Violencia y muerte del señor en Galicia
a finales de la edad media
Carlos Barros
Universidad de Santiago de Compostela
La noción de violencia
se emplea continuamente en ciencias sociales con el significado estricto de uso
de la fuerza, sobre personas o cosas, como medio para vencer las resistencias
que se oponen a la consecución de determinados fines, no siempre conscientes o
explícitos. La violencia, además de mediación, es consecuencia -y síntoma- de
desigualdades sociales, cuando no causa de conflictos, actuando asimismo como
factor de regulación, como medio y rito restaurador de equilibrios rotos y
superador de contradicciones extremas, lo cual paradójicamente vincula
violencia, inseguridad y desorden con sus conceptos contrarios, paz, seguridad
y orden, especialmente en el imaginario y el inconsciente colectivos.
Violencia, psicología y sociedad
Está por
demostrar la hipótesis de la violencia gratuita, de la violencia por la
violencia: cuando la casualidad social tout court no basta, se indaga el
complejo pero también determinativo mundo de las mentalidades, incluso de la
psicología profunda, valorando la función catártica de la violencia en cada
tipo de sociedad. No es posible, según nuestro criterio, un análisis global de
la conducta violenta de los hombres sin combinar por tanto el triple enfoque
psicológico, sociológico e histórico.
En términos
psicológicos conviene considerar el comportamiento violento a través del
concepto de agresión, forma general de conducta violenta que es a su vez
manifestación externa de una actitud, la agresividad, esto es, una
predisposición emotiva a la agresión que precisa de factores desencadenantes
para concretarse en acción directa. Es del mayor interés cognitivo esta
distinción conceptual entre la agresividad como tendencia (actitud) y la
violencia como práctica (conducta). En ambos casos hay que contar, además, con
el rol activo de las representaciones sociales que los protagonistas tienen
sobre las causas y la utilidad, imaginarias y reales, de la violencia.
Existe en los
hombres cierta agresividad natural, propensión a responder con la acción a la
frustación derivada de las interferencias halladas en la obtención de algo que
se desea (Freud). La agresividad potencial se convierte en violencia real (que
adopta formas muy variables), en función de la incidencia de las condiciones
sociales e históricas. Los factores socio-históricos determinantes de la violencia
afectan asimismo a la actitud subyacente, incluyendo la parte no-consciente,
mediante la creación de automatismos y hábitos de conducta: la agresividad
inherente es también el producto de una sociedad históricamente definida, o
sea, es una agresividad aprendida. Por lo demás, hay períodos y coyunturas en
la historia que ora moderan ora activan las innatas pulsiones agresivas de la
sociedad y de los individuos.
En resumen, es preciso
cuidarse mucho de no generalizar sobre la violencia humana y el impulso
guerrero en un sentido ahistórico de inalterabilidad: los parámetros
espacio-temporales son, por consiguiente, decisivos para comprender la
violencia como fenómeno psicológico y social. La causalidad social y
contingente de la violencia posibilita pues enunciar la posibilidad histórica
de su superación[1],
acreditando por tanto una visión optimista del futuro humano, frente al
fatalismo que late en el supuesto (enunciado por Gustave Le Bon y otros, y hoy
muy criticado y marginado en las ciencias sociales) de unos hombres oprimidos
por las pulsiones abstractas e inamobibles de una violencia congénita.
Después de
Freud, Wilhelm Reich[2]
ha señalado como de entrada la agresividad es un hecho positivo siendo destino
la satisfacción de las necesidades humanas. Se trasmuta esta agresividad en
factor negativo, destructivo, cuando concurren determinadas circunstancias de
tipo psicológico-social. Otros psicólogos entienden asimismo la agresividad
como una actitud individual socialmente provechosa al implicar iniciativa
personal, vitalidad...
Al tiempo que
la psicología señala la vertiente constructiva de la actitud agresiva, la
filosofía (desde Heráclito de Efeso hasta Marx y Sartre, pasando por Hegel)
destaca también la necesidad histórica de la violencia humana como medio para
la transformación de la naturaleza y de la propia sociedad.
La violencia es
de alguna forma un atributo humano[3]:
el hombre necesita para su reproducción social forzar la naturaleza, ponerla a
su servicio, vencer su resistencia para apropiarse de sus frutos[4].
Después está la lucha violenta entre los propios hombres por la posesión de las
condiciones de producción y reproducción de las comunidades humanas, que en su
grado máximo llamamos guerra. Es por eso que Georg Lukács ha subrayado que
"la separación conceptual absoluta de violencia y economía es una
abstracción inadmisible"[5].
La historia
muestra continuamente que la violencia forma parte del contrato social, como
expresión de las tensiones y aún de las solidaridades sociales[6].
La violencia, indisociable de la vida, es una fuerza que empuja a la agregación
social[7]
para el dominio colectivo de la naturaleza.
Por otra parte,
¿podemos desconocer que la violencia es, en gran medida, partera de la
historia? Los datos son concluyentes: todos los cambios históricos
significativos son consecuencia de alguna forma de violencia social (desde la
coacción de la ley hasta la revuelta de las armas, pasando por las
manifestaciones multitudinarias). El uso del poder por parte de las clases
dominantes y el uso de la fuerza por parte de las clases dominadas, la
violencia en su acepción más lata, es una realidad omnipresente en reformas y
actos de gobierno, y más aún en revoluciones y golpes de Estado, que para bien
o para mal transformaron y transforman el mundo en que vivimos[8].
El debate
actual, pese a ser más ideológico que historiográfico, sobre la revolución
francesa de 1789 y la revolución rusa de 1917, está matizando, a nuestro
entender positivamente, el enfoque habitual de la violencia revolucionaria en
dos direcciones: a) El resultado final de las transformaciones revolucionarias
ha estado condicionado por los medios utilizados de tal modo que el cuándo, el
quién, el cómo y el contra quién del uso de la violencia, tienen mucho que ver
con el balance global del cambio
histórico y con el tipo de sociedad resultante. b) Junto con las
condiciones objetivas que explican la violencia como necesidad interesa señalar
la violencia como opción, es decir, analizar las alternativas que existían en
su momento para la actuación del sujeto revolucionario[9].
Nuestra
investigación sobre la revolución irmandiña nos ha llevado a la conclusión[10]
de que los rebeldes tenían objetivamente ante sí, en los años 1467-1469,
diversas alternativas de violencia, principalmente: contra las fortalezas y/o
contra los caballeros del reino. Pues bien, la elección de los castillos como
objetivos centrales de la violencia irmandiña, y sobre todo la renuncia,
bastante consciente, a matar a los derrotados señores[11],
condicionó altamente la dimensión victoriosa de los resultados del
levantamiento y muchas de las características de la Galicia post-irmandiña,
dicho de otra manera, de la Galicia moderna.
En un período
(la crisis de la Baja Edad Media) y en un país (el marginado, feudalizado y
agreste reino de Galicia) especialmente adecuados por los agudos contrastes
mentales y sociales que ofrece, ubicamos nuestra encuesta sobre la violencia
medieval, que busca la convergencia de tres líneas de investigación: (1) la
violencia ordinaria, (2) la violencia como criminalidad y castigo, y (3) la
violencia como revuelta social. Formas de violencia que tienen como marco
social y mental de referencia el sistema feudal.
Para obtener
frutos significativos de la interrelación
relación feudal/delito/cotidianidad tieneen especial interés las
situaciones de fuerza en que la violencia diaria se desvía más criminalmente de
la norma legal y social: la muerte del señor por sus vasallos.
Feudalismo y violencia
Es preciso
reconocer en la violencia un componente conductual particularmente omnipresente
en el mundo medieval. Hecho exagerado y simplificado a posteriori,
descontextualizado social y mentalmente, en el imaginario de las modernidades,
humanista e ilustrada, pero no por ello menos real.
¿Por qué en la
Edad Media las conductas violentas son admitidas psicológicamente y
justificadas legalmente en un grado tan superior a los tiempos modernos? ¿Por
qué, en suma, las clases feudales precisan legalizar el ejercicio de la fuerza
como un elemento indispensable del orden establecido?
Decir que el
régimen feudal genera violencia porque está basado en la explotación de unos
hombres por otros hombres, ¿aclara realmente la razón de ser de la particular
generalización de la violencia en el feudalismo?. Las relaciones de dominación
son siempre, sobra decirlo, relaciones de fuerza. Antes y después de la Edad
Media, la sociedad estuvo organizada bajo regímenes de opresión socio-económica
sin que, en realidad, haya llegado tan lejos la aceptación moral y mental de la
violencia como comportamiento y representación social. Porque el problema de la
violencia medieval es, en primera instancia, un problema de mentalidades
sociales, tanto por el amplio consenso social que rodea al uso de la fuerza en
los tiempos medios, como por la reacción -imaginaria, emotiva y asimismo
ideológica- que despierta la violencia medieval más adelante, en las Edades
Moderna y Contemporánea, cuando impregna ese concepto de una Edad Media como un
paréntesis salvaje entre la Antigüedad clásica y su Renacimiento cultural y
artístico de los siglos XV y XVI.
Nota original
del modo de producción feudal es que, fundado sobre la dependencia de persona a
persona, conforma una sociedad severamente jerarquizada, que asegura su
cohesión autorregulándose, interiorizando las pulsiones coercitivas, sin
prácticamente control exterior. En unas relaciones sociales desiguales tan
personalizadas, cualquiera frustración, cualquier desfase entre deseo y
realidad tiende a resolverse de modo también digamos personal, por la fuerza,
sin el efecto moderador de una instancia superior, generalmente inexistente o
ineficaz: antes del siglo XV la debilidad del Estado era total[12].
Hipersensibilidad
medieval[13]
frente a agravios reales o imaginarios de aplicación directa a las relaciones
verticales superior/inferior (señor/vasallo, noble/rey, etc.), pero también a
las relaciones horizontales entre iguales, cotidianas, en el interior de cada
clase o marco social. La lucha por el poder en la Edad Media es,
primordialmente, una cuestión personal, del clan, privada. Las formas privadas
de la violencia, las vendettas entre particulares, la revuelta social, la guerra
en último extremo, devienen medios esenciales de autorregulación y reproducción
de la sociedad feudal[14],
usos legalizados por la costumbre y a menudo por el derecho escrito. La
violencia estructural feudal es pues, ante todo, una violencia privada que, por
otro lado, cumple funciones reguladoras de unificación y agregación social[15].
El factor
principal que decide la entrada de los hombres medievales en dependencia, y la
permanencia en dicho estado de sujección, no es otro que la fuerza, entendida
como coacción y disuasión exterior, y también, desde la subjetividad, y ésto es
muy importante, como protección imprescindible ante las contingencias de un
tiempo marcado por la inseguridad individual y colectiva. Se genera así una
creencia colectiva en la buena fama de la fuerza que pronto se estabiliza como
un valor social que emerge en las mentalidades medievales vinculado a las
ideas, imágenes y sentimientos del tipo de orden público, justicia, paz,
seguridad.
El
feudalismo está fundado en la fuerza por necesidad histórica. ¿Qué dice si no
el sistema trifuncional, parte esencial de la mentalidad dominante en la Edad
Media? Que para que la mayoría pueda trabajar la tierra en paz se necesita,
según el imaginario y aún las realidades cotidianas de aquel período, mantener
una parte fundamental de la clase dirigente a fin de que pueda concentrarse en
la función militar, en el uso de la fuerza, en beneficio y defensa del conjunto
de la sociedad. Especialización nobiliar en la violencia que coadyuva altamente
a sostener, vía coerción y disuasión interna, el sistema de señores y vasallos.
El feudalismo
es, por consiguiente, un sistema social articulado alrededor de la fuerza: la clase
señorial ejerce una violencia estructural sobre los campesinos[16],
y los vasallos consienten y buscan la dependencia al necesitar y desear la
seguridad que les ofrece el poder de su señor frente a terceros, aspecto éste
de gran magnitud y que no se encuentra en otros modos de producción, donde es
el Estado naturalmente quien detenta el usufructo oficial de la violencia[17].
La supervivencia secular del feudalismo guarda estrecha relación con su
capacidad para asegurarse, renovándolo en momentos de crisis, el consenso de la
mayoría campesina de la sociedad (siempre en íntima combinación con la acción
coercitiva). La singularidad del pacto feudal consiste en el compromiso activo,
tradición que descansa en la evidencia virtual y real de la fuerza, de entregar
la mayoría de la población el excedente de los frutos del trabajo[18]
para que los dirigentes civiles de la sociedad se consagren a su defensa[19].
El prestigio
social de la fuerza en la Edad Media hace en consecuencia habitual para las
mentalidades medievales su puesta en práctica: la violencia. Una sociedad que
necesita autoorganizarse alrededor de los más fuertes militarmente, la casta de
los guerreros profesionales, es inevitablemente una sociedad violenta. Y la
práctica ordinaria y legal de la violencia desata la propia agresividad
natural, que fomenta aún más la violencia, alargando y generalizando el campo
de actuación de ésta a todas los ámbitos de la vida medieval. Veremos más
adelante como además de medio normalizado de lucha social y política convencional,
la violencia medieval en su acepción más universal entraña la descarga
simbólica, comúnmente consentida y hasta alentada, de emociones reprimidas,
nada escasas en una sociedad de las características de la medieval. Y esta
desinhibición de la agresividad innata, promovida en último extremo por la
militarización y la personalización de las relaciones sociales, sacará incluso
a la luz elementos y ritos propios de épocas y estados mentales no propiemente
medievales.
Los señores de la guerra
La forma de
violencia más extrema, la guerra, es pues en la Edad Media patrimonio y
especialidad de la nobleza[20].
En una sociedad regida por la fuerza[21],
la clase dirigente -salvo los eclesiásticos en general- está por definición más
capacitada que los simples vasallos para su uso. Los caballeros medievales,
cuando no había una cruzada por medio, luchaban incesantemente entre sí, y
también con sus vasallos o con el rey, aunque para ellos el peligro principal
(dejando aparte las excepcionales coyunturas de revuelta) estaba más en sus
iguales, en los otros guerreros, que en sus dependientes[22].
La guerra en el
feudalismo es más la guerra de los caballeros que la guerra de clases entre los
señores y los vasallos, latente y esporádica, por causa de, entre otros
factores, una incuestionable desigualdad militar. El fenómeno permanente del
uso de la fuerza física entre los nobles, la guerra de los señores -sea interna
sea externa-, alcanza tales cotas de crueldad y violencia, que deja una puerta
abierta para que la Iglesia y el "tercer estado", las ciudades y las
clases populares, enarbolen la bandera de la paz con una orientación
anticaballeresca, e incluso antiseñorial, cada vez más frecuentel[23],
marcando el fin de la Edad Media.
Las Partidas
distinguen entre violencia ("fazer fuerça") y guerra, recibiendo en
general ambos conceptos, especialmente el segundo, una connotación buena o mala
según interesaba.
El título de
las fuerzas, donde empieza el autor lamentándose porque "Soberviosamente,
e con maldad se atreven los omes a fazer fuerças unos a otros" (Partidas
VII, 10), viene siendo una enumeración más de las penas con las que se
castiga la violencia sobre las personas y las propiedades. Violencia
naturalmente Condenable y punible por la ley, y también por la costumbre.
De la guerra, en cambio, se habla mejor.
Paradigma de violencia legalizada en el título correspondiente a los deberes
del pueblo hacia a la tierra (Partidas II, 20); deber específico de los
caballeros como defensores del conjunto de la sociedad (Partidas II,
21); y, en último término, obligación general de todo el pueblo (Partidas
II, 23). Un sociedad humana justa y necesariamente militarizada.
Argumenta el
legislador que el pueblo para trabajar la tierra, tiene que violentarla
-"apoderarse deve el pueblo por fuerça de la tierra"-, quebrando
grandes piedras y "matando las animalias bravas", y resume diciendo
que "tal contenda como esta, es llamada guerra", para a continuación
añadir: "E si esto deven fazer, contra todas las cosas que diximos, con
que han de contender, quanto mas contra los omes, quando fueren sus enemigos, e
quisieren guerrear con ellos, para fazerles fuerça, queriendo les toller su
tierra, o fazerles mal en ella" (Partidas II, 20, 7). O sea que la
guerra contra otros hombres para la defensa de la tierra es, en la Edad Media,
todavía más importante que la guerra primigenia con las fuerzas naturales para
asegurar el sustento. Cada comunidad ha de defender por la fuerza las
condiciones naturales de su reproducción frente a otras colectividades humanas[24].
La guerra -siempre con un fin justo- es si cabe, para el poder establecido y la
cultura erudita, la forma más noble y acreditada que adopta la violencia en la
Edad Media[25].
Una vez bien
sentada la virtual bondad de la guerra, la Segunda Partida pasa al
título 21, llamado "De los cavalleros", donde habla de los escogidos
por su linaje para la defensa de la tierra y de la sociedad, para a renglón
seguido, en el título 23, "De la guerra que deven fazer todos los de la
tierra", decir que "Guerra es cosa que ha ensi dos cosas. La una del
mal. La otra del bien". Franca definición de una ambivalencia genuina.
Distingue la
cultura letrada la guerra justa de la guerra injusta, "sin derecho".
Según el hombre haga o no la guerra "por cobrar lo suyo, delos enemigos, o
por amparar a si mismos, e a sus cosas de ellos". Y aún se considera una
tercera posibilidad: la guerra civil y los bandos, "por desacuerdo que ha la gente entre si",
que -añadimos nosotros- puede ser guerra justa o guerra injusta, según se vea,
¿no tiene cada bando sus razones para defender "lo suyo" frente al
otro, "el enemigo"? Todas las guerras y banderías medievales asumen
lógicamente la doble connotación justa/injusta de acuerdo con el punto de vista
de cada contendiente. La ley medieval lo facilitan con su calculada y explícita
ambivalencia.
Las
denominaciones "guerra feudal", "guerra de los señores",
"guerra de los caballeros", reflejan en consecuencia aceptablemente
ese sentido horizontal[26],
clave para aprehender su contenido social y mental, de la mayor parte de las
enfrentamientos militares medievales, así como el rol detonante y dirigente que
juega en casi todos ellos la clase señorial. La guerra en la Edad Media es,
ante todo, una cuestión de señores.
La guerra de los
feudales está, por último, legalizada en las Partidas como la guerra de
todo el pueblo, quien así debe expresar su consenso y aceptar la función
dirigente de los nobles[27].
Usualmente los vasallos participan en dichas guerras -siguiendo a los estandartes
de sus señores- con el íntimo convencimiento de estar defendiendo su tierra
contra los enemigos provinientes de otro señorío o de otro reino. Y así solía
ser, ¿no estaban las personas, familiares y bienes de los vasallos entre los
primeros y los más afectados por la violencia de los contrarios a su señor? La
toma de partido del vasallo en la guerra de su señor no es solamente
imaginaria, se apoya también en una base material[28].
La guerra es el
medio supremo de que dispone la sociedad medieval para regular la lucha
constante de los caballeros por el control de la tierra y de los hombres que en
ella viven y trabajan, y consiguientemente por el excedente económico que ellos
producen (rentas y derechos jurisdiccionales, en primer lugar)[29].
La violencia interseñorial condiciona -especialmente en la Baja Edad Media- las
relaciones sociales entre las personas: decide quién va a ser vasallo de quién,
y hasta la cuantía y las formas del excedente extraído, aspectos capitales en
cuya determinación son decisivos los conflictos verticales entre vasallos y
señores, a veces violentos pero que rara vez alcanzan el nivel de una guerra
declarada.
Las Partidas
convocan efectivamente a todo el pueblo a "defender lo suyo, e ganar lo de
los enemigos" (II, 20, 7), pero son los caballeros los principales
destinatarios, impulsores y beneficiarios de dicha convocatoria feudal: la
violencia y la guerra son camino natural de promoción social de la nobleza
medieval[30].
En los siglos XIV y XV se produce en toda Europa una disminución de los
ingresos señoriales que desencadena el alza de la violencia feudal, al intentar
los caballeros compensar la crisis de sus rentas procurando ganar, por la vía
acostumbrada del uso de la fuerza, más vasallos y más tierras. Jamás los
caballeros actuaron tanto como malhechores como en la Baja Edad Media[31].
El declive moral de la nobleza feudal avisa que la Edad Media se acaba. Nunca
tanto influyó la guerra de los señores en las estructuras sociales de las
formaciones feudales como en la Europa tardomedieval. Tenemos un excelente
ejemplo local en los efectos de la victoria trastamarista en 1369.
El triunfo del
bando aristocrático de Enrique II de Trastámara, conlleva la formación de una
nueva nobleza que se hace, paradigmáticamente, con el control del país gallego,
alentando la tendencia intrínseca de las relaciones medievales a la ley del más
fuerte, la violencia y guerra de bandos[32],
sufriendo la sociedad gallega desde finales del siglo XIV un visible proceso
general de refeudalización. Los nuevos señores de la guerra se apoderan por la
fuerza de los bienes de los señores de la Iglesia[33],
imponiendo una "segunda servidumbre" a los vasallos del reino[34],
basada en no poca medida en la obtención de ingresos extraordinarios e ilegales
por medio de robos, secuestros y otros agravios de origen señorial, que generan
en la Galicia del siglo XV un ambiente psicológico de una guerra de los
caballeros que, a ojos de la gente común, ya no tenía por objeto la defensa de
la tierra sino todo lo contrario: una guerra injusta contra la mayoría de la
sociedad. Ante esta violencia delictiva de procedencia señorial, la legitimidad
referencial de la defensa de "lo suyo" estaba de la parte de las
víctimas de las malfetrías señoriales, o al menos eso era lo que sentía la mayoría
de la población tal como se expresa en la revuelta justiciera de 1467.
Desinhibición medieval de la agresividad
Norbert Elias
ha explicado magistralmente las transformaciones que la Edad Media induce en la
agresividad humana[35].
La libre expresión de emociones agresivas[36]
-más tarde controladas y reprimidas por la civilización moderna-, correspondía
en el medioevo a comportamientos permitidos, hasta ineludibles: "el robo,
la lucha, la caza al hombre y a la bestia, pertenecían de modo inmediato a las
necesidades vitales que, a menudo, se manifestaban en consonancia con la
estructura de la propia sociedad. Para los poderosos y los fuertes se trataba
de manifestaciones que se podían contar entre las alegrías de la vida"[37].
Necesidades vitales, catárticas, que Elias hace depender del modelo de vida
caballeresco[38],
añadiendo que también el resto de la sociedad laica, los burgueses y la gente
menuda echaban con mucha facilidad mano al cuchillo[39].
La sensibilidad
medieval ante la violencia es tan distinta de la nuestra que -precisa nuestro
autor[40]-
lo que ahora causa el mayor pesar y desagrado, verbigracia la tortura o las
ejecuciones públicas, producía por entonces cierto placer ocular a todo el
mundo. Contraste que viene a coincidir -desde la historia- con la idea que
propugnan antropólogos y psicólogos sociales de la relatividad cultural de las
actitudes colectivas cara a la violencia.
Los rituales
festivos de tortura y muerte punitiva sobreviven no obstante de un modo u otro,
como tantos aspectos de las sociedades y mentalidades medievales -la Edad Media
larga de Jacques Le Goff-, a lo largo del Antiguo Régimen[41].
Todavía estudiando mentalidades colectivas del siglo XVIII, Robert Darnton hace
notar que lo que para los artesanos de París era gracioso, la matanza ritual de
unos gatos, es repulsivo para nosotros: fenómeno de distancia mental que pone
en evidencia el choque de culturas[42].
Con todo, hoy en día basta leer las crónicas de sucesos para cerciorarse de la
continuidad marginal de comportamientos violenta y lúdicamente crueles que
remiten, sin duda, a un transfondo común de agresividad inherente y prácticas
sublimadoras, acumulado a lo largo de la historia, y de la pre-historia, cuya
exteriorización encuentra en el medioevo condiciones sociales singularmente
favorables.
El análisis
psicosociológico de Elias se puede y debe alargar y precisar más: remarcando la
relación entre la exacerbación caballeresca de los impulsos agresivos y la
organización feudal de la sociedad. El relajamiento general -afecta a todas las
clases sociales- de la agresividad en la Edad Media se comprende mejor
acudiendo a una explicación económico-social de la violencia nobiliar. Versión
materialista válida de función reguladora de la violencia feudal, en línea con
lo que ya llevamos dicho sobre ello, es la que ofrece Perry Anderson[43]:
la guerra es el modo más racional y rápido para expandir la extracción del
excedente en el feudalismo; la vocación militar de la nobleza medieval es
"una función intrínseca a su posición económica"; si en el
capitalismo el medio habitual de competencia interna es económico, en el
feudalismo la confrontación internobiliar es sobre todo militar, la tierra se
puede redividir pero no extender indefinidamente, en las batallas se ganaban o
se perdían por consiguiente cantidades bien concretas de tierra...
Los señores
vivían pues de y para el combate. El uso de la fuerza les reportaba riqueza,
poder y prestigio social. Tres impulsos que, en primera instancia, mueven a
estos grandes hombres en el escenario político y cotidiano, y que como
objetivos concretos remiten, en última instancia, a la detracción de excedente,
puesto que implican: 1) acrecentar los dominios territoriales tout court;
2) mantener siempre la superioridad física sobre campesinos y ciudadanos; 3)
conservar activo el consenso social a su alrededor, hegemonía mental cimentada
como sabemos en la necesidad que de ellos tenían sus vasallos, junto con el
resto de la sociedad, como "escudo" frente a otros señores -y sus
respectivos vasallos-. Desde el punto de vista de la clase dirigente, la
violencia y la inseguridad feudales si no existieran habría luego que
inventarlas, lo que hacen en no pocas ocasiones.
Las relaciones
feudales de dependencia entre las personas, el carácter
"extra-económico" de la coacción y del consenso impelían a que el
señor medieval hiciese uso y ostentación permanente de la fuerza física,
producían una especialización militar que principiaba en la infancia con el
aprendizaje de la violencia, y continuaba toda la vida, reclamando un reciclaje
perpetuo (caza, desafíos, torneos). Violencia estamental que daba lugar a todo
un sistema de valores llamado a fomentar y legitimar la agresividad
caballeresca[44]:
el valor, la fama, el honor, la virilidad...[45]
El autocontrol emotivo vendrá después, cuando las transformaciones sociales y
políticas requieran pasar del modelo caballeresco al modelo cortesano[46],
y la virtud burguesa y urbana de la contención vaya ganando terreno[47].
Así es como desaparece el derecho feudal de pernada como ritual de vasallaje,
señorial y machista, resultando equiparado en el imaginario colectivo y en el
derecho aplicado tardomedievales a la violación común[48].
Los valores
sociales caballerescos justificadores de la violencia privada se extienden por
toda la sociedad medieval[49].
Las leyes medievales no moderan ni en el fondo pretenden suavizar la violencia
(exceptuando aquella tachada de injusta[50]),
al revés, la aplicación habitual de crueles penas, de tormento y de muerte,
familiarizan a la población con el uso de la violencia[51],
y viceversa, el derecho promulgado traduce el universo mental dominante, del
que constituye una parte erudita, buscando claramente satisfacer necesidades
profundas, insconscientes, de una sociedad que el legislador procura halagar y
aplacar.
Todo hombre
podía matar a otro, en su propia defensa o para vengar a alguién de su linaje:
a un enemigo declarado, al ladrón que sorprendiera con las manos en la masa, o
al violador de su mujer, hija o hermana[52].
Esta extensión legal a todas las clases sociales del valor caballeresco del
derecho a la venganza[53],
de la ley del talión, ¿no es acaso un buen índice de cómo el guerrerismo de la
clase dirigente y la dependencia de persona a persona sumerge en la violencia,
privatizando y normalizando su práctica, a toda la sociedad?. Los esfuerzos
discriminatorios de la legalidad entre penas y delitos (violencia justa versus
violencia injusta) son de hecho papel mojado desde el momento en que cualquiera
puede poner la justicia a su favor, asumiendo por cuenta propia el riesgo al
uso del derecho -individual y colectivo- a defenderse y a vengarse de los
agravios recibidos. Ciertemente se prevee un mecanismo público de proclamación
de enemigo, que tiene en el desafío su expresión más ritual, pero sólo
compromete realmente a los hidalgos, que lo cumplen -cuando lo hacen- sobre
todo de individuo a individuo, más que colectivamente. En general, la
ambigüedad de la justicia medieval como norma escrita y también como
mentalidad, su relativismo y el uso social alternativo de su poder, hacen de la
ley del talión una pieza habitual del equilibrio feudal desde el punto de vista
social y mental. No olvidemos que hasta la emergencia del Estado moderno
predomina una justicia privada que se expresa, principalmente, a través del
derecho consuetudinario y de revuelta, reflejando constantemente el derecho
escrito medieval su deuda con la tradición oral y las prácticas justicieras.
Detectamos en
todos los ámbitos feudales, muy jerarquizados, de las relaciones humanas la
desinhibición medieval de la agresividad generadora de una violencia a flor de
piel purificadora de visibles y ocultas tensiones.
Hay que
mencionar, primeramente, la violencia entre señores y vasallos, relación social
que entraña la más fuerte contradicción de intereses[54].
Violencia estructural entre dominantes y dominados[55],
sea latente sea manifiesta, que tiene la mayor relevancia para el historiador,
pero no porque -se podría conjeturar superficialmente- revueltas y contrarevueltas
provoquen los hechos más violentos (en este sentido nada supera a la guerra de
los caballeros), sino porque el uso de la fuerza por parte de los movimientos
populares y de sus contrarios, encierra virtualmente mayores efectos de cambio,
a corto, medio o largo plazo, de la estructura social, al concernir a
conflictos que involucran directamente las relaciones de producción.
La violencia
jerárquica como forma de mantener la disciplina social alcanza, decíamos, a
todos los espacios de poder. Las Partidas (VII, 8, 9) son muy explícitas
cuando homologan señorío, familia y escuela en lo tocante a castigo
ejemplarizante de los inferiores a manos de los superiores: "Castigar deve
el padre a su fijo mesuradamente, e el señor a su siervo, o a su ome libre[56],
e el maestro a su discipulo", prohibiendo a continuación que los golpes se
administren con palo o piedra, pero que si así fuese, y muriese por ello quien
haya sufrido la paliza, si "non lo fiziesse con intencion", la pena
para el matador sería solamente de destierro... El Fuero Real[57]
especifica algo semejante respecto a la enseñanza del aprendiz por parte del
artesano: si las heridas que producen la muerte de aquél han sido hechas con
correa, palma o vara delgada u "outra cousa ligeyra", no sería tal homicidio,
lo contrario que cuando el maestro golpea al discípulo con palo, piedra, hierro
o cuchillo.
La equiparación
que hace el legislador, y la cultura dominante, de los jóvenes -en la familia,
la escuela y el taller artesanal- con los vasallos -en el lugar de señorío-,
subordinados ambos que conviene educar con sangre, es ciertamente indicativa de
la importancia que tiene en la Edad Media el aprendizaje temprano de la
violencia en todas las clases sociales, como medio para garantizar el
acatamiento al superior, esto es, al más fuerte[58].
Causa de dicho desvelo disciplinario, y al mismo tiempo su consecuencia, es la
propensión general de los jóvenes medievales a la violencia, promoviendo
asociaciones para tal fin[59]
y, en último extremo, participando activamente en las revueltas antiseñoriales[60].
El culto medieval a la violencia se vuelve, a veces, contra sus principales
beneficiarios.
El sistema
feudal precisa de la violencia, digamos represiva, al igual que los restantes
tipos de sociedad, para mantener la desigualdad entre clases, estamentos,
grupos de edad, mayorías/minorías religiosas, etc[61].
Pero también en la violencia cotidiana y en la brutalidad de costumbres se
manifiesta -horizontalmente- el descontrol de la agresividad social: en la
nobleza y en el pueblo, en el campo y en la ciudad[62].
En las calles de las urbes, actúa esa violencia espontánea, sólo aparentemente
gratuita, fruto social de la miseria y de la opresión, de la mala alimentación
y del consumo excesivo de vino (la taberna, lugar predilecto para la comisión
de delitos), que se concreta desde la agresión verbal hasta la pelea con armas,
que -a pesar de algunas prohibiciones- estaban en las manos de todos[63].
La "civilización de las costumbres" y el desarrollo de una política
estatal de orden pública, acabarán con el tiempo por confinar en sectores
marginales una agresividad débridée que anteriormente, sin embargo,
abarcaba al conjunto de la población, atañía tanto a la cultura popular como a
la cultura de elite, en la Edad Media ambas compartían valores y hábitos como
éste de la violencia ordinarial[64].
Las condiciones
feudales de producción coadyuvaban pues altamente a que la "vida
frágil" sea una realidad para todas las clases sociales, aunque en rigor
habría que hablar de realidades muy diversas. El arraigo de la violencia en los
hábitos señoriales no dejaba de ser efecto más o menos directo de la pugna
constante de los caballeros por el control de los hombres y de las tierras. Más
allá estaba la violencia cotidiana favorecida por las difíciles condiciones de
existencia de las clases trabajadoras, y aún más de los grupos marginales[65].
Tenemos por otro lado como fenómeno general la violencia social estructural, y
la violencia legal recíproca, el ojo por ojo y diente por diente, que deriva en
determinadas condiciones en el uso colectivo
del derecho a la resistencia: la violencia de la opresión genera así la
violencia de la revuelta que, a su vez, induce a la violencia de represión. En
suma, el equilibrio general de la violencia, corrientemente desigual. Casi
siempre un medio para obtener un fin, a menudo simbólico lo que hará preciso su
desciframiento a la manera de los antropólogos.
Resumiendo, la
violencia es una conducta particularmente extendida y aceptada en la Edad Media
por razones económicas (lucha feroz por unas escasas y poco rentables
condiciones de producción), sociales (mantenimiento de la disciplina social y
de las relaciones de dependencia a todos los niveles, sin el concurso salvador
de un Estado fuerte) y legales (regulación de la violencia legítima y represión
de la violencia marginal). Factores que liberan y fomentan durante siglos la
actitud subyacente de la agresividad humana, así como ancestrales rituales,
convirtiendo la práctica desaforada de la violencia, la brutalidad y la
crueldad, en una necesidad existencial, incluso placentera, y desde luego en un
requisito social. La ruptura del equilibrio feudal de la violencia anuncia
claramente el fin de la Edad Media. Ello sucederá cuando la crisis del
feudalismo, el estado de revuelta social y la generalización de los
comportamientos marginales, hagan crecer en exceso la violencia inherente, más
allá del umbral de intolerabilidad de una sociedad que, simultáneamente, está
produciendo nuevas instituciones y mentalidades que van a coartar esta libre
expresión de emociones y deseos tan propia de la extravertida sociedad
medieval.
La
interpretación económico-social y legal de los orígenes y los efectos de la
violencia medieval en sus diferentes etapas no es difícil, lo complicado -a
causa sin duda de una deficiente tradición historiográfica- es articular todo
ello con la activa dimensión psicológica y antropológica de la violencia. La
autorrealización del hombre medieval mediante la conducta violenta, fuente
vital de alegría para vivir en aquellas condiciones precarias y vía para la
sublimación ritual de las emociones bloqueadas, era una omnipresente realidad,
y no solamente entre los caballeros que vivían para las armas.
El problema concreto
sobre la violencia medieval que queremos examinar al final, la muerte del señor
en las revueltas, es un caso irrefutable de la insuficiencia de una explicación
(siempre necesaria, casi nunca suficiente) estrictamente económico-social que
no vaya más allá del enfoque del ajusticiamiento del señor por sus vasallos
como forma evidente de lucha antiseñorial, puesto que nos encontramos aquí con
una inversión instantánea de valores y creencias medievales explicada por unas
potentes motivaciones simbólicas e inconscientes. El asesinato colectivo del
señor es para los vasallos una liberación más imaginaria que real: la muerte
ritual del amo transfigurado en chivo expiatorio. La muerte física del señor
feudal tiene tanto de muerte simbólica, que es imposible comprender cabalmente
el aspecto material y social sin estudiar su dimensión simbólica, gestual.
Empecemos por decir alguna cosa acerca de la mortalidad señorial en la Baja
Edad Media.
¿Quién mata a los caballeros?
Los caballeros
mueren principalmente en sus guerras[66]:
en grandes batallas y en las muchas escaramuzas y actos vengativos que
caracterizan las pequeñas y usuales guerras de los bandos nobiliarios; en
acciones militares y en combates singulares como desafíos o simulados como los torneos o la caza, siempre
abiertos a la posibilidad de un accidente mortal como todos los juegos de la
violencia.
Pedro Alvarez
de Sotomayor, llamado Pedro Madruga, Conde de Camiña, paradigma donde los haya
de caballero gallego bajomedieval, violento y cruel cuando hacía falta -es
decir, en aquel tiempo continuamente-, aprovecha la represión de una revuelta
antiseñorial en Ribadavia (1470) para prender a Diego Sarmiento, señor de
Salvatierra, "e allí lo mató e mandó degollar porque decían que heran
parientes del dicho Gregorio de Valladares, e desterró todos los otros
parientes..."[67],
por miedo a que dichos parientes quisiesen vengar la muerte, que el Conde había
ordenado anteriormente, de Gregorio de Valladares, destacado caballero del
bando de su enemigo declarado el arzobispo Fonseca[68].
Otro ejemplo,
en 1450, Ruy Díaz de Cadórniga "foi degolado no Castillo de
Miraflores" por orden de su enemigo Pedro de Silva, obispo de Orense,
"por moitos males que había feito o dito Obispo"; y, en 1459, también
su hermano Pedro Díaz de Cadórniga fué prendido por el mismo obispo, "por
moitas injurias e sinrazones que lle facia e por cuanto non eran guardados os
seus mandamentos", y metido en la tulla (almacén donde se guarda
grano, trigo o centeno) de la Catedral de Orense, donde "murió del
corazón"[69].
Todavía muchos señores prelados se comportaban como nobles laicos, los
caballeros por excelencia.
Morían pues
tantos o quizás más caballeros en acciones puntuales, preventivas o represivas,
movidas por el odio de las "enemistades particulares" , las cuales
respondían con frecuencia a una estrategia militar, que en las escasas y
formales grandes batallas de la guerra feudal.
La extrema personalización de la guerra interseñorial
y los intereses materiales en juego, provocaban una constante ruptura del
código caballeresco[70],
que preconizaba cierta diferenciación social de la muerte. Una cosa era que
muriera un hidalgo y otra bien distinta que muriera un plebeyo[71].
Existía en la Edad Media una muerte hidalga, digna, por decapitación, y una
muerte plebeya, infamante, por ahorcamiento. Que un noble Condenara a la horca
a otro noble, ¿qué otro fin podía tener sino la deshonra manifiesta[72]?
La muerte
pública podía entonces ser o no ser innoble, la muerte clandestina lo era
siempre. La publicidad era condición previa de la ejemplaridad y legalidad de
la violencia feudal, si aquélla faltaba ésta se convertía en violencia punible
y marginal, más aún tratándose del homicidio que tenía por víctima a un miembro
de la clase señorial.
La ley medieval, espejo de mentalidades, en
consecuencia, reserva un tipo de muerte, si cabe más injuriosa que el
ahorcamiento, para quien ose asesinar mediante veneno: "estonce el
matador, deve morir deshonrradamente echandolo a los leones, o a canes, o a
otras bestias bravas que lo maten"[73].
LLegándose al extremo de perseguir el tráfico de "yervas e ponçoñas",
castigando con pena de homicida al vendedor y también al comprador (Partidas
VII, 8, 7). La crueldad y severidad del castigo supera al delito, algo habitual
en el derecho y en la conducta medievales, una concreción disciplinaria más del
prestigio moral y de la necesidad social de la violencia, raramente vana por
aquellos tiempos.
¿Podemos inferir
que los grandes señores practicaban entre ellos la muerte con veneno?
Respondemos afirmativamente, si bien la obscuridad que, por propia definición,
rodeaba a esta suerte de homicidios, no facilita el encuentro de testimonios
directos en la documentación, que recoge corrientemente rumores[74].
Así, los nobiliarios de Gándara y Haro nos hablan de cómo el Conde de
Trastámara, Pedro Alvarez de Osorio, envenenado con hierbas muere el 11 de
junio de 1461, poco después de ser expulsado de Galicia por el primer Fonseca,
arzobispo de Sevilla y después de Santiago, y por el Conde de Lemos. Pero es
que un año antes, el 1 de julio de 1460, había muerto a su vez -también
repentinamente- el anterior arzobispo de Santiago, Rodrigo de Luna, en el
preciso momento en que se disponía, con un ejército de caballeros y soldados, a
atacar la ciudad de Santiago, a la sazón tomada por el Conde de Trastámara y
otros caballeros, quienes gozaban del apoyo y consentimiento de los
compostelanos rebelados por aquel tiempo contra su señor[75].
A continuación del tan oportuno fallecimiento de Rodrigo de Luna, las tropas
atacantes se dispersaron y de este modo el hijo del Conde de Trastámara
consiguió sentarse -por poco tiempo, ciertamente- en el trono arzobispal de
Santiago. Hay indicios suficientes para pensar en una cadena señorial de
asesinatos y venganzas ocultos[76].
Todavía algún
caso más sobre las feas y oscuras muertes que se daban entre sí los caballeros
gallegos del siglo XV[77].
Retrocedamos unos años, hasta los tiempos de Juan II: son asesinados los dos
hijos de un caballero, Lopo Afonso de Marceo, el cual un tiempo después muere
sin herederos, pasando sus bienes a varios monasterios. El Duque de Arjona,
disgustado con dicho Lopo a causa de su negativa a entrar a su servicio, ordena
tirar desde la Torre de Quitapesares a uno de los hijos de Lopo Afonso, el cual
además era su paje. Al otro hijo "matarono con ponzó en Orense, quando
estaba esposado (...) con envidia, porque era moi privado en la corte e gran
cabalgante e gran justador"[78].
Los testigos citan la condición de buen caballero de la víctima, y la
circunstancia de que estuviera preso y esposado, sin virtualmente poder
defenderse, como agravantes de una muerte con ponzoña, que evidencia así su
sentido anticaballeresco, alevoso y cobarde.
Pero es entre
los miembros de la familia noble[79]
donde el asesinato, frecuentemente relacionado con la posesión, disfrute y
herencia de alguna variedad de patrimonio, se asemeja más a una expresión
radical de la crisis general de los valores caballerescos[80].
Las víctimas son una y otra vez los miembros más débiles de la familia noble:
niños y mujeres. Ahí tenemos la Catalina de Santiso, "gran sierva de Dios,
muerta violentamente por su marido Vasco de Seijas, Señor de San Payo, el 1 de
Noviembre de 1543"[81];
o a Aldonza de Acevedo, mujer de Lopo Sánchez de Moscoso, Conde de Altamira,
que se ahorcó, y "entonçes se reconçilió el Conde con Dios, y empeçó de
vivir bien y mantenerse por lo suyo, governando justiçia"[82].
A su vez, este mismo Moscoso sólo puede llegar a ser jefe de la Casa de
Altamira cuando el auténtico heredero, su hermanastro, muere: "y fue fama
que lo matara con ponçoña" la propia madre de Lopo, Inés de Castro[83].
La clandestinidad de los medios guarda incuestionable relación con la falta de nobleza
de los fines.
La
máxima hendidura entre ley real y práctica nobiliar en cuanto a homicidios
tiene lugar cuando se reunen tres agravantes: condición noble de los
protagonistas, relación de parentesco entre víctimas y agresores, y muerte
invisible, ocultadora de la motivación y de la ejecución para mejor esquivar la
pública penalización, sobre todo mental (la fama), más temible que la legal,
inoperante. El secreto ritual de esta muerte indecible pero usual, simboliza,
además de su impresentable -y peligroso, pensemos en el derecho de venganza-
carácter criminal, la mala conciencia de sus ejecutores, caballeros otoñales de
la Edad Media gallega, que el Conde de Altamira tan bien representa al
arrepentirse del suicidio de su esposa.
Cuerpos supliciados
A qué extremos
de crueldad y violencia podían llegar las peleas en el interior de la familia
noble, en el marco de una intensa y global lucha interseñorial, entre familias
nobles, se advierte en el episodio de la muerte de Inés Enríquez, Condesa de Camiña,
por orden directa de su propio hijo, Pedro de Sotomayor -hijo de Alvaro de
Sotomayor y nieto de Pedro Madruga[84]-,
por aquel tiempo enemistado con su madre a causa de la alianza de ésta con
García Sarmiento, "enemigo mortal de la casa de Sotomayor", de modo
que a dicho hijo Pedro "lo trataban muy mal, asta llegar a deçir que la
Condesa le trataba la muerte", viene a decir Vasco de Aponte -nostálgico
admirador de Pedro Madruga- buscando indudablemente disculpar, en alguna
medida, lo que aconteció a continuación: unos peones de Don Pedro hirieron a la
Condesa en un camino, rematándola después en el lecho.
El ilustre
inductor de tan grandes malfetrías huyó, pero reincide años después,
protagonizando otro delito asimismo grave para la mentalidad de la época: la
falsificación de documentos."Y ansí bajó la casa de Sotomayor",
remata nuestro cronista Aponte, poniendo así fin a su nobiliario[85].
Es cierto, la caída moral de la clase nobiliar gallega puede ejemplarizarse
justamente siguiendo, desde finales del siglo XV a comienzos del siglo XVI, el
trágico destino de los Sotomayor.
El juez real
Ronquillo dictó sentencia de muerte contra Pedro de Sotomayor (en rebeldía) por
la muerte de su madre, leyéndose dicho documento[86]
el 1 de junio de 1518 en la fortaleza de Sotomayor ante una asamblea de
"mucha gente del coto de Sotomayor e de Cangas e Redondela e de otras
muchas partes"[87].
Sin asomo de justificaciones el juez comisionado cuenta como después del crimen
Pedro de Sotomayor había dejado sin enterrar el cuerpo de su madre (gesto que
nos lo volveremos a encontrar en otros casos de muertes violentas de señores),
yendo con su gente de armas hacia la fortaleza de Fornelos, donde vivía la
Condesa, "e robó e llevó della muchos vienes plata oro e otras cosas de que
se face mención en el proceso e lo llevó a su casa", siendo condenado
también a la "Restitución de los bienes que Robó"[88].
Deja muy claro este expeditivo y sonado oficial real[89]
la motivación material y social -que Aponte ya dejaba entrever- de la violencia
del hijo contra la madre.
El relato
oficial del atroz asesinato muestra la agresividad desinhibida, el culto a la
violencia al que venimos haciendo referencia en este trabajo, tanto por los
hechos en sí como por el modo de recrearse los redactores de la sentencia en
los detalles más escabrosos[90].
Todo un paradigma simbólico del gusto medieval por la violencia: la muerte de
la señora, sin dejar de ser un sórdido ajuste de cuentas familiares y un atraco
a mano armada, tiene todas las características de un sacrificio ritual.
Habíamos mencionado que los criados de Pedro de Sotomayor esperaron escondidos
a la Condesa en un camino y, tirándole flechas con ballestas, "la feriron
de dos feridas muy grabes e mortales en el cuerpo de que le ronpieron el cuero
e le salió mucha sangre", pero como aún así no se moría, Don Pedro
"envyo a un u criado suyo e a otras personas al Reyno de Portugal por
ponçoña e yerba e solimán para acabar de matar a la dicha su madre de que no se
pudo allar al dicha yerba e ponçoña e solimán"[91],
entonces ordenó el hijo que rematasen a su madre en la cama de la casa del cura
que la había acogido: "le tiraron las dichas palletadas con las dichas
vallestas la una de las cuales le dió por los pechos e la quitó luego el habla
e luego echaron mano a sus espadas e le dieron dez e ocho feridas e cuchilladas
ronpiéndole el cuero e carne e huesos sacándole mucha sangre fasta tanto que de
las dichas feridas e cuchilladas le despedaçaron e fizieron pedaços su cuerpo e
cabeça e vertieron los sesos de la dicha Condesa por muchas en la cama"[92].
¿Por qué tanta
efusión de sangre y destrozos en el cuerpo, que después -recordemos- se deja
insepulto? En buena lógica -moderna-, una herida en un órgano vital bastaría
para producir la muerte de la Condesa, pero todo el relato pretende
convencernos de lo contrario, de que hay que desmenuzar físicamente el cuerpo y
verter su sangre y sus sesos, para vencer a la vida, se ambiciona en definitiva
una muerte doble, física y simbólica, total, espectacular, que exige el castigo
ritual del cuerpo para triunfar[93],
para matar el alma de la víctima, y también -hay que decirlo- para liberar las
frustaciones y los miedos ocultos de unos agresores plebeyos, que por orden del
amo se ensañan con el cuerpo de la ama entrando repetidamente con sus armas en
él y derramando sus líquidos a placer[94].
Michel
Foucault estudió el cuerpo como objeto de la represión penal[95].
Concluyendo que hasta el nacimiento de la prisión, el poder (basado en las sociedades
pre-capitalistas en los vínculos de persona a persona, como bien sabemos)
precisa someter los cuerpos de los condenados (y el medio más expeditivo es el
dolor), triunfar directa y visiblemente sobre ellos, mediante suplicios
teatralizados, produciéndoles "mil muertes", excesos punitivos
destinados a aterrorizar a súbditos y vasallos, reos potenciales[96].
Esta mecánica de un poder
social que no disimula sino que proclama el uso de la fuerza, su dominación
sobre las personas sin intermediarios, esto es, directamente, sobre sus cuerpos
físicos, necesita (para realizarse y ganar visibilidad como poder correctivo
modélico) reproducir la atrocidad del crimen en la atrocidad de la pena,
quedando así muy claro que ningún mortal aventaja al poder supremo en la
utilización de la violencia. Mientras la violencia explícita esté dotada de un
gran crédito social, su dominio será una cuestión clave en la lucha simbólica
por el poder. En este sentido, el Estado absolutista heredará actitudes y
técnicas de poder en relación con la violencia, específicas del feudalismo,
sustrayéndolos a la sociedad civil, genealogía que el propio Foucault ha
esbozado en alguna ocasión[97].
Pero volvamos a
la ejemplar sentencia de Ronquillo, que naturalmente no se queda atrás a la
hora de punir a los inculpados por la muerte de la Condesa. Es patente el
paralelismo entre la ejecución de la Condesa y la muerte justiciera que se
reserva para su hijo maligno. La crueldad de la justicia y la crueldad de los
malhechores son pues las dos caras de una misma moneda, la reputación de la
fuerza en la Edad Media:
e porque el
dicho don pedro sea castigo e a otros exenplo de cometer los semejantes y tan
atrosysymos e ynabditos delitos, que le devo Condenar e Condeno que en podiendo
ser avido e preso en qualquier cibdad, villa o lugar destos Reynos e señorios
de sus Altezas, sea sacado de la cárcel pública, atado a la cola de un macho o
Rocín, arrastrando su cuerpo por el suelo, por las calles públicas
acostumbradas de la tal cibdad, villa o lugar donde fuere preso, con alta voz
de pregonero diziendo la cabsa de su culpa, fasta un Río o mar o lago profundo
más cercano e allí sea metido vibo en un cuero o cuba, e de dentro del un gato
e un perro e un gallo e una serpiente e cerrado el dicho cuero cuba y echado e
lançado en el dicho Río, e luego metido dentro y vibo por manera que estando
bibo comience a carescer e caresca de la vista e participación de los quatros
elementos de la tierra, del sol, del agua, del ayre donde ande e esté fasta
tanto que muera su muerte natural e de el sptu bital, e de allí despues de
muerto sea sacado e descuartizen su cuerpo e fagan quatro quartos los quales
mando sean puestos en quatro puertas públicas de la cibdad, villa o lugar do
fuese preso, porque su cuerpo padesca tantas maneras e género de penas quantas
el yntentó de dar e dió la muerte a la dicha Condesa su madre[98]
El rito del
ajusticiamiento tiene aquí dos cometidos muy interrelacionados: disuadir
ejemplarmente a otros "de cometer los semejantes y tan atrosysymos e ynabditos
delitos", y devolver ojo por ojo, "porque su cuerpo padesca tantas
maneras e género de penas quantas el yntentó de dar e dió la muerte a la dicha
Condesa su madre". El poder punitivo y vengativo de la justicia necesita
dominar el cuerpo físico del reo, que es torturado y descuartizado al igual que
los agresores hicieron con la Condesa[99].
Dos diferencias
sustanciales encontramos, no obstante, entre la muerte legal que ordena el juez
y la muerte clandestina de la Condesa de Sotomayor. A) Primero, naturalmente,
la publicidad querida, en el primer caso, para el cuerpo atormentado y
descuartizado del rebelde Don Pedro, para ejemplo de todos y máxima
ostentanción de poder humano. El cuerpo "sacado de la cárcel pública"
ha de ser arrastrado por un caballo "por las calles públicas
acostumbradas" mientras "con alta voz de pregonero diziendo la cabsa
de su culpa", y acontecida la defunción: "de allí despues de muerto
sea sacado e descuartizen su cuerpo e fagan quatro quartos los quales mando
sean puestos en quatro puertas públicas de la cibdad, villa o lugar do fuese
preso"[100].
B) Y segundo, la "naturalidad" de la muerte del inculpado. Al
carecer, dentro del saco de la tortura, "de la vista e participación de
los quatros elementos de la tierra, del sol, del agua, del ayre" el reo
sufre una "muerte natural". Es la misma naturaleza quien restablece
el equilibrio acogiendo en su seno a aquél no es digno de estar por encima de
ella. La justicia pone animales en el lugar del verdugo a la hora del tormento:
un caballo arrastrará a Don Pedro por el suelo, que después dentro del saco de
cuero -o de una cuba- estará acompañado bajo el agua de un gato, un perro, un
gallo y/o una serpiente. Se evidencia así la sabiduría de la naturaleza
-animales, tierra, sol, agua y aire- que elimina aquello que es contrario al
orden natural tal como lo entiende el hombre medieval. A Pedro de Sotomayor se
le niega por tanto la muerte humana del caballero (decapitación) o del plebeyo
(horca) por lo inhumano y antinatural del delito perpetrado; la "muerte
natural" que se le reserva corresponde a la imagen negatíva, telúrica, de
una naturaleza salvaje, hostil, deshumanizada, devoradora de hombres, que
caracteriza las mentalidades medievales
La idea de imponer una
pena ejemplar, proporcional al inhumano delito de matar a la propia madre, no
resulta moderada por la condición señorial del principal encausado[101],
más bien lo contrario. Ni de lejos respeta el licenciado Ronquillo el derecho
del caballero Pedro de Sotomayor a ser condenado a una muerte por degollación.
Sin embargo, en 1532, cuando este depravado nieto de Pedro Madruga es, por
segunda vez, sentenciado a muerte por la justicia real por falsificación de
documentos[102],
junto con su prima Isabel de Reynoso, se dice en la carta ejecutoria, con el
acostumbrado encarnizamiento y publicidad en los detalles, que "sean
degollados por las gargantas con un cochillo de fierro azero hasta que muera
naturalmente. E ansí degollados sean fechos quartos E sus cabezas se pongan en
el rollo o picota E los dichos quartos se pongan en los caminos públicos";
siendo en cambio los plebeyos y vasallos implicados en esta causa condenados a
morir ahorcados[103].
Pedro de Sotomayor salva otra vez el pellejo -la ambigüedad del Rey y la
amistad nobiliar lo protegían ciertamente de las iras de los oficiales reales-,
al menos de momento[104],
pero no así el hidalgo Diego Gorbalán que gobernaba por Don Pedro su fortaleza
de Sotomayor[105],
el cual en efecto fue arrastrado a la cola de un caballo, llevado al rollo
donde le fué cortada la cabeza -que quedó allí hincada en un clavo de hierro-,
y por último descuartizado, siendo expuestos sus restos en los caminos públicos
de Orense[106].
Todo el ceremonial en línea con la didáctica de la violencia tan
específicamente medieval.
Ejecuciones reales
Los
funcionarios reales aprenden de los mismos reyes que se puede, incluso se debe
si son merecedores de ello, ajusticiar a señores e hidalgos, privilegiados por
definición del sistema, aunque también sujetos a la ira regis, sobre todo
en los períodos de afirmación del poder real. Ordinariamente la razón para una
pena de muerte a un caballero -en el caso de las ejecuciones reales, siempre
por degollamiento- es las malfechorías que se le atribuían. Habían de recibir
el mismo trato que los demás súbditos del rey, quien de vez en cuando procuraba
mostrar de este modo el igualitarismo de su alta justicia[107].
Ahora bien, mezcladas con motivaciones justicieras de tipo general, actuaban
poderosas razones políticas, y en primer término la lucha entre los grandes del
reino por la Corona, que producen por ejemplo el degollamiento de Alvaro de
Luna por orden de Juan II de Castilla (1452)[108],
o del Duque de Bragança por parte de Joâo II de Portugal (1483)[109].
El monarca podía pretextar traición y desobediencia por parte de un vasallo
noble, o sencillamente malquerencia, para hacer caer el peso de la ira regis
sobre su cabeza, nunca mejor dicho. El Rey, en suma, podía ejecutar
paradigmáticamente a los dirigentes civiles de la sociedad cuando éstos transgredían
el propio orden que a ellos les tocaba defender, o cuando se oponían a sus
propios intereses personales como monarca, quien a menudo era un gran señor más
en la lucha por el poder.
A lo largo de
la Baja Edad Media se dan también en el reino de Galicia diversas muertes
ejecutadas, de miembros de la nobleza y de la hidalguía, por mandato de los
Reyes de Castilla y León, en algunas ocasiones ejecuciones relacionadas con
visitas regias a dicho reino, cuando Galicia estaba en el itinerario de la
monarquía castello-leonesa.
En noviembre de
1291, Arias Pérez Voitorago, caballero, hace testamento ante la inminente
ejecución de su sentencia de muerte. dictada -los motivos no constan- por Diego
Gómez, Adelantado Mayor en Galicia de Sancho IV[110].
En enero-febrero
de 1331, dos hermanos, hidalgos con toda probabilidad, Afonso y Vasco Gómes de
Parada hacen testamento "á hora da morte, con todo meu entendemento,
estando preso e julgado á morte" -precisa Vasco estando en capilla- por
los jueces del Adelantado Mayor en Galicia de Alfonso XI[111].
En 1366, Pedro
I manda matar a Suero de Toledo, arzobispo de Santiago, por medio de dos
caballeros gallegos que le "querían mal", los cuales llevan a cabo el
sacrílego crimen en Santiago, en las mismas puertas de la Catedral[112].
En 1393,
reinando Enrique III, Roi Soga Mariño de Lobeira "porque fue desobediente
al rey (...) Fue preso y degollado en la villa de Noya, e recibida su hacienda
para la corona real"[113].
En 1458,
Enrique IV se acercó a León, donde ordenó prender a dos hidalgos que habían
tomado por la fuerza una fortaleza en Galicia, los cuales "fueron
públicamente justiciados, y el caballero querelloso restituído en su fortaleza;
lo qual paresció cosa muy bien hecha, y digna de gran loor"[114].
En 1483, el
gobernador Fernado Acuña y el justicia mayor López Chinchilla, representando a
los Reyes Católicos, "ficieron justicia en muchos homes, que habían
cometido en los tiempos pasados fuerzas é crímines; entre los quales ficieron
justicia de un caballero que se llamaba Pedro de Miranda, é de otro caballero
que se llamaba el Mariscal Pero Pardo: los quales no creían que podía venir
tiempo en que la justicia los osase prender"[115].
En 1486,
seguramente a continuación de la visita en dicho año a Galicia, los Reyes
Católicos, reciente aún la ejecución de Pardo de Cela, utilizan la pena de
muerte como medio disuasorio para apartar a la nobleza del gobierno de Galicia,
y así mandan al Conde de Altamira, aprovechando la querella presentada por un abad
que acababa de sufrir sus amenazas, "que se fuese a Castilla dentro de
tanto término so pena de muerte: Y ansí lo hiço"[116],
mostrando el método su eficacia.
Teniendo
caballeros e hidalgos como oficio -y también como fundamento de su poder
social- el ejercicio de la violencia, la muerte del caballero es, lógicamente,
un hecho normalizado en las mentalidades y en la vida cotidiana del medioevo.
Nadie se extrañaba cuando los nobles, profesionales de la guerra, morían
violentamente. En una sociedad regulada legalmente -y aún más realmente- por la
fuerza, estaba pues prevista la muerte del señor en la guerra, también del
señor malhechor o del señor traidor, pero ¿estaba prevista la muerte señorial
en manos de los vasallos? En todo caso, no estaba permitida, era de entrada una
muerte prohibida por la justicia legal y la cultura señorial.
Homicidio señorial y revuelta social
Así que también
los caballeros morían en las manos de sus vasallos sublevados. Una forma más,
aunque no la más honrosa, que tenían los miembros de la nobleza feudal de
fenecer en el ejercicio de su función social. Si bien la muerte señorial a
causa de una revuelta social, ni tan siquiera supone, como sabemos, el mayor
riesgo que corre la vida de un señor de vasallos en la Edad Media. Ahora bien,
"el homicidio señorial no era ni rarísimo ni indecible. El asesinato del
amo pertenecía a la vida corriente de los señores, sino en su plena normalidad,
al menos en su patología ordinaria"; argumenta en su estudio sobre el
asesinato del señor en la sociedad feudal Robert Jacob[117].
Valoramos en este trabajo el intento de una historia de las mentalidades -y más
concretamente el tema de la muerte- que retoma la vieja pero vigente y
altamente significativa temática de los conflictos y las revueltas, en el marco
de una renovada historia de la criminalidad; triple convergencia que nosotros
ensayamos, en 1986, con la investigación sobre la mentalidad justiciera de los
irmandiños.
La ley
medieval, que disponía que los vasallos habían de sacrificar sus vidas para
defender a su señor[118],
mal podía aceptar el supuesto de que el servidor matase a su dueño y señor.
Otra cosa bien distinta eran la práctica social y la tradición oral[119],
que asoman en las fuentes escritas, narrativas y sobre todo judicciiales,
siendo en estas últimas donde vamos a hallar más indicios de la peculiar
mentalidad justiciera de revuelta que subyace en ese tipo de muertes señoriales[120].
La muerte violenta del señor por sus vasallos pertenecía esencialmente al
ámbito de la cultura oral y el derecho de revuelta, resultaba injustificable
con el derecho promulgado en la mano y, en consecuencia, la judicatura tendía a
inhibirse; si encontramos menciones a dichos hechos legalmente indecibles en
las fuentes judiciales es mayormente por motivos colaterales al propio
homicidio.
Para
Gustave Le Bon la expresión más convincente de la criminalidad objetiva[121]
de una multitud sublevada, radicaba en el asesinato del adversario por su
condición social, poniendo como ejemplo, naturalmente, las matanzas de la Revolución
Francesa[122].
Varios siglos atrás, Froissart había pintado un paradigmático cuadro donde los
campesinos de la jacquerie (1358) se dedicaban a matar a cuantos
caballeros podían, y a otras violencias, sin saber el porqué lo hacían, glosa
el célebre cronista[123].
Hubo mucho de
inconsciencia[124]
en la violencia de 1358, pero fue menos arbitraria e indiscriminada de lo que a
simple vista podía parecer. Se afirma que, en los siglos XI y XII, ya el
homicidio señorial en revuelta es un acto "en general, colectivo y
premeditado (...) No se mataba a su propio señor bajo el efecto de la cólera,
el golpe estaba calculado"[125].
Algo de eso hay, la víctima es seleccionada y ejecutada, en algunos casos
incluso con presumible premeditación y alevosía, por lo que en rigor jurídico
se podrían enfocar como asesinatos muchos de estos homicidios. Pero ya dijimos
que la cabal interpretación de estas muertes señoriales desborda el marco del
derecho escrito y entra de lleno en la cultura popular, en cuyo seno su significación
imaginaria y gestual supera en importancia a la explicación
"racionalista" que ofrece la cultura letrada, que conduce a
sobredimensionar equivocadamente el aspecto conspirativo[126].
Conviene discernir
por consiguiente dos aspectos de la muerte del señor en las revueltas
medievales, que en la vida real actúan conjunta y entremezcladamente: 1)
objetivo calculado por los rebeldes (medio para obtener un fin); 2) ritual
catártico y teatral en buena medida espontáneo, no consciente (violencia
simbólica). En la arquetípica muerte del Comendador Mayor de la Orden de
Calatrava, Fernán Gómez de Guzmán, por los vasallos sublevados de Fuenteovejuna
(1476), tenemos (a) como finalidad social, una forma de acción antiseñorial de
los vecinos de la villa, claramente encuadrable en su lucha por verse libres
del señor, lucha que es anterior -y también posterior- a la revuelta que más
adelante inmortalizará Lope de Vega[127];
y (b) como rito cargado de signos, el sacrificio colectivo, primitivo y
festivo, de la víctima: muerte encarnizada, ensañamiento con el cadáver y el
gesto de dejar el cuerpo insepulto para el castigo eterno de su alma[128];
rasgos ceremoniales que, por otra parte, hacia 1518, también estarán presentes,
según hemos visto, en la muerte de la Condesa de Camiña por os vasallos que
obedecían a su hijo. Resulta significativo el hecho de que siendo tan distintos
los fines perseguidos por estas dos muertes colectivas y sus circunstancias, el
ritual tenga tantas semejanzas. La condición social de la víctima y de los
protagonistas, vasallos y gente común, es común: quizás también lo sean el
fondo reprimido, semiconsciente, de prácticas rituales de reminiscencias
ancestrales que ponen en marcha los ejecutantes populares.
La ejecución colectiva del señor conlleva
un ceremonial simbólico, cuya puesta en escena los actores no sabrían tal vez
explicar. Elucidar la causa y el origen -cultural- de los actos y gestos que
rodean el ajusticiamiento señorial, acontecimiento que "se
representa" a la vez que se lleva a cabo[129],
es más tarea del historiador de hoy que
de sus protagonistas de antaño.
El ritual
violento del ajusticiamiento señorial no es desde luego gratuito, responde a
necesidades culturales y funciones sociales, explícitas o latentes, como la
descarga sublimadora de emociones y tensiones acumuladas (cuestión vital en la
Edad Media, tiempos de agresividad desinhibida), la representación
socio-religiosa del crimen en la procura de su justificación y legitimación,
impresionar el imaginario colectivo y la memoria histórica, el restablecimiento
del orden tradicional y consuetudinario roto por los agravios perpetrados por
el mal caballero, justamente condenado a muerte y ejecutado por sus vasallos.
En suma, la demostración imaginaria del poder triunfal de los rebeldes sobre el
cuerpo supliciado y mutilado de la víctima, que representa, no lo olvidemos, un
orden social puntualmente impugnado. Y decimos bien "imaginaria"
porque en la realidad el homicidio señorial es asimismo una válvula de escape,
relativamente normal en una sociedad que cultiva la violencia. En el fondo la
muerte señorial es inofensiva para el sistema global, que se limita a sustituir
al amo masacrado por otro, usualmente en mejores condiciones, tanto para los
vasallos (que arrancan por lo regular conscesiones) como para los señores (que
ganan un consentimiento perdido).
La primera
precaución del investigador al estudiar la muerte del señor como representación
social debe ser separar las actitudes favorables de las actitudes contrarias.
El significado simbólico del homicidio señorial para los protagonistas choca
con el de sus antagonistas, que tachan de asesinato una acción que, en cambio,
para los favorables es un acto justiciero, reparador. Así tenemos, por poner un
ejemplo, que para la cultura savante la elección de una iglesia[130]
o de un día santo para matar al señor, significa de entrada sumar al delito de
asesinato el delito de sacrilegio (Partidas I, 18, 9), no obstante para
la cultura popular -medio en la que se
mueven los actores- la selección de un lugar y de un tiempo sagrados pretende
más bien lo contrario, es la prueba de un Dios justiciero que guía la mano de
los ejecutores, cuya identidad permanece por lo regular anónima en la fuentes eclesiásticas
con la fin de subrayar precisamente la autoría divina[131].
En la
genealogía de la muerte del señor como representación social hallamos,
corrientemente de forma combinada y sincrética, tres contextos culturales y
mentales: uno profano -la ejecución como acto civil justiciero, vengativo, de
poder-, otro providencialista cristiano y un tercero de origen religioso
pre-cristiano. Sin olvidar una cuarta dimensión, básicamente social, que
ilumina a las tres anteriores, sin la cual es prácticamente imposible
comprender el sentido, tanto real como imaginario, del homicidio señorial: la
muerte del señor por obra de sus vasallos como acto eminentemente antiseñorial,
resultado de una tensión o revuelta social, manifestación extrema por tanto de
una lucha de clases.
Difícilmente
vamos a dar con un caso en el que no se defienda, bien a priori bien a
posteriori, la justicia de la ejecución de un señor con el pretexto -casi
siempre con una base objetiva- de un comportamiento innoble, con la acusación
de que era un gran hacedor de agravios a sus vasallos. La comunidad toma la
justicia por su mano, "usurpa" la función de los jueces (señoriales,
municipales y reales), dicen algunos letrados contrarios. Pero lo que no es
claramente legal en la cultura escrita puede serlo en una mayoritaria y
tradicional cultura oral que libra al rebaño del mal pastor.
¿No prevee
explícitamente el modelo caballeresco de comportamiento social -y así consta
incluso en el derecho escrito según ya hemos visto- el derecho a matar a enemigo
conocido para vengar el linaje, previa declaración de enemistad y desafío
público[132]?
Pues bien, este derecho, en pleno vigor consuetudinario para las diversas
clases sociales, permitía un uso alternativo[133],
es el derecho de revuelta.
Las villas de
Galicia y de León que en 1295 forman una hermandad de autodefensa, especifican
bien en los estatutos que todo "rricome o infanzón o cavallero" que
robe a los vecinos, o acoja ladrones conocidos, o mate o deshonre a alguien de
los concejos confederados, "non seyendo dado por enemigo por fuero o por
derecho", que sufra entonces la reparación justiciera, debiendo
"todos unos", además de derribarles las fortalezas y destruirles sus
casas, viñas y huertas, aplicársele la máxima pena: "que lo maten por ello"[134].
El homicidio
señorial como derecho de revuelta toma, dándole en cierto sentido la vuelta,
del derecho consuetudinario, aplicado y escrito en general, la dimensión civil,
laica, de su modus operandi, los gestos y las formas de justificar y
teatralizar una ejecución civil según justicia: denuncia de los actos
señoriales susceptibles de semejar delitos legales; acusación de traición[135];
conjuración y tiranicidio[136];
utilización del derecho de resistencia[137];
consumación del homicidio como si de una pena de muerte judicial se tratase
(publicidad, tormento, mutilación de miembros, uso de armas blancas, exposición
del cadáver); ley del talión, y demás
elementos legales, exculpatorios y rituales de la preparación y puesta en práctica
de una muerte justiciera.
La teatralidad
profana que rodea al homicidio señorial de motivación social, tiene su origen,
en primer lugar, en la catarsis violenta de un sentimiento de agravio acumulado
a causa de las agresiones, abusos y malfechorías perpetradas por el señor y su
gente, y/o adjudicadas imaginariamente a un señor individual como chivo
expiatorio de los males del sistema social; en segundo lugar, en el uso
socialmente alternativo del derecho a una justicia eficaz; y, en tercer lugar,
en la lucha por el poder entre vasallos y señores, expresada en la dominación
del cuerpo para señorear a las personas. Existe una innegable simetría entre el
cuerpo supliciado de los reos -normalmente vasallos- de la justicia y el cuerpo
supliciado de los señores víctimas de los vasallos rebelados.
En el terreno
de la religión, la función catártica -liberación purificadora de emociones
reprimidas- del homicidio antiseñorial se ejerce "en el nombre de un Cielo
o de una Tierra que exije una víctima"[138],
en el cuadro de un universo mental de creencias cristianas o paganas, o las dos
cosas simultáneamente, que tal vez sea lo que más nos vamos a topar.
La visión
providencialista ubica el ojo vigilante de Dios por encima de las autoridades
temporales: Dios con su ira vengativa, y el inevitable concurso humano, corrige
los abusos cometidos por los señores de la tierra. Las fuentes históricas (y no
sólo las eclesiásticas) enjuician el homicidio colectivo del señor como un
signo de la omnipresencia y omnipotencia de Dios en la tierra: las menos (de
acuerdo con la encuesta de Robert Jacob), consideran a la víctima señorial como
un mártir, santo que los vasallos pecadores asesinaron sin temor de Dios; las
más, enfocan el homicidio como un castigo divino en razón de los pecados
cometidos por la víctima, de ahí que los ejecutores escojan en ocasiones aquel
momento en que el -mal- señor está en pecado mortal, excomulgado, para actuar
de intermediarios de la justicia divina[139].
Por último,
conviene bucear en el fondo de las supersticiones pre-cristianas determinados
aspectos rituales que acompañan a la muerte del señor por sus vasallos
sublevados, sin perjuicio de que tales creencias paganas influyan asimismo en
los otros dos aspectos, profano-justiciera y providencialista, de los que ya
hemos hablado de la compleja -como todos
los dominios de la antropología histórica- representación social del homicidio
señorial.
La muerte del
señor tiene comúnmente la función latente, mágica, de un sacrificio ritual[140].
Siendo el señor el protector del equilibrio que mantiene unido el mundo natural
y el mundo social, y por tanto primer factor unitario de la propia comunidad,
ésta se rompe, poniendo en peligro la subsistencia del grupo, cuando su señor y
jefe natural, deja de cumplir su rol defensor, surge entonces[141]
la necesidad de la inmolación, especie de culto a la fertilidad que con la
restitución violenta del amo culpable a la tierra, siembra la virtual
resurrección de un poder que (sustituyendo el tirano derrocado) habrá de
restituir la paz, la justicia y la prosperidad para todos: la armonía
tradicional y consuetudinaria de la sociedad con la naturaleza.
En este
contexto cultural e imaginario del sacrificio litúrgico, como se hacen comprensibles
ritos, supervivientes del inconsciente colectivo, para dominar los cuerpos
ajusticiados[142],
que de otra manera aparecerían como gratuitos, según nuestras mentalidades
racionalizadoras de hoy[143]:
exceso de sangre y de heridas que causan simbólicas mutilaciones -por el hierro
o la piedra[144]-
en el cuerpo de la víctima así inmolada; celebración posterior del sacrificio
con banquetes y fiestas (caso de Fuenteovejuna); sepultura fuera de lugar
sagrado, o sencillamente no sepultura del cadáver ignominioso[145].
Muerte y resurrección, ciclo
fecundo de una importancia práctica y social que va más allá del imaginario.
Inclusive habiendo represión, lo normal es que el nuevo señor acabe ejerciendo
un poder más benéfico para esos vasallos que acaban de matar cruelmente a su
antecesor. Los casos de Fuenteovejuna[146]
y Ribadavia (muerte de la Condesa de Santa Marta en 1470)[147]
son muy significativos a este respecto.
Matar al señor
Reunimos ocho
casos de homicidios señoriales en un contexto de revuelta social, en la Galicia
bajomedieval, que vamos a analizar en detalle, adelantando que el tipo de
fuentes utilizadas (notariales, sobre todo) y las circunstancias específicas
del reino de Galicia entre 1369 y 1527 (período escogido para nuestra
investigación), nos van a permitir concretar lo dicho y aún añadir nuevos
elementos a la comprensión de la muerte señorial en el medioevo europeo.
El 18 de julio
de 1386, María Castaña[148],
viuda, y sus hijos, Gonçalvo Çego y Afonso Çego, según se deduce una familia de
campesinos acomodados, acuerdan donar al obispo de Lugo, Pedro López de Aguiar,
públicamente, ante sus vecinos -que hacen de testigos en el acto notarial-,
todas sus tierras y bienes inmbuebles en el coto de San Pedro de Cereixa, donde
vivían, "por emenda et corregemento de mal injuria et herro que fezemos
enno dito couto de çereyxa (...) por ripintemento et dapno et sen razon que
enno dito lugar fesemos", por cuanto los Çego -añaden- "fomos en
ferir a Françisco Ferrnandes moordomo do sennor obispo de Lugo de feridas de
que beo a morte". Además de ganar, con la entrega de lo suyo, la
"merçee et misericordia" del señor obispo hacia estos arrepentidos
homicidas, convienen María Castaña y su familia pasar a ser fieles vasallos del
obispo y nunca más -juran- rebelarse contra el señorío de la Iglesia episcopal[149]:
"outorgamos de seer senpre en toda nosa vida en seu serviço et da dita sua
iglesia et en ajuda dos seus familiarios (...) et a non yr contra el nen contra
a sua iglesia en ninhuna maneyra"[150].
La donación
económica a cambio del perdón eclesiástico es una interesante variante del
ritual providencialista que envuelve a la muerte del señor[151].
El perdón señorial es una alternativa difundida, sobre todo entre los señores
eclesiásticos[152],
a la represión pura y dura. Entrega de tierras, entrada en dependencia y
promesa de obediencia, constituyen una penitencia impuesta a los asesinos por
su culpa sacrílega, que logran así salvar sus almas... y eludir la represión.
Los donativos a la Iglesia para comprar la absolución de los pecados y la
seguridad de los cuerpos[153],
es un camino acostumbrado (seguido tanto por los campesinos como por la
nobleza) y bien conocido por los historiadores de la economía medieval, que
hizo posible la constitución y el ensanchamiento de los señoríos eclesiásticos.
Se
sobreentiende que los pecadores necesitados de la misericordia de Dios, son los
arrepentidos agresores, no la víctima señorial (usualmente un prelado), que
permanece casi limpia de falta[154],
sin llegar aún a la consideración de santa y mártir, por lo que quedará ubicada
en un lugar intermedio entre el Cielo y la Tierra. No será ésta la primera vez
que el discurso hagiográfico no coincide con la praxis, y la mentalidad
subyacente, económica eclesiástica, omnipresente en la documentación notarial y
judicial.
La carta de
donación y vasallaje de María Castaña y su gente, "por Dios y por nuestras
almas"[155],
entraña pues restablecimiento simbólico del equilibrio social, la relación
señores/vasallos, rota por el homicidio[156],
y que solamente la sagrada intercesión de la Iglesia Catedral de Santa María de
Lugo puede hacer perdonar y subsanar, previo acto de contricción, expresión de
dolor que prueba su sinceridad, por la ofensa hecha a Dios, con el
desprendimiento penitencial de los bienes materiales.
En el mismo
Lugo, el 24 de octubre de 1403, un alcalde-juez real dicta una sentencia de
muerte[157],
"onde dicen las Cortiñas de San Romao", contra un nutrido grupo de
vecinos de la ciudad (un sastre, un mercader, un peletero...), todos ellos en
rebeldía, por el delito de "la muerte de su Señor"[158],
el obispo Lope de Salcedo, bien como "principales feridores è
matadores", bien como "consejadores è sabidores de la dicha muerte, è
defensores, è aiudadores de los principales matadores" (el juez insinúa
ciertamente una conjuración). Nada sobre la causa de la revuelta[159],
ni acerca de las circunstancias concretas del homicidio señorial. Hallamos con
todo el conocido ritual de la violencia punitiva, purificadora, cruel y
exhibicionista, en la plebeya pena de muerte que dictamina el juez para los
inculpados: "é la muerte que sea en esta manera: que los arrastren do
quiera que fueren fallados, é los cuelguen con senllas sogas de la garganta
fasta que mueran, é los dejen estar en las forcas en tanto que la natura humana
los pueda sustentar". No tenemos noticia de que hubieran cogido a los
ciudadanos huídos. No debemos subestimar la circunstancia de que cuando se
redacta la sentencia, el juez real sabe que no va a tener un cumplimiento
seguro, inmediato.
Muerte silenciada, muerte perdonada
El 3 de
noviembre de 1419, otro obispo gallego, Francisco Alonso, señor de Orense,
muere a causa de una revuelta de la nobleza y de los vecinos de la ciudad. La
documentación catedralicia orensana señala, como si de anales del obispado se
tratase, cierto misterio en la muerte oculta de este obispo que, a media noche,
"cayó" del caballo en el Pozo Maimón (en la orilla izquierda dela río
Miño, a cinco kilómetros de Orense), muriendo ahogado y siendo luego recuperado
su cadáver por su gente y sepultado en la capilla de Santa Eufemia de la
Catedral:
Ano do
nascemento de noso Señor Jesucristo de mill et quatrocentos et dez e nove anos
dia viernes acerquea de mydea noyte que eran tres dias do mes de Novembro a
aparada do poço Ameynon caeu o señor obispo don Francisco de boa memoria de
cima de hun cabalo, e botarono vivo asta o porto a Barbantes en donde se finou
et amaneceu finado ao sabado que era qatro dias do dito mes do dito ano, et
trouxerono a esta cibdade e deytarono sepultado en Santa Eufemia[160].
Para la tradición oral, que recoge la documentación
catedralicia, había sido un homicidio con premeditación, un asesinato, según se
comprueba, setenta años después, en 1489, en el Tumbo de Beneficios, donde un
sacerdote (Pedro Tamayo) declara oralmente que un hidalgo (Pedro López
Mosqueira) había donado al cabildo de Orense los beneficios de San Pedro de
Moreiras y San Martín de Mugares: "por la muerte de D. Francisco Obispo
Dourens de boa memoria que Dios axa, porque lo mandó matar a Lopo de Alongos e
outros seus criados al puzo maimóm e seu escudeiro"[161].
Sin embargo, la realidad que se deriva de la
tradición escrita contemporánea es significativamente distinta. Pedro López Mosqueira
-Alférez Mayor del Duque de Arjona en aquel momento- había donado en efecto
dichos beneficios al objeto de que se le levantara la excomunión que pesaba
sobre él, desde hacía seis años, por haber participado, junto con muchos otros
orensanos, en el asedio al obispo Francisco Alonso en la Catedral, hecho
inmediatamente anterior a su sospechosa muerte en el Pozo Moimón, suceso
luctuoso que ni se menciona ni por tanto resulta inculpado por ello el
arrepentido penitente. Según un
documento datado en 1425, la Iglesia de Orense recibe determinadas propiedades
y dinero de quince vecinos, que obtienen así la absolución y el perdón por el
mencionado cerco (los caballeros García Díaz de Cadórniga y Pedro López
Mosqueira, un zapatero, un carnicero, un barbero...)[162].
Apuntemos que la muerte del obispo tiene sin duda lugar en el contexto de una
revuelta urbana contra él como señor del obispado[163].
El caso es que tanto vecinos como representantes de la Iglesia episcopal, hacen
como si la muerte ejecutada del obispo no hubiera sucedido nunca (a efectos de
cultura escrita y legalidad vigente).
¿Por qué la muerte violenta del señor obispo de
Orense deviene en el año 1425 en muerte silenciada[164]?
¿Por qué permanece recluído en la cultura oral el gravísimo delito de homicidio
en la persona del señor, a quien se debía proteger con la propia vida, y más
aún si es el pastor del pueblo cristiano?
Si el levantamiento armado y posterior
cerco del obispo y su bando en la Catedral se tenía por "grand injuria,
por lo cual el non podía seer absolto senon polo papa", dice el cabildo al
arrepentido García Díaz de Cadórniga[165],
¿qué habría que decir del asesinato de dicho obispo?. Evidentemente, la
clandestinidad del homicidio, el hecho de la conjura y la ejecución nocturna en
lugar aislado -fuera de la ciudad-, no hacía fácil probar aquello que, por lo
demás, era fama pública. Pero ni su imagen de muerte indecible por su atrocidad
(más grave que la muerte antedicha del mayordomo episcopal de Lugo), ni su
indemostrabilidad legal como muerte clandestina, agotan realmente los motivos
del silencio de la propia Iglesia de Orense sobre el homicidio de su prelado en
el documento de 1425 concediendo el perdón colectivo, que incluye cuando menos
al señalado por la tradición como instigador del crimen: Pedro López Mosqueira.
El silencio expresa en este caso la impunidad, deseada naturalemente por la
ciudad y consentida implícitamente por la Iglesia catedral.
La muerte
violenta del obispo de Orense en 1419 es a fin de cuentas una muerte asumida
por la Iglesia episcopal, algo que no había que investigar, terminaron por
pensar canónigos y lugartenientes (provisores) de los sucesores del difunto
Francisco Alonso, opinión que por fuerza compartían la nobleza local y la gente
de la ciudad, encubridores seguros de los conspiradores justicieros. No es éste
el caso de una sentencia represiva que un juez real comisionado al efecto dicta
contra unos inculpados que todo el mundo sabe en rebeldía -1403, Lugo-, se trata
ahora de unos señores eclesiásticos que procuran reconquistar el pleno
ejercicio del señorío de la ciudad, gravemente perturbado por la insurrección
de hidalgos y populares contra Francisco Alonso[166],
poniendo en práctica como ritual restaurador del equilibrio social, la donación
a cambio del perdón.
El intercambio
es planteado con total explicitud en cuanto a su significado. El donativo a la
Iglesia como castigo por los pecados cometidos contra ella es, según ya
apuntamos, una variante de la tradicional donación para salvar el alma, sólo
que en este caso queda a salvo el cuerpo de la represión judicial, cuestión muy
importante puesto que el dominio del cuerpo del reo es un aspecto decisivo de
la mentalidad justiciera oficial en la Edad Media. En el fondo ¿no estamos ante
una alternativa de facto al sistema judicial civil medieval[167].
La justicia de Dios que perdona el cuerpo en el lugar de la justicia de los
hombres que reprende el cuerpo. Cuando Díaz de Cadórniga solicita la absolución
de la excomunión en que se encontraba por el cerco el obispo, los sacerdotes y
el provisor del obispo responden que "non podía seer absolto a menos de
satisfacer a adita iglesia et beneficiados dela o dito garçía días da grande
injuria quelle tiña feito". El ritual penitencial que sigue busca
restaurar mediante gestos el poder que el pecador desafió. Primeramente el
arrepentido recibe la absolución, desnudo y de rodillas, "Rezando sobrel o
salmo miserere mei deus et dándolle enas espaldas con huum cordon que tragia
çingido et dizendo as palabras de Absoluçón", es decir, se somete al
cuerpo a una humillación y a un castigo puramente simbólicos, muy alejados del
encarnizamiento de la justicia secular, tanto oficial (señorial, real,
municipal) como de revuelta (muerte del señor). Después el noble penitente Díaz
de Cadórniga entrega las casas que dona "por súa maao tangendo as
çerraduras das portas das ditas casas a alvaro fernándes canónigo en nome do
cabildo"[168].
Los
representantes de la Iglesia episcopal de Orense, detentadores de la
administración de la justicia en esa provincia, saben que la muerte de su señor
obispo, prelado y pastor, no es algo perdonable en términos canónicos[169],
ni siquiera compensable por una entrega penitencial de bienes materiales[170],
aún más, si reconocieran el delito e inculparan a los criminales no bastaría la
pena de excomunión (siempre susceptible de una absolución comprada) habría que
aplicar sin más la pena civil, la pena de muerte[171].
Todo empujaba a mantener la muerte del obispo extramuros de la cultura letrada:
en el seno de la tradición oral.
Al final la
mejor opción para la Iglesia de Orense, el mal menor, en el cuadro de una
estrategia encaminada a intentar restablecer la obediencia de la ciudad: es
asumir en silencio la renombrada muerte episcopal[172],
aprovechando su cualidad de delito oculto (perpetrado en secreto) y la eficacia
de su ejecución, prestándose el lugar y el momento escogidos para el asesinato
a la tranquilizante hipótesis de un accidente. Desde el siglo XV la coartada
del accidente sirvió para negar tácita y colectivamente en Orense la muerte
alevosa y sacrílega de 1419[173].
El silencio impune de los conspiradores hace posible el silencio impune de los
jueces capitulares; la ausencia de un ritual público y triunfal en la muerte
del señor hace quizás innecesario un ritual restaurador asimismo público y
triunfal.
La muerte silenciada de la cultura savante
favorece altamente la hegemonía de una prolongada tradición oral favorable que
veía en ella una muerte justa. Aún en el siglo XVIII, la tradición escrita
eclesiástica combate la creencia (asumida en su momento por las propias
autoridades eclesiásticas de Orense y, por omisión, de Santiago y de Roma) de
dar por cosa buena la muerte violenta del obispo Francisco (noticia "tan
sabida, tan pública, y constante" en la Iglesia y diócesis de Orense[174]),
como una "insigne hazaña", de la nobleza orensana sobre todo,
haciendo votos en suma el escritor para "que ni en Galicia, ni en España
aya quien infiera nobleza de acción menos christiana, y cathólica". Frente
a la fuerza y a la vigencia de una tradición favorable a la conjura
justiciera de 1419, el historiador de la Iglesia de Orense que estamos citando[175],
acepta la reinterpretación que había propuesto el genealogista Felipe de la
Gándara en el siglo XVII quien -reconoce Muñoz de la Cueva- "pretende
deslucir, y borrar semejante noticia, con dezir, que sólo puede tener
fundamento en que alguno de los antiguos Idólatras, y Tyranos Gentiles
martyrizasse á alguno de nuestros primeros Obispos, échandolo en dicho
pozo". El cronista eclesiástico, muestra pues una patente disposición a
reinventar la tradición oral desde la cultura erudita: "Si se puede
componer con tan firme, y auténtica tradición, me acomodaré gustoso, y abrazaré
tan pío sentimiento..."[176].
La proposición savante
de Gándara de homologar al difunto obispo del Pozo Maimón con los primeros
mártires cristianos sacrificados por los tiranos idólatras del Imperio romano,
es totalmente ajena a la representación de dicha muerte que se desprendía de la
documentación catedralicia de Orense del siglo XV[177].
La táctica de silenciar legalmente el asesinato episcopal, cuadraba más bien
con la representación providencialista -indecible, desde la defensa doctrinal y
aún temporal de la Iglesia-, que asigna al obispo Francisco parte de la
responsabilidad en su propia muerte en razón de sus errores y pecados.
La Iglesia de Orense proclamaba en 1425:
"por quanto a Iglesia deve de seer máis piadosa ca non Regurosa, que eles
quelle perdoavan o dito delito"[178],
a Pedro López Mosqueira. Es lícito preguntarse si aparte del cerco sacrílego de
la Catedral, no estaban unos y otros perdonando también, sin decirlo, el
secreto a voces de la muerte alevosa del señor obispo, que la piedad, la poco
rigurosa ley temporal eclesiástica y el interés económico aconsejaban olvidar.
Todo funciona como si, en última instancia, el tirano fuese el obispo
ajusticiado, en vez de los "idólatras gentiles", de manera que los
rebelados no habrían hecho más que ejercer el derecho de resistencia implícito
en la acción de los protagonistas de la conjura o se mostraron favorables a
ella. El silencio de las fuentes catedralicias acerca del porqué de la muerte
del obispo, beneficia abiertamente una representación alternativa, favorable a
los ejecutadores[179].
De 1419 en
adelante, acaban poniéndose en connivencia la revuelta ciudadana, la
conspiración nobiliaria y la posición conciliadora del cabildo, ofreciéndonos
un paradigma de cómo la muerte del señor en la Edad Media gallega es un hecho
menos patológico de lo que se podría pensar; es tan concebible en las
mentalidades de la época que queda sin castigo de una manera consciente. Ahora
bien, la tácita aceptación en el siglo XV del derecho a rebelarse, el
tiranicidio, incluso si se trata de un "tirano" eclesiástico[180],
pertenece a la práctica más que a la doctrina, es incompatible con la cultura
escrita dominante, que termina por silenciar un atroz delito, que permandece
recluído en la tradición oral[181].
El silencio habla pues por sí mismo, significa impunidad: tanto el silencio que
deriva de los autores materiales, del tiempo y del lugar de la ejecución, como
el silencio ulterior de jueces y eclesiásticos.
La fuerza que tenía en la sociedad orensana,
a comienzos del siglo XV, la creencia en la justicia de la revuelta
antiseñorial, un móvil principal de la muerte violenta del obispo, resulta
patente en que, para renovar la obediencia señorial a la Iglesia (intención
explícita del ritual donación/perdón de 1425), la autoridad señorial efectiva,
el cabildo, ha de aceptar el sacrificio[182]
de un obispo conflictivo, Francisco Alonso, quien "Desde que entró en su
iglesia, se dedicó á remediar desórdenes"[183].
En consecuencia, la muerte del obispo Francisco ¿no entraña también el fracaso
de una estrategia de dureza en el trato de la Iglesia catedral con la ciudad y
con la nobleza urbana?[184]
Vayamos ahora
con el caso número cuatro de nuestra encuesta. El 2 de abril de 1479, Simón
Péres de Oyra, racionero (categoría capitular inferior a los canónigos
propiamente dichos) del cabildo de Orense y beneficiario de la parroquia Santa
María de Melias (en el ayuntamiento de Pereiro de Aguiar), fue asesinado[185]
en las calles de Orense por cuatro vecinos de Allariz, hombres del tesorero de
esta villa[186].
No conocemos la causa concreta del homicidio, pero su autoría colectiva[187]
y popular (un escudero y tres sirvientes), la condición señorial-eclesial de la
víctima y, sobre todo, la reacción extraordinaria y corporativa del cabildo,
nos decidieron a incluir la muerte del racionero en el capítulo de muertes
señoriales con motivación social.
Descartando por
supuesto la muerte violenta de Simón Péres como una fechoría común, quedan dos
posibilidades: conflicto concejo de Allariz/cabildo de Orense o bien conflicto
Juan Pimentel (señor de Allariz)/cabildo de Orense. En este segundo supuesto,
una tensión social digamos horizontal, semejante -excluyendo las relaciones de
parentesco- a la muerte de la Condesa de Camiña por los criados de su hijo
Pedro de Sotomayor, ¿hasta que punto afectaría al ritual homicida? Motivos y
consecuencias varían según que los vasallos homicidas actúen por orden de un
señor o motu propio, pero los aspectos profanos y religiosos del sacrificio
señorial comunes a ambos casos son muchos. Al ser los autores gente del común
participan de una misma mentalidad, aún comparten un inconsciente colectivo,
que actúa con independencia de las causas inmediatas que inducen a dar muerte
al señor.
El cabildo de
Orense manifiesta que "o mataron sendo el clerigo de misa et de hordenes
sacras", después de hacer notar que iba "el manso et seguro con sua
colcha e sobre peliçia vestyda"[188].
Recalcando por tanto la imagen inocente, indefensa y sagrada de la víctima,
condición que cualquiera podía advertir por sus vestiduras[189].
Correspondía entonces una fulminante excomunión de los asesinos sacrílegos.
Pena canónica sustitutiva de la pena de muerte cuya aplicación correspondía a
la ley civil, al poder temporal. Como en el caso del Pozo Maimóm, los canónigos
salvan la vida de los inculpados, pero no su alma[190],
lo que para un creyente escatológico no era precisamente un privilegio: si
moría excomulgado iba al infierno, junto al gran instigador del crimen del
racionero Simón Péres de Oyra, el diablo, según el cabildo: "todos quatro
juntamente con sus armas con pouco temor de deus et da justicia movidos de
espirito diabolico (...) declaramos publicos malditos escomulgados (...) como
membros do diabro (...) asy como morren as cadeas en esta agua asy moyran suas
almas eno fogo do inferno"[191].
La
infernalización de la muerte señorial es una variante extrema de la
representación providencialista que equipara homicidio con martirio, sólo que
aquí la santidad del difunto se infiere, además de su condición eclesiástica y
de hombre pacífico, de la demonización de los asesinos, quienes ahora más que
pecadores o idólatras paganos, son incrimindados como sirvientes del mismísimo
príncipe de las tinieblas. La
punición eclesiástica reemplaza realmente con ventaja a la punición profana del
tipo de la sentencia del juez real a la pena capital, en rebeldía, de los que
mataron al obispo de Lugo en 1403. En primer lugar, porque las sanciones
eclesiásticas se cumplen, y no es poca cosa en la Edad Media matar en público
el alma de la gente. En segundo lugar, porque hace innecesaria la ejecución
física de los vecinos inculpados, problemática desde el punto de vista de la
paz social y de la correlación de fuerzas sociales en la Baja Edad Media. Y en
tercer lugar, porque así se neutraliza la peligrosa justificación ética e
imaginaria del homicidio como una iniciativa de las fuerzas del Bien (Dios, los
santos, los bienaventurados, la Iglesia, lo sagrado) en recia lucha contra las
fuerzas del Mal (Satanás, los paganos, los pecadores, el siglo, lo profano) que
representaría la víctima con su culpa[192].
En conclusión, el castigo de Dios conlleva
una mayor eficacia punitiva, una mayor adaptación a las exigencias de una
realidad social en crisis[193].
¿Y los señores laicos?, ¿qué hacen los nobles cuando no pueden corresponder a
la insumisión de los vasallos con las duras penas previstas por las leyes y la
tradición señorial, no disponiendo de la posibilidad de castigar sus espíritus
dejando en paz sus cuerpos, aunque sólo fuese porque necesitan de ellos para el
trabajo en los campos?
El perdón
señorial que, a imagen del perdón real, preveen las Partidas (VII, 22)
no posibilita esa dúctil, y provechosa, situación intermedia que supone
reprimir por un lado (excomunión u otras penas eclesiásticas) y absolver por el
otro (a cambio de una donación). Exige el perdón laico una gracia sin
paliativos que solamente un poder fuerte, muy arraigado en las mentalidades
colectivas, puede conceder sin sufrir merma en su autoridad, y esa gran fuerza
cimentada en el consenso es justamente lo que no tiene la nobleza gallega al
final de la Edad Media.
Acción antiseñorial
Siguiendo con
las muertes violentas de los señores gallegos en el siglo XV. Hay noticia[194]
de cómo, en 1492, muere el abad de Monfero, Jácome Calvo, a causa de una saeta
que le habían tirado, cuando venía de Betanzos, sus vasallos. El suceso dió
origen a una tradición, según la cual se levantó de inmediato una cruz en el
lugar del crimen, llamada cruz do
abade, con el fin sea de desagraviar y santificar un acto sacrílego y
criminal, sea de atraer la misericordia divina sobre los pecados del alma del
prelado allí muerto.
Entre 1525 y 1529, Ochoa de Espinosa,
dignidad del cabildo de Orense y abad de la importante parroquia de Trinidad en
esa ciudad, fue durante años lugarteniente de los abades comendatarios
(absentistas romanos) del monasterio de Osera. Un abad reformista que pasó por
Osera exigió, sin éxito, las cuentas a Ochoa de su administración de la abadía.
Aunque el abad de Trinidad quisiera dárselas, no podría, porque por aquel
entonces: "con las estacas de los carros le obligaron los villanos de
Villanfesta (Aldea desta Feligresia) à que la fuesse [a rendición de contas] a
dar a otro mas tremendo Iuez: a palos le mataron"[195].
El juicio de Dios triunfa en consecuencia de nuevo allí donde fracasa el juicio
de los hombres, las buenas intenciones pero débiles, de la Iglesia reformada.
Más de dos siglos después[196],
para Tomás de Peralta, historiador de Osera, la muerte del abad Ochoa es la
muerte celebrada de un prelado que tenía que dar cuentas a Dios por sus
pecados. Los labriegos vasallos de Vilanfesta son según esta tradición escrita
eclesiástica un mero instrumento de la justicia divina.
Ochoa de Espinosa había sido,
pues, abad administrador de Osera (abadía definitivamente reformada en 1545,
más bien tardíamente) en el conflictivo período de su historia en que los
monjes -y la misma orden- estaban en actitud rebelde frente a los abades
comendatarios, acusados de dilapidar los bienes de la comunidad dejando a los
monjes en la indigencia, por lo que la ira antiseñorial de los vasallos armados
de palos podía interpretarse como la ira justiciera de un Dios que volvía así
por sus ovejas sagradas atacadas por los lobos comendatarios.
El anonimato
colectivo de los autores (una comunidad de aldea), la improvisación (usan como
armas las estacas de los carros de labranza) y la espontaneidad (ninguna
referencia a premeditación o conjura) de la ejecución, amparan la
reivindicación última de la autoría divina. Con todo, es la primera vez que
advertimos en la cultura erudita cierta asunción -desde un ángulo
providencialista- de la evidente dimensión antiseñorial, normalmente oculta o
implícita, de los homicidios de los amos por parte de sus vasallos, aunque no
por ello deja el Tomás de Peralta, él mismo abad y señor, de emplear el
sobrenombre preferido de campesinos y otros dependientes: "villanos"[197].
Los aldeanos castigan al mal abad guiados -sin saberlo- por la justiciera mano
de Dios, pero no dejan de ser hombres inferiores en valía y categoría,
ignorantes con oscuras intenciones que la mano de Dios teledirige. Juntos pero
no revueltos, viene a decirnos el abad Peralta.
Para la lógica
bipartita de la legalidad feudal existían buenos y malos cristianos, hasta
buenos y malos prelados -la virtud cristiana
para brillar precisaba del pecado-, pero, fuera del universo específico
de las creencias religiosas, la mentalidad dominante en la Edad Media no
admitía buenamente que hubiese buenos y malos señores de vasallos hasta el
punto que los segundos tuviesen derecho a matar, por su propia iniciativa, a
los primeros. Ciertamente un mal señor era merecedor de un castigo, temporal y
espiritual, pero no correspondía a los campesinos, y demás vasallos, ni dictar
ni ejecutar sentencia, para eso estaban las jurisdicciones competentes, en
última instancia el rey (y, por encima de todos ellos, Dios).
El conflicto
antiseñorial que subyace en el proceso social y mental que conduce al crimen
señorial, deriva la mayoría de las veces de las disputas usuales sobre rentas y
señorío, donde el señor no hace más que cumplir con su función social y legal
defendiendo lo suyo, de ahí que podía ser cuando menos delicado
fundamentar la muerte violenta del señor feudal en el deseo de verse libres,
sus ejecutores, de tributos e incluso de la propia jurisdicción señorial. La
justificación puramente social de los homicidios medievales de señores es
mayormente indecible, pensamos que incluso para la cultura popular y oral, cosa
por otro lado harto difícil de verificar toda vez que la significativa
inexistencia de procesos judiciales conlleva la falta de pruebas orales con
declaraciones de actores y testigos de la muerte señorial.
La motivación
antiseñorial de la muerte del señor se suele revelar indirectamente, bajo un
imaginario justiciero y/o providencialista, ¿cómo hacer pues para descubrir sus
indicios? Si sabemos de la muerte de un caballero o prelado donde la relación
entre asesinos y víctima es la de vasallos a señor, detectamos la paradoja de
una acción desmedida, un décalage entre móviles declarados y medios
empleados, quizás una acción encubierta y siempre una autoría colectiva,
podemos pensar en una más o menos oculta, y socialmente decisiva, motivación
antiseñorial. El ritual de la muerte del señor en manos de los vasallos está
totalmente condicionado por la selección de la víctima, en función de su
condición social y relación con los verdugos, incluso cuando se asemeja a un
sacrificio pagano.
En este
recorrido alrededor de la muerte del señor en el reino bajomedieval de Galicia,
nos hemos encontrado con que las fuentes consultadas informan asimismo de dos
muertes violentas de señores laicos: la Condesa de Santa Marta en 1470, suceso
de especial interés para nuestra investigación que ya hemos estudiado en otro
lugar[198];
y la de Sueiro de Marzoa, hacia finales del siglo XV, según narra Joán Ocampo
en 1587[199],
que vamos a analizar a continuación.
¿Quién era
Sueiro de Marzoa? Un caballero del Conde de Altamira que tenía su solar en
Marzoa, "a çinco leguas de Santiago", y que había destacado, junto a
García Martínez de Barbeira, en la guerra del Conde de Altamira con el
arzobispo Fonseca[200]
que tuvo su momento álgido en la batalla de Altamira (1471). En una de las
muchas escaramuzas de esa guerra feudal, García Martínez y Sueiro de Marzoa,
naturales de Mexía y de As Mariñas, respectivamente, con quinientos hombres,
fueron contra Santiago de Compostela y "quitaron los mantenimientos a los
vezinos haziéndoles otros muchos agravios"; los santiagueses los llamaban
entonces los "ladrones de Mexía". De Sueiro de Marzoa dicen los
compostelanos lo siguiente: "y entre cossas que hizo mal echa fue que
aorcó a un sacerdote porque le havía llevado de su cassa una criada, y la fama
desto llegó a notiçia de los Católicos reyes y por particular comisión le
mandaron prender"[201].
Nuestro caballero malhechor huye, regresando un tiempo después a sus tierras:
"donde sus parientes le ofreçieron todo favor para que andubiese sin temor
de nadie y ansí lo hizo sin que justicia le osase prender". Es de interés
esta precisión: en la medida en que la justicia oficial se muestra impotente, o
sencillamente hace que no ve, ante el caso Sueiro de Marzoa (uno de los muchos
nobles malhechores que por aquel tiempo andaban sueltos), abre el camino para
el uso alternativo, colectivo y popular, del derecho a castigar a un culpable.
El problema pasa de la cultura erudita a la cultura popular.
Un día que
"yendo a Santiago acompañado de peones le resistieron la entrada en la
Çiudad por el gran odio que siempre le tubieron", hubo pelea y
"subçedió que a Suero de Marçoa le hizieron menudos pedaços, y a seys de
los que con el yban, enfrente de la cassa del clérigo que havía mandado
ahorcar"[202].
Lo que comienza siendo una refriega termina con una ejecución vengativa de la
comunidad. El protagonismo popular se deduce por el conocido ritual sangriento,
que poco tenía que ver con los usos militares, que adopta la muerte del
caballero Sueiro: "le hizieron menudos pedazos". Pero lo más notable
es el signo religioso de la justificación de la muerte señorial laica; en este
caso, y excepcionalmente, ejecutada por los vasallos del señor contrario y sin
los agravantes de premeditación y alevosía que la conviertirían legalmente en
asesinato.
La venganza por
la muerte sacrílega del cura ahorcado por el caballero Sueiro, implica: (1) la
aplicación de la ley del talión, por evidente omisión de la justicia oficial;
(2) un pretexto para hacer pagar de una vez por todas al caballero de Marzoa
los daños hechos a los ciudadanos en la pasada guerra (sentimiento acumulado de
agravio); y (3) una defensa y justificación providencialistas de la mala muerte
que unos vasallos dan, aprovechando una escaramuza más o menos accidental, a un
señor medieval[203].
Escribe el
cronista Ocampo: "que fue Dios servido que hen este lugar [frente a la
casa del clérigo ahorcado] pagase la ofensa que le havía echo en poner mano en
su sacerdote, y que a esta Çiudad viniese a morir tan cruelmente por haverla
persiguido y a su patrón"[204].
La crueldad ceremonial de la ejecución refuerza como es habitual la justeza del
homicidio. Se trata por consiguiente de la muerte de un señor laico disculpada[205]
con el pretexto de la defensa de la Iglesia, de la sacra inmunidad de los
hombres de la Iglesia[206]
y de la ciudad compostelana protegida por el apostol Santiago. La falta de
fundamento legal que hiciese de la encarnizada muerte de Sueiro de Marzoa una
muerte conforme a derecho, lleva seguramente a sus actores y partidarios a
obstinarse en la idea providencialista de una muerte bien querida por Dios. Una
vez más los hombres -aquí, laicos- interpretando y ejecutando por cuenta propia
la voluntad divina, de acuerdo con la tradición, probablemente oral, que
recogió Juan Ocampo en el siglo XVI.
Obispos, abades y canónigos
Matar al señor
en Galicia viene siendo, durante el período bajomedieval estudiado
-concretamente, entre 1369 y 1527-, matar principalmente señores eclesiásticos.
Homicidios de prelados que quedan, en general, impunes: reflejando de alguna
manera la debilidad de la Iglesia gallega tardomedieval como poder temporal.
¿Por qué más de
la mitad de los casos que hemos encontrado y analizado son muertes de prelados
(dos obispos, un canónigo y un abad[207])?
¿No sería lógico que fuesen los nobles laicos los blancos predilectos de lo que
parece ser la manifestación más extrema -desde luego, es la más violenta- de la
lucha antiseñorial de los vasallos? Sobre todo, a partir de 1369, cuando los
caballeros laicos son crecientemente identificados como los grandes hacedores
de agravios del reino -y los señores eclesiásticos se topan entre sus víctimas
predilectas-, demandando por la fuerza mayores tributos y más servicios a los
vasallos de Galicia.
Una primera
explicación es decir que la muerte del señor es solamente en la forma, pero no
en el contenido, el modo más radical de revuelta antiseñorial, lo hemos visto
claramente al examinar la revolución irmandiña, el más radical levantamiento de
vasallos en la historia de Galicia. La sublevación armada de la Santa Hermandad
concentró la violencia popular contra las piedras de las fortalezas, dejando
libres los cuerpos físicos de los caballeros del reino, que derrotados social y
militarmente, pagaron, eso sí, sus fechorías con su poder, sus bienes y su fama
pública.
A nuestro entender, el homicidio señorial
es una forma secundaria de la madura y organizada lucha de clases en la Galicia
bajomedieval, que consecuentemente incidió sobre la fracción más endeble de la
clase señorial, lo que no le concedía un gran valor épico, no son por lo que
parece estas muertes señoriales hazañas de las cuales cualquiera pudiese
sentirse orgullosos, de ahí que se hiciesen a escondidas y se silenciasen
después.
Es evidente la
indefensión de un prelado desarmado[208],
en comparación con la dificultad que suponía para unos vasallos rebelados, en el
siglo XV, matar a un caballero, habitualmente armado y dispuesto a defenderse
atacando, especialista de la guerra y a menudo acompañado de su séquito
militar. Prueba de lo que estamos diciendo es que en ninguno de los asesinatos
mencionados de señores eclesiásticos, hay noticia de pelea o resistencia en el
momento del atentado, circunstancia usual tratándose de un noble laico[209].
Además, no hallamos reseña alguna de resistencia porque son mayormente muertes
ejecutadas a traición, de noche, sobre seguro, no pudiendo defenderse la
víctima; homicidios perpetrados pues con alevosía y premeditación, legalmente
asesinatos.
Por otra parte,
quienes decidían consumar el homicidio de un señor eclesiástico eran de sobra
conocedores de la improbabilidad de que alguien del linaje de la víctima
pretendiera después la venganza[210];
factor clave para disuadir a virtuales asesinos, sobre todo de hidalgos. En la
Galicia del siglo XV, como "no había quien hiciese, ni osase pedir
justicia", y gobernaba la ley del más fuerte[211],
quien cometía un delito temía primordialmente la justicia privada, las
represalias de la víctima, sus familiares y sus amigos. Pero el derecho de
venganza no funcionaba -ni estaba pensado- para los hombres de la Iglesia como
para los laicos, aunque sólo fuera porque las características de la institución
eclesial no favorecían la formación en su interior de bandos familiares y
clientelares, máxime si consideramos el creciente control real, cortesano y
castellano de los altos cargos de la Iglesia gallega en la Baja Edad Media[212].
Por último,
está el dato de la ausencia en la Galicia medieval de una efectiva justicia
real -cuando menos hasta 1480-, la única en total que podía hacer respetar por
la fuerza la vida y la hacienda de obispos, canónigos y abades. Indefensión
clerical que fue aprovechada primeramente por la nueva nobleza trastamarista
para apropiarse por la espada de los bienes eclesiásticos, con lo cual la
fuerza de la Iglesia como poder temporal en Galicia menguó más aún, facilitando
las puntuales y homicidas explosiones de ira vasallática que hemos incestigado[213].
La pugna
nobleza/Iglesia se agudiza a lo largo del siglo XV y está presente en las
revueltas de vasallos contra obispos, abades y canónigos, que terminan con la
muerte del señor, superponiéndose a la lucha popular directa contra el dominio
señorial. La participación hidalga en las revueltas urbanas[214]
favoreció, con seguridad, la tendencia a la personalización de la violencia, la
conspiración y el asesinato como solución final[215],
y debió ayudar no poco a atenuar el lógico miedo de la gente común a las
consecuencias de crímenes señoriales y sacrílegas de eses tenor.
En los casos de prelados asesinados en
revuelta había aún otra razón, que ya hemos analizado anteriormente, para que
los autores no temiesen demasiado un posible efecto bumerang: la Iglesia
practicaba el perdón más fácilmente que la aristocracia laica. Las propias
dificultades que tenía la salida represiva, fomentaba la práctica[216]
de la excomunión, el perdón y la penitencia de la donación, que tenía dos
ventajas: a) permitía la sustitución de una inaplicable pena de muerte por unas
censuras eclesiásticas, sin por ello quedar mal ni evidenciar demasiado su
vulnerabilidad el poder señorial; b) metamorfoseaba en algo virtuoso (el perdón
era un acto de caridad y de misericordia cristiana) y positivo (la donación
económica como penitencia) el hecho en principio negativo -para el prestigio de
la Iglesia como autoridad señorial- de tener que ceder y lavar la gravísima culpa
de unos vasallos desobedientes que asesinan curas.
El doble poder
de la Iglesia, espiritual y temporal, facultaba pues perdonar sin retraer
posiciones, pactar sin perder autoridad, permitía asumir con la mayor
naturalidad -si así se le puede llamar- actos tan nocivos como las muertes
alevosas de obispos, abades y canónigos. Este doble juego, poder
espiritual/poder temporal, hacía posible echar mano del primero cuando fallaba
el segundo: si la fuerza conyunturalmente no valía, a la Iglesia siempre le quedaba
el stock del consenso de que disfrutaba entre la población, en todas las clases
sociales, como intermediaria entre la Tierra y el Cielo. La tradición pacifista
de la Iglesia, como doctrina y como praxis, hace el resto, posibilita la
traducción de sus reservas de consenso moral en salidas pactadas a los graves
conflictos sociales en que se ve implicada; indiscutiblemente el asesinato
colectivo de señores eclesiásticos es, en este orden, una situación límite que
pone a prueba mecanismos de resolución de conflictos.
Una especie de purgatorio
Si las fuentes inspeccionadas son narrativas,
hagiográficas y genealógicas, la representación de las muertes señoriales no
pasa de una lectura providencialista simple, donde la víctima aparece como un
santo martirizado o como un pecador castigado por Dios. Ahora bien, en las
fuentes judiciales, más cercanas a los hechos, la visión de los homicidios sin
dejar de ser religiosa, adquiere una mayor complejidad y, sobre todo, una mayor
operatividad social. Toda esta original solución que intercambia pena de
excomunión por pena de muerte, absolución por donación, poco o nada interesa al
discurso narrativo, impresiona menos la memoria colectiva que las fuertes
imágenes maniqueas, pero es del mayor interés para el historiador social de las
mentalidades: refleja mejor esa realidad imaginaria que busca la negociación,
el lugar mental intermedio[217].
Hemos
tropezado con la muerte del señor que más allá de manifestarse como obra del
diablo o castigo de Dios, representa un lugar más o menos intermedio[218]
que ubica a la víctima entre el mártir y el pecador, y a los ejecutores entre
Dios y el diablo, ¿cómo si no sería factible la absolución de crímenes tan
brutalmente sacrílegos?. Situados unos y otros, víctimas y autores, en una especie
de purgatorio, el obispo Francisco de Orense -mártir y pecador- penaba en el
Pozo Maimón anhelando entrar en el Cielo, mientras sus matadores hacían
penitencia de rodillas, ofreciendo sus bienes terrenales a la Iglesia catedral,
para ganar así también el Paraíso. En aquellos tiempos lo terrenal y lo
espiritual estaban tan mezclados que los hombres de la Iglesia, cualquiera que
fuese su dignidad, ¿no eran asimismo considerados hombres del siglo para bien y
para mal? De ahí que se aceptara -más de lo que pueda hoy parecer- que
arriesgasen sus vidas en una sociedad militarizada, en la cual no era extraño
defender con las armas los propios intereses[219].
Por otra parte, los que delinquen matando señores eclesiásticos también eran
hombres de Dios, llevados al pecado a veces por los pecados de la víctima, no
siempre ni solamente por la mano de Satanás.
El poder laico impone su predominio social
en la Galicia del siglo XV por la fuerza, y eso lo hace en conjunto mucho más
rígido que la Iglesia en sus relaciones sociales. Las muertes de señores que
acabamos de tratar quedan en realidad impunes, o son castigadas de modo no
proporcional al delito: un signo en cualquier caso de la crisis general del
poder señorial en la Galicia bajomedieval. La intensificación de la presión
señorial provoca un incremento extraordinario de todas las formas de
conflictividad antiseñorial. En ese contexto, una línea fija de confrontación y
de represión social lleva naturalmente a una pérdida total del consenso
popular. No fué otro el camino seguido por los nobles laicos, los señores de
las fortalezas, en la Galicia del siglo XV. ¿Cómo logró la Iglesia quedar
suficientemente al margen de la quiebra final de la nobleza feudal gallega? Por
el amplio margen de maniobra de un poder temporal basado en las mentalidades
colectivas más que cualquier otro poder feudal, con lo que ello implicaba,
según hemos visto, en cuanto a reserva de consenso y a dominio intelectual. Los
señores eclesiásticos desarrollaron altamente virtudes intelectuales como la
paciencia, la sutileza y la flexibilidad, fruto también de la experiencia de
siglos de usufructo del poder y de cuasi-monopolio de la cultura erudita.
Conclusión: muertes nobles y muertes innobles
Recapitulemos y
finalicemos. La tipología de la muerte violenta del señor en el otoño de la
Edad Media gallega pasa por discernir entre una muerte noble, por
degollamiento, de la mano de otro hidalgo (acción individual, no siempre
pública), y una muerte innoble causada por gente popular a golpes de acero,
piedras o palos, so pretexto de revuelta (acción colectiva, pública). En la
práctica tiene lugar una simbiosis de estos dos tipos básicos de muerte
señorial bajo el predominio de uno de ellos: unas veces -como cuando asesinan a
la Condesa de Camiña- los vasallos que matan a un noble obedeciendo a otro
señor, lo hacen a la manera popular, como un sacrificio ritual; otras vemos a
hidalgos participando a modo de conjura en una revuelta popular -el caso del
Pozo Maimón- o a los populares trnsformando un combate militar formal en una
muerte ritual -el caso de Sueiro de Marzoa-.
En la muerte
noble ejecutada por otro noble, pesa ante todo una base legitimadora profana,
más o menos regulada por leyes y normas de conducta: ejecución de una pena
legal, represalia de guerra, derecho de venganza, desafío caballeresco. Incluso
cuando la gente noble se mata entre sí a la manera plebeya, todo trascurre como
un negativo de la muerte pública ejecutada con la espada. Así tenemos la muerte
vergonzosa por ahorcamiento en vez de por el acero, o la muerte clandestina con
su secreta preparación y ejecución, con o sin veneno, indicativas en todo caso
de la degradación del modelo caballeresco de morir, que alcanza su cumbre en
los homicidios atroces entre familiares nobles.
En el segundo
supuesto, muerte señorial en manos de gente común, el fundamento legitimador
tiende tal vez más al providencialismo, vía que permitía a los agresores huir
de su inculpación como vulgares homicidas, visto que la muerte del señor en
revuelta, coherente como parte de la cultura popular, era injustificable con la
legalidad escrita en la mano. La muerte del señor feudal por sus vasallos está
fuera de la ley, al margen de la cultura escrita y, obviamente, de las
costumbres caballerescas, por tanto nada la regula terrenalmente: sólo Dios que
está por encima de todos repartiendo justicia.
La muerte
innoble del señor en una revuelta semeja por tanto más un sacrificio ritual (de
orígenes pre-cristianas) que una ejecución regulada por la ley y/o la costumbre,
entre otras cosas porque estamos ante una muerte no-dicha en lo que respecta a
su motivación antiseñorial de fondo: los vasallos quieren eliminar físicamente
al señor, borrarlo de la faz de la tierra, verdad de perogrullo encubierta por
la en ocasiones espesa argumentación justificadora[220].
Nos consta que hacia 1467, en Galicia, la gran mayoría ya había caído en cuenta
que la supresión del cuerpo del señor individual no eliminaba en absoluto la
dominación señorial.
Nos preguntamos
si la muerte popular del señor no es, por último, una muerte realmente
tolerada, en la lucha social, a finales de la Edad Media, desde el momento que
es un delito que se repite, quedando sin castigo las más de las veces. La
crisis bajomedieval fomenta el uso de las armas en los conflictos por parte de
todas las clases sociales, incluso el derecho insurreccional de revuelta; en
dicho contexto ¿no es más admisible mental y socialmente que el señor feudal
pueda caer en una confrontación social violenta?
Un ejemplo éste
el de la muerte violenta del señor en la Baja Edad Media, a fin de cuentas, de
disfunciones culturales[221]
típicamente medievales: cultura oficial/cultura real, cultura escrita/cultura
oral, cultura caballeresca/cultura popular, cultura nobiliar/cultura eclesiástica.
Disfunciones que nos convocan a practicar una historia que ose ir más allá de
los convencionalismos de nuestra disciplina: al encuentro de los nuevos
territorios de la realidad mental y antropológica de las sociedades complejas.
[1]
Ha escrito Charles Morazé que las violencias colectivas podrían no ser más que
un período transitorio de la evolución humana, el precio del tránsito de un
estado natural prehistórico a un estado científico posthistórico, La logique de l'histoire, París, 1967, pp.
41-45.
[4]
El problema ecológico deriva precisamente de la práctica desaforada de la
violencia humana sobre el orden natural.
[6]
el funcionamiento de las sociedades reposa
sobre el conflicto, la crisis, la irrupción de la violencia de los cuerpos con
todo lo que provoca de horror, con todo lo que hace nacer como solidaridades y
contrasolidaridades, A. FARGE, "Violence", Dictionnaire des Sciences Historiques,
París, 1986, p. 686.
[8] Por no hablar de la
violencia horizontal, menos vinculada al conflicto y al cambio social pero de
presencia más cotidiana.
[9]
La carga ideológica de la polémica -tan vinculada a la historia inmediata-
sobre 1789 y 1917 dificulta la tarea de historiador de
separar el grano de la paja, distinguiendo entre la proyección ideológica desde
el presente, y la posibilidad real, rigurosamente contextualizada, de las
alternativas de actuación subjetiva en aquellas épocas, así como los efectos
que en teoría se derivarían de cada una de ellas, lo cual nos conduce a una
suerte de historia experimental en vías de desarrollo (véase por ejemplo Daniel
S. MILO, "Pour une histoire expérimentale, ou la gaie histoire", Annales, nº 3, 1990, pp. 717-734).
[10]
"Paz e violencia na revolta popular: os irmandiños e a morte en Ribadavia
da condesa de Santa Marta", Primeiras
Xornadas de Historia, Ribadavia, 1990.
[11]
En el presente trabajo sobre la muerte del señor en la Baja Edad Media gallega,
verificaremos la relativa normalidad de este tipo de violencia social,
resultando en consecuencia una alternativa más que evidente para la actuación
de los sublevados en 1467.
[12]
Se ha asegurado que en los siglos XI y XII el desbordamiento de la violencia
entre señores y vasallos dispone de condiciones sociales más propicias que en
la Baja Edad Media, momento en que los señores pueden llamar en su ayuda al
aparato coercitivo de Estado, y los vasallos presentarse ante una instancia
arbitral para demandar la justicia sin necesidad de levantarse en armas (Robert
JACOB, "Le meurtre du seigneur dans la société féodale. La mémoire, le
rite, la fonction", Annales,
nº 2, 1990, p. 248); verificamos ésto en el reino de Galicia a partir de 1480,
con la llegada de Acuña y Chinchilla y la fundación de la Audiencia de Galicia,
pero hay que añadir que antes de eso, a lo largo del siglo XV, la violencia social era todavía mayor que en
los tiempos florecientes de Gelmírez: la conflictividad social derivada de la
crisis económica feudal, las contradicciones entre la nobleza medieval y el
naciente Estado moderno, potencian la violencia de los bandos y de las clases
muy por encima de umbral de la Plena Edad Media.
[13]
En todo caso sujeta a la evolución de la coyuntura social y mental, Carlos
BARROS, Mentalidad justiciera de los
irmandiños, siglo XV, Madrid, 1990.
[14]
Alain Guerrau vislumbra la guerra como el
principal factor de cohesión del sistema feudal, O feudalismo, um horizonte teórico,
Lisboa, s. d., p. 236.
[15]
La guerra es así un medio de evitar la
dispersión de las fuerzas sociales y de concentrarlas en un solo lugar,
Michel STANESCO, Jeux d'errance du chevalier
médiéval, Leiden, 1988, p. 43.
[16]
Reyna PASTOR, "Consenso y violencia en el campesinado feudal", En la España medieval, V, Madrid, 1986,
pp. 731-742.
[17]
En el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna el uso privado de la fuerza
pasa de factor de éxito y cohesión social a ser considerado como un factor
socialmente disgregador, generador de una imagen negativa para los obstinados
practicantes de una violencia privada, puestos fuera de la ley por un Estado
que, en aras de la modernidad, va a recuperar el monopolio oficial de la
violencia.
[18]
La coacción feudal actúa "extra-económicamente", pero también el
consenso feudal es en buena medida "extra-económico"; a diferencia de
lo que acontece con los trabajadores asalariados, una gran parte de los
vasallos medievales pueden sobrevivir materialmente, y aún mejorar su
situación, sin el concurso económico del señor de quien dependen, en este
sentido la voluntariedad de los tributos jurisdiccionales queda al margen de
las leyes de la economía en su sentido más estricto de producción de bienes
materiales, Carlos BARROS, "Vivir sin señores. La conciencia antiseñorial
en la Baja Edad Media gallega", Congreso
"Señorío y feudalismo en la Península Ibérica (ss. XII-XIX)",
Zaragoza, 11-14 de diciembre de 1989.
[19]
Los trabajadores han de mantener a
los defensores que garantizan la
protección militar y también a los oradores
que aseguran la protección divina; la función religiosa es a su vez una
relación de poder -llegado el caso la Iglesia amenaza con la excomunión y las
penas del infierno para obtener la obediencia y el pago de las rentas-, si bien
los eclesiásticos moderan la práctica de la violencia en comparación con los
caballeros: la Iglesia es el único contrapeso
eficaz a la lógica tribal y guerrera que articulaba la aristocracia feudal,
asevera Alain Guerreau, O feudalimo, um
horizonte teórico, Lisboa, s. d., p. 250.
[20]
La violencia interindividual marca hasta tal punto a la clase nobiliar que los
delitos contra las personas aparecen en las acusaciones criminales como una
especialidad de los señores y de sus servidores, mientras que el robo
caracteriza más al delincuente común, Carlos BARROS, Mentalidad justiciera, pp. 137-138; sobre esta dedicación de
los malhechores comunes al robo más que a los ataques violentos contra las
personas, véase también Michael MULLET, La
cultura popular en la Baja Edad Media, Barcelona, 1990, p. 78.
[21]
Así, España fue de 711 a 1492 una sociedad en
combate permanente. La clase que combate se adjudicó, naturalmente, el
primer puesto. La gran nobleza llegó a ser más poderosa que en otras partes; y
la pequeña nobleza más numerosa, Pierre VILAR, Historia de España, París, 1975, p. 18.
[22]
Norbert ELIAS, El proceso de civilización.
Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Madrid, 1987, pp.
229, 476.
[23]
Carlos BARROS, Mentalidad justiciera,
pp. 64-79: "Paz e violencia na revolta popular: os irmandiños e a morte en
Ribadavia da condesa de Santa Marta", Primeiras
Xornadas de Historia, Ribadavia, 1990.
[24]
El atraso y la escasez de los medios de producción y subsistencia constituyen
el trasfondo económico que coadyuva a la particular intensidad de la violencia
legal en la sociedad medieval.
[25]
De ahí que las corrientes pacifistas medievales asuman enseguida un sentido
"subversivo", especialmente cuando conectan o brotan con la cultura
oral y la revuelta social.
[26]
Dudamos de la conveniencia de seguir llamando "guerras" a los
levantamientos armados campesinos y populares, medievales y modernos
("guerras irmandiñas", "guerra de los campesinos de Alemania",
etc.), conflictos militares verticales provocados por revueltas sociales que,
al menos en el caso que mejor conocemos (la revuelta irmandiña de Galicia),
recogen entre sus motivaciones principales notorias actitudes anti-guerra y
pacifistas notables.
[28]
La base material de las alineaciones verticales feudales, que se entrelaza con
la base económica de la distribución clasista, está en la defensa de unas
comunes condiciones de producción
delimitadas por marcos de convivencia y relación social como la familia, el
señorío, la ciudad y el reino; véase al respecto Carlos BARROS, "A base
material e histórica da nación en Marx e Engels", Dende Galicia: Marx, A Coruña, 1985.
[29]
La violencia endémica practicada por la aristocracia en su competencia
incesante por la riqueza, el poder y el prestigio engendra una inestabilidad
social que contrarresta la tendencia conservadora a la estabilidad del
patrimonio y de la reputación, Michael MULLET, La
cultura popular en la Baja Edad Media, pp. 70-71.
[30]
Por ejemplo, en 1474, uno de los señores importantes del reino de Galicia,
Gómez Pérez das Mariñas, hace testamento especificando los bienes que deja
-tierras, dinero, joyas, armas, caballos y vasallos- más -añade- los
que ganare desde aquí adelante, publica Cesar VAAMONDE LORES, Gómez Pérez das Mariñas y sus descendientes,
La Coruña, 1917, p. 31; esta ansía por incrementar la fortuna de la familia
podía ocultar un temor a la extinción, que para algunos supuso el precio de la
movilidad social, Michael MULLET, loc. cit.
[31]
Rafael Narbona ("Violencias feudales en la ciudad de Valencia", Revista d'història medieval, 1, 1990, pp. 84-86)
se hace acertadamente la siguiente pregunta: ¿por qué si la violencia de la
nobleza es un fenómeno estructural a lo largo de toda la Edad Media, solamente
en los siglos bajomedievales se generaliza la identificación
nobles-malhechores?; la sociedad trata de malhechores al conjunto de los nobles
en los siglos XIV y XV -el caso gallego es claro- porque pocos son los señores
que no practican abiertamente la violencia, pero no debemos dejar ahí la
explicación, resultaría insuficiente: lo que nos enseña la historia social de
las mentalidades es que la conducta nobiliar violenta resulta soberbiamente
agrandada en el imaginario de la época a causa de la transmutación de los
caballeros de defensores en agresores; la sociedad feudal deposita la
fuerza en las manos de la caballería, pero se trata de una fuerza consensuada
al servicio teórico de los vasallos, del pueblo, de la Iglesia, de la tierra,
del reino, y cuando se invierte su orientación la representación social de los
señores cambia también radicalmente.
[32]
La percepción popular de la anarquía nobiliar del siglo XV en Galicia se resume
en el dicho el que más podía, más tenía y más
hacía, y en una sensación aguda de inseguridad colectiva, Carlos
BARROS, Mentalidad justiciera,
pp. 70, 75.
[33]
Veamos por ejemplo el relato que hacen, en 1493, unos monjes de la usurpación
de su coto por parte del Conde de Monterrey, Sancho de Ulloa: su posesyon avia seydo e era forçosa e biolenta,
clandestyna e precaria por respecto de los dichos sus partes e por ser grandes
cavalleros e personas poderosas en el dicho reyno de Gallisia e por los dichos
sus partes personas religiosas e pobres,
los quales non lo podian restytuyr nin defender nin lo osavan pedir por
justiçía nin en aquellos tiempos la avia (...) porque algunos priores del dicho
monasterio se avian puesto en demandar el dicho coto, los antecesores del dicho
conde los avian mandado matar e avian fuydo del dicho monasterio, e aunque no
avian osado parar en el dicho reyno de Gallisia, publica José Luis
NOVO CAZON, El priorato santiaguista de
Vilar de Donas en la Edad Media (1194-1500), La Coruña, 1986, p.
474.
[34]
Véase Carlos BARROS, "Vivir sin señores. La conciencia antiseñorial en la
Baja Edad Media gallega", loc. cit.
[35]
Norbert ELIAS, El proceso de la
civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, Madrid,
1987, pp. 229-242.
[36]
la crueldad, la alegría producida por la
destrucción y los sufrimientos ajenos, así como la afirmación de la
superioridad física, ídem,
p. 231.
[37]
ídem, p. 231; la propia guerra
era todo un espectáculo, un juego con reglas (teóricas) no muy distintas de las
que regían en torneos y cacerías, Philippe CONTAMINE, La guerra en la Edad Media, Barcelona,
1984, p. 387; Johan HUIZINGA, El otoño de la
Edad Media, Madrid, 1981, p. 335; la violencia de la guerra como
fiesta se percibe cuando Pedro Madruga, llegando tarde a una batalla, grita a
los caballeros amigos que están esperándole: "Parientes
y amigos: atales bodas como aquestas no era raçón se hiciesen sin mí; vayamos a
ellas y sea presto", Vasco de APONTE, Recuento de las Casas Antiguas del Reino de Galicia,
Santiago de Compostela, 1985, p. 228.
[38]
Acerca del sentido lúdico, y el íntimo placer que producen las armas, de la función
caballeresca medieval, Michel STANESCO, Jeux
d'errance du chevalier médiéval, Leiden, 1988.
[40]
ídem, pp. 241-242; véase
asimismo, Johan HUIZINGA, El otoño de la
Edad Media, Madrid, 1981 (3ª ed.), p. 35.
[41] Michel Foucault data a comienzos del siglo
XIX la desaparición plena y legal de los suplicios públicos, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión,
Madrid, 1990, pp. 21-22.
[44]
El estilo de vida reforzaba, desde un punto de vista biológico, la
excitabilidad medieval por lo defectuoso del régimen alimenticio, la falta de
higiene física, los excesos en la bebida y en el consumo de carne (entre los
guerreros), etc., Robert FOSSIER, Histoire
sociale de l'occident médiéval, París, 1970, p. 136
[45]
Sobre violencia y modelo caballeresco, véase Salustiano MORETA, Malhechores-feudales. Violencia, antagonismos
y alianzas de clases en Castilla, siglos XIII-XIV, Madrid, 1978;
Carlos BARROS, "Cómo vive el modelo caballeresco la hidalguía gallega
bajomedieval: los Pazos de Probén", I
Coloquio de Historia Medieval "Galicia en la Edad Media",
Galicia, 14-17 de julio de 1987 (en la prensa); Rafael NARBONA,
"Violencias feudales en la ciudad de Valencia", Revista d'història medieval, I, 1990, pp.
59-86.
[48]
Carlos BARROS, "Rito y violación: derecho de pernada en la Baja Edad
Media", Primeras Jornadas de Historia
de las Mujeres, Luján 28-29 de agosto de 1991.
[49]
Forman parte de la ideología dominante, y -lo que es más importante- de la
mentalidad dominante; véase, por ejemplo, el rol del honor en la violencia
popular en Robert MUCHEMBLED, La violence au
village. Sociabilité et comportements populaires
en Artois du XVe au XVIIe siècle, Bélgica, 1989, pp. 43-45.
[50] Merecedora de castigo
como trasgresión, más que por el uso en sí mismo de la fuerza física,
considerándose la pena según el delito y sus circunstancias, la categoría
social del agresor y/o de la víctima.
[51]
Justamente Huizinga ha señalado que fue el
final de la Edad Media una época de floreciemento embriagador de una justicia
minuciosa y cruel, loc. cit.;
veremos ejemplos de esto más adelante, al reproducir el relato de sentencias de
muerte, precedidas de torturas, dictadas contra caballeros y otros malhechores,
leídas y ejecutadas en público.
[52]
José de AZEVEDO FERREIRA, Afonso X. Fuero
Real, Braga, 1982, pp. 185-186; véase también Partidas VII, 8, 3; la venganza privada es
un buen ejemplo de actos que para la cultura de elite de la modernidad son
crímenes y que para la cultura letrada medieval, sin embargo, son sucesos
legales.
[53] Véase M. M. DAVY, "Le
thème de la vengeance au Moyen Age", La
vengeance, IV, París, 1980-1984, pp. 125-135; Michael MULLET, La cultura popular en la Baja Edad Media,
pp. 54-55; J.-P. BARRAQUÉ, "Le contrôle des conflits à Saragosse
(XIVe-début du XVe siècle)", Revue
Historique, nº 565, 1988, pp. 44-45.
[54] La más usual es la
que ejercen los señores para que los campesinos paguen las rentas
jurisdiccionales; veamos, por ejemplo, como los labradores denuncian la
violencia empleada por la abadía de Celanova -y también el Conde de Benavente-
al objeto de que pagasen por razón de vasallaje tocinos y diez blancas de pan y
vino: vira britar as portas por los touçiños
et por las des brancas (...) tragían fouçes e machados por elo (...) ferían e
mataban por eles (...) o abade don Juan que pinoraba aqueles que lle non
querían trajer os touciños de serviçio, e que quebrantaban as portas e tomaban
as prendas aqueles que eran reveés, publica Xesús FERRO COUSELO, A vida e a
fala dos devanceiros. Selección de documentos en gallego de los siglos XIII al
XVI, I, Vigo, 1967, pp. 162, 166, 171; después de las violencias
dicen los testigos que el monasterio cobró paçificamente
dicho tributo de vasallaje; la toma de prendas por impago de rentas (o de
préstamos), es un tipo de represalia que está muy generalizada (el ayuntamiento
de Orense también la practica contra labradores), como suerte de aplicación a
las relaciones sociales de la legítima venganza caballeresca, véase Carlos
BARROS, La mentalidad justiciera de los
irmandiños, Vigo, 1988, pp. 160-163.
[55]
En una historia del monasterio de San Vicente do Pino (Monforte), escrita en
1613 en base a -según parece- escrituras, se narra un episodio, a modo de
tradición legendaria, que refleja bien como había arraigado en la memoria
colectiva la violencia señorial del siglo XV:
Beatriz de Castro, señora de Lemos, agraviaba a los vasallos y al
monasterio, cuando un tal Lucas Ferreiro, en nombre de los campesinos del coto
de Doade y de los propios monjes, organiza la defensa legal contra dicha
señora, entonces ésta mandó que se le cortase
una pierna (que estuvo según testigos -dice el monje escriba,
denunciando la oralidad de sus fuentes- 20 ó 21 años colgada en la puerta de la
villa), lo que no fue óbice para que el obstinado Lucas compareciera sostenido
por muletas ante la Audiencia gritando e implorando inútilmente justicia; al
final la condesa echó al vasallo rebelde en el suetano del castillo de Castro Caldelas, donde murió; publica Boletín de la Comisión de Monumentos de Lugo,
III, 1947, pp. 119-120.
[56]
Esta precisión de que la aceptación obediente de la coerción señorial obliga a
todos los habitantes en el ámbito del señorío, generaliza significativamente el
régimen de fuerza propio de la dependencia servil a todos los vasallos
juridiscionales.
[58]
La diferenciación social consiste en la educación temprana, sistemática y
profesional de los hijos de los caballeros con el objetivo de que lleguen a ser
los más fuertes, y ratifiquen prácticamente su elección -genealógica- para
dirigir la comunidad.
[59] Robert MUCHEMBLED, op. cit., pp. 221ss; Jean-Pierre LEGUAY, La rue au Moyen Age, Rennes, 1984, pp.
160, 212-217.
[60] Rodney HILTON, Siervos liberados. Los movimientos campesinos
medievales y el levantamiento inglés de 1381, Madrid, 1984, p. 131;
Carlos BARROS, Mentalidad justiciera,
p. 211.
[61]
Sin cierta coerción, más o menos asumida y/o consensuada por las partes
implicadas, mal se puede salvaguardar la unidad de los marcos de relación y
reproducción (familia, concejo, señorío, reino) en las sociedades históricas.
[62]
Violencia ordinaria y privada entre vecinos, J.-P. BARRAQUÉ, "Le contrôle
des conflits à Saragosse (XIVe-début du XVe siècle)", Revue Historique, nº 565, 1988, pp. 41-50;
violencia de bandos entre artesanos urbanos, Rafael NARBONA VIZCAINO, Malhechores, violencia y justicia criminal en la
Valencia bajomedieval, Valencia, 1990, pp. 108-120.
[63]
Jean-Pierre LEGUAY, La rue au Moyen Age,
pp. 155-163; Michael MULLET, La cultura
popular en la Baja Edad Media, p. 177.
[64]
Con todo, en la práctica judicial medieval existía cierta distinción entre
justicia privada, que permanecía al margen de los jueces como las venganzas o
concluía en tribunales arbitrales (J.-P. BARRAQUÉ, op. cit., pp. 46-47), y justicia pública, que se aplicaba
sobre todo a los delincuentes marginales o, excepcionalmente, señoriales
(Carlos BARROS, Mentalidad justiciera,
pp. 34-36); es decir, violencia tolerada y violencia castigada; la tolerancia
hacia la violencia desaparece cuando la sobredimensión de ésta y los nuevos tiempos
lo exigen.
[65]
Teresa-Maria VINYOLES I VIDAL, "La violència marginal a les ciutats
medievals. (Exemples a la Barcelona dels volts del 1400)", Revista d'història medieval, 1, 1990, pp.
155-177; Rafael NARBONA, Malhechores,
violencia y justicia ciudadana en la Valencia bajomedieval,
Valencia, 1990, pp. 127-144.
[67]
1537, Información sobre la muerte de Gregorio de Valladares (copia), Biblioteca
del Museo de Pontevedra, Colección Sampedro, caja 81.
[68]
La eficacia, y consecuentemente la fama pública, de Pedro Alvarez de Sotomayor
en las batallas de la época, venía de su presteza en poner en práctica mejor
que nadie -o sea, anticipándose- el derecho de venganza; muy probablemente el
apelativo Madruga tenía el
significado que se desprende del siguiente refrán (1453): a quien te quiere matar madruga y mátalo, Crónica de Alvaro de Luna, Madrid, 1940,
p. 359; que pasando el tiempo Lope de Vega reproduce en el tercer acto de La Reina Juana de Nápoles: Si te quisiera matar/ algún enemigo fiero/ madruga y
mata primero, cit. en Marquesa de AYERBE, El Castillo del Marqués de Mos
en Sotomayor, 1905, p. 57.
[69]
Publica Benito F. ALONSO, "El Castillo de Miraflores", Boletín de la Comisión de Monumentos de Orense,
VI, nº 129, 1919, p. 162.
[70]
Conforme se difunde y idealiza menos se corresponde la práctica caballeresca
con el modelo de referencia.
[72]
Marc BLOCH, La sociedad feudal,
Madrid, 1986, p. 241; Rafael NARBONA, "Violencias feudales en la ciudad de
Valencia", Revista d'Història Medieval,
nº 1, Valencia, 1990, p. 78; Carlos BARROS, "Cómo vive el modelo caballeresco
la hidalguía gallega bajomedieval: los Pazos de Probén", Galicia en la Edad Media, Madrid, 1990,
pp. 236, 242-243; la larga vida en la tradición oral de la representación
del horcamiento como una muerte ignominiosa para un
caballero, queda patente en aquel romance en que Don Bernardo libera a su primo
el Conde, condenado por el rey a la muerte infamante por encintar a una adolescente: dió una patada a la horca/ y al suelo se l'ha bajado;
una bofetada al verdugo/ que se quedó desmayado; y la gente qu'allí había/ toda
quedaba temblando./ Toma, mi primo, esta espada/ defiéndela com' hombre
honrado, que tu eres de mi sangre/ y no has de morir horcado,
Alfonso HERVELLA COUREL, Romances populares
gallegