el homicidio cae dentro de la categor�a de los pecados sujetos a
absoluci�n (bula de cruzada de Sixto IV, 1483), la Iglesia excluye de dicha
indulgencia el homicidio eclesi�stico, Luciano SERRANO, Los Reyes Cat�licos y la ciudad de Burgos,
Madrid, 1943, p. 239;� los perdones que
concede la Iglesia gallega en el siglo XV a asesinos de prelados son medidas
manifiestamente contradictorias con la leyes escritas tanto can�nicas como
civiles.
���� [171]
La obligada pena de muerte para reos de homicidio resultaba agrandada por la
mayor dignidad temporal y eclesi�stica de la v�ctima episcopal.
���� [172]
La dejaci�n de responsabilidades que supone, eso s� con el leg�timo fin de
restaurar el orden temporal, no perseguir sino absolver a escondidas reos bien
conocidos, resulta favorecida por el absentismo del obispo anterior y del
obispo posterior al perd�n de 1425, el ritual
arrepentimiento/donaci�n/absoluci�n se desenvuelve de julio a noviembre, precisamente
el per�odo s� vacante que media
entre la muerte de Alvaro P�rez y la toma de posesi�n - mediante un
intermediario- de Diego Rapado (Enrique FLOREZ, op. cit., pp. 151, 153), ambos obispos residentes en Roma y
muy ocupados en aquellos momentos en las vicisitudes del Cisma, por lo que el
cabildo es quien manda de hecho en el obispado de Orense, lo que seguramente
facilit� el olvido interesado de la muerte de un obispo, que era tambi�n el
se�or de los can�nigos.
���� [173]
Tres siglos despu�s, el obispo Mu�oz de la Cueva, asombrado de que no se diesse � nuestra Iglesia la com�n, dolorosa,
y larga satisfaci�n, aporta dos explicaciones a la rara impunidad de
los homicidas de un obispo cristiano: la turbaci�n que el Cisma hab�a producido
en aquel momento en la Iglesia de Roma, y el triunfo de la astucia de aquellos
que consiguieron encubrir la maldad
sacr�lega, atribuyendo � casualidad el precipicio del Obispo en dicho pozo.
Porque el camino, aunque es llano, est� sobre una cuesta muy pendiente, que cae
hasta las aguas, (Noticias
hist�ricas..., p. 265); hemos visto anteriormente que la menci�n m�s
cercana a los hechos, recogida de fuentes del cabildo, tambi�n hace referencia
-no sin ambig�edad- a una ca�da del caballo.
���� [174]
La tradici�n oral estaba todav�a viva en el campesinado hacia 1726, cuando
escrib�a el obispo Mu�oz de la muerte por ahogamiento de su antiqu�simo
antecesor en el Pozo Maim�n: dexando tan
viva, y gravada su memoria, que apenas passa por aquel sitio alg�n r�stico, que
a compasadas voces no clame por su Obispo; y se persuaden los labradores
simples, que responde � sus vozes con la repetici�n de los ecos en los pe�ascos
vecinos, Juan MU�OZ DE LA CUEVA, Noticias
hist�ricas..., p. 265; a pesar de que el clero amigo llev� su
cad�ver a la Catedral, trescientos a�os despu�s, para la tradici�n popular el
obispo segu�a all�, donde lo hab�an matado, penando por sus pecados.
���� [176]
Todo un ejemplo de c�mo la cultura letrada de la modernidad, alianza de
letrados nobiliarios y eclesi�sticos, lucha contra tradiciones orales
medievales, donde convergen cultura popular y cultura letrada (en este caso
representada por los estratos hidalgos y eclesi�sticos medios urbanos),
vinculadas a la lucha de las ciudades gallegas contra los grandes se�ores del
siglo XV; estudiamos algo semejante en otro lugar, Carlos BARROS, Mentalidad y revuelta en la Galicia irmandi�a:
favorables y contrarios, Santiago, Universidad, 1989 (microficha).
���� [177]
Lo que no pod�a menos que preocupar a Mu�oz de la Cueva, conocedor de las
fuentes de la Catedral como historiador del obispado y atento observador de una
tradici�n vigente en su tiempo, de ah� que intentara impulsar una nueva
tradici�n culta de la muerte de 1419 acorde con la doctrina cat�lica
post-tridentina, para que arrancase de ra�z la memoria colectiva y la
superstici�n campesina que ve�an en el Pozo Maim�n el purgatorio particular del
obispo Francisco; pod�a servir para tal fin la propuesta de G�ndara que,
jugando con la representaci�n del tiempo, vinculaba los id�latras paganos que
martirizaban cristianos en la Antig�edad romana con los rebeldes que hab�an
ajusticiado a su se�or obispo en el siglo XV.
���� [179]
Lo cierto es que el cabildo de Orense est� bien dispuesto a hacer la vista
gorda respecto a la muerte del obispo, en cambio no acepta dejar sin castigo el
delito, en principio menor, de minar la autoridad de toda la Iglesia de Orense
atacando a mano armada la Catedral, desaf�o que afecta claramenta a sus
intereses presentes y futuros como se�ores catedralicios.
���� [180]
En general, en Galicia, la conflictividad social no hace muchas distinciones
entre se�ores laicos y se�ores eclesi�sticos; de haber algunas, ser�a en
perjuicio de los segundos, no en balde estamos comprobando como los se�ores
prelados son las v�ctimas m�s propicias a la violencia antise�orial que
comporta la muerte del se�or.
���� [182]
Hagamos notar que la Iglesia de Orense decide el perd�n t�cito del crimen
episcopal en fr�o, despu�s de a�os de retrasos y vacilaciones, cuando se pod�a
pensar que agua pasada no mueve molino y que lo que m�s importaba era comenzar
una nueva etapa de concordia en la ciudad.
���� [184]
El historiador social debe huir de la simplificaci�n que supone considerar que
el ejercicio del poder consiste en vigilar, castigar y reprimir perpetuamente
en la direcci�n arriba /abajo.
���� [185]
Como de costumbre el ritual se concrete en golpes m�ltiples, sangre excesiva y
en la subsiguiente precisi�n descriptica notarial: con suas armas lan�as et espadas lle deron tantas ferydas en seu corpo et
corva et cave�a fasta en tanto que o mataron, Documentos del Archivo de la Catedral de Orense,
I, pp. 445.
��� �[186]
Los tesoreros eran oficiales p�blicos encargados de recibir, tener en custodia
y administrar las rentas del rey; aunque tambi�n pod�an cumplir dicha funci�n
para una administraci�n se�orial.
���� [187]
La pena eclesi�stica de excomuni�n va destinada contra los cuatro autores et os que llo mandaron faser et os outros quelles para
el deron consello fabor et ajuda en publico et en enaculto, Documentos..., p. 445.
���� [189]
No siempre los curas cumpl�an las reglas sinodales de llevar por la calle ropa
larga, como correspond�a a la honestidad clerical: que toda la clerez�a trayga y tenga sobrepellizes vestidas, Synodicon hispanum, pp. 192- 193 y tambi�n
pp. 59, 120, 182-183, 190.
���� [190]
Ya en las Partidas (VII, 22, 2)
se contempla, hablando del perd�n real -y tambi�n del se�orial-, la
eventualidad de perdonar el cuerpo pero no la fama del reo (ni sus bienes
materiales, claro est�); la Iglesia es quien tiene la mejor opci�n para
trasladar en verdad la punici�n del cuerpo a alma, anticip�ndose varios siglos
a la evoluci�n del proceso penal civil que sustituir� el castigo del cuerpo,
Michel FOUCAULT, Vigilar y castigar,
Madrid, 1990, p. 24.
���� [192]
Proceso simb�lico de identificaci�n que tuvo mucho que ver con la victoria
irmandi�a y con que los rebeldes de 1467 respetasen la vida de los se�ores
derrotados.
���� [193]
Por algo el poder eclesi�stico sobrevive en Galicia al hundimiento del poder
se�orial laico -del cual la Iglesia se beneficia altamente- provocado por el
levantamiento irmandi�o y la intervenci�n del nuevo Estado.
���� [195]
Tom�s de PERALTA, Fundaci�n, antig�edad y
progresos del Imperial Monasterio de Osera, Madrid, 1677, p. 254; Vilanfesta sigue siendo una peque�a aldea
(44 habitantes) de la parroquia de Osera, en el ayuntamiento orensano de Cea.
���� [196]
No disponemos de fuentes coet�neas, al contrario de lo que sucede con buena
parte de las muertes violentas que estamos estudiando; circustancia muy a tener
en cuenta pues conviene distinguir entre la representaci�n de las muertes
se�oriales en el momento en que �stas tienen lugar, y su transmisi�n y
remodelaci�n culta posterior, conforme esquemas mentales e ideol�gicos que ya
no son medievales.
���� [197]
Carlos BARROS, Mentalidad y revuelta en la
Galicia irmandi�a: favorables y contrarios, Santiago, Universidad,
1989 (microficha), pp. 244-255.
���� [198]� Carlos BARROS, Paz y violencia en la
revuelta popular: los irmandi�os y la muerte en Ribadavia de la Condesa de
Santa Marta, Ribadavia, 1990 (en prensa).
���� [200]
En todo lo relativo a la narraci�n de la muerte violenta de Sueiro de Marzoa,
tengamos en consideraci�n la parcialidad del cronista Ocampo, partidario
decidido de Fonseca.
���� [203]
Desde la Alta Edad Media la muerte del se�or est� equiparada a la muerte del
padre, el m�s grave de los homicidios; los ejecutores precisaban circunstancias
atenuantes; el derecho de venganza -por la muerte del cura y dem�s agravios- y
el homicidio en el curso de una pelea -no premeditado-, sirven para esta
ocasi�n; Jes�s LALINDE ABADIA, Derecho
Hist�rico Espa�ol, Barcelona, 1974, pp. 382, 393-394.
���� [205]
La exculpaci�n m�s popular y efectiva en el campo de las mentalidades
colectivas� era la providencialista;
tenemos un ejemplo superior en el siguiente episodio de la batalla de
Aljubarrota: una piedra castellana mata a dos hidalgos portugueses, provocando
un movimiento de temor entre los soldados de Portugal, que un escudero torna en
combatividad diciendo a las tropas que ele
vira aqueles dous hom�s emtrar em hu�a Igreija e matar hu� cleriguuo que em ela
estava revestido dizendo misa, y que por tanto la muerte de los dos
sacr�legos la devia� ter por sinal que Deus
lhe queria dar a vitoria da batalha, Fern�o LOPES, Cr�nica de D. Jo�o I, II, Lisboa, 1983, p.
105.
���� [206]
Inclusive si los sacerdotes son tan poco cuidadosos con el celibato como
parec�a ser el cura ahorcado por Marzoa; en todo caso, hagamos notar que, en el
siglo XV, la sospecha -que el cronista no desmiente- de una actitud irregular
del cura, que hav�a llevado de su cassa una
criada, no afecta para nada a la necesaria venganza -querida por
Dios- por su muerte: sin duda porque para las mentalidades premodernas las
relaciones de los sacerdores con las mujeres se contemplaba con una mayor
liberalidad.
���� [207]
Consideramos improbable que fuese cl�rigo el mayordomo del obispo de Lugo,
muerto por la familia de Mar�a Casta�a hacia 1386; seg�n el documento de perd�n
de los autores, �stos no fueron excomulgados, pena can�nica puesta en pr�ctica
sin embargo en los restantes casos examinados, precisamente por ser
eclesi�stica la v�ctima.
���� [208]
Tenemos informaci�n de algunos obispos, abades, can�nigos, monjes y curas que
en la Baja Edad Media gallega toman las armas aqu� y all�; pero son hechos
aislados, m�s significativos para la historia de las mentalidades que para la
historia militar.
���� [209]
Hubo pelea cuando mataron a Sueiro de Marzoa, y tambi�n cuando los de
Fuenteovejuna lincharon al comendador Fern�n G�mez de Guzm�n, o sus vasallos
acabaron con Felipe de Castro en 1371; la existencia de una disputa militar no
elimina las caracter�sticas de homicidio ritual que diferencian dichas muertes
violentas de otras muertes en guerra u ocasionales.
���� [210]
El homicidio cometido en revuelta era uno de los tipos de delitos que daban
derecho a la venganza privada de los parientes y amigos de la v�ctima, Jes�s
LALINDE, op. cit., pp. 393-394.
���� [211]
Carlos BARROS, Mentalidad justiciera de los
irmandi�os, siglo XV, Madrid, 1990, pp. 64-80.
���� [212]
A finales de la Edad Media la nobleza ya no nombraba a los obispos de Galicia
de entre los suyos, aunque se pod�a dar alg�n caso, como Pedro Alvarez Osorio,
Conde de Lemos, que consigue en 1470 colocar a su hermano, Alonso Enr�quez
Osorio, de obispo de Lugo, acudiendo en 1483 en su ayuda -solidaridad de clan
familiar- al tomar Acu�a y Chinchilla la fortaleza de Lugo, argumentando ante
los Reyes Cat�licos que si �l se movi� �
cercar aquella fortaleza de Lugo, era porque el Alcayde hab�a impedido las
rentas del Obispo su hermano (...) que no pensase que hab�a en �l presumpci�n
de inobediencia, salvo de escusar los da�os que aquel alcayde facia de cada dia
a �l � al Obispo su hermano, Fernando PULGAR, Cr�nica de los Reyes Cat�licos, BAE n� 70,
p. 381.
���� [213]
La muerte violenta de se�ores eclesi�sticos resulta m�s inconcebible entre 1467
y 1469 al apoyar aqu�llos en general (salvo el arzobispo de Santiago), m�s o
menos activamente, la revuelta irmandi�a, permaneciendo al margen de ella en el
peor de los casos.
���� [214]
Excepto La Coru�a y Betanzos, las ciudades gallegas de cierta importancia son
dominio episcopal o arzobispal.
���� [215]
�No resolv�an los caballeros entre s� sus contradicciones de manera personal causando
la muerte del adversario en combates singulares o mediante muertes
clandestinas?
���� [216]
Heterodoxa desde el punto de vista del derecho promulgado, tanto civil como
can�nico: el homicidio de un prelado en ning�n caso era delito perdonable.
���� [218]
Jacques Le Goff advierte acertadamente que la equidistancia no es tal, la
mentalidad feudal m�s bien promueve equilibrios descentrados, loc. cit.; en el caso que nos ocupa tambi�n
la muerte perdonada del se�or est� m�s cerca del Cielo que del Infierno.
���� [219]
En 1345, Alfonso XI, de visita en Lugo, condena a muerte al obispo de Lugo que
hab�a ordenado matar en su presencia a los representantes del concejo, con
quien manten�a un duro conflicto por la jurisdicci�n de la ciudad, al final el
rey porque era Prellado le perdona
la vida y lo echa fuera de sus reinos, expropi�ndole el se�or�o de Lugo y sus
bienes patrimoniales (perdona el cuerpo pero no los bienes y la fama), publica Antol�n LOPEZ PELAEZ, El se�or�o
temporal de los obispos de Lugo, II, La
Coru�a, 1897, pp. 131-137; contando con que no todos �ban a ser tan
respetuosos con la vida de los prelados como los reyes, las Partidas (I, 18, 7) deciden regular la
pena que han de pagar los que cometan el sacrilegio de matar hombres de
religi�n, seiscientos sueldos quien matase cura de misa y ochocientos sueldos
quien matase obispo, aparte -se sobreentiende- de la pena de muerte que les
correspond�a a todos los homicidas.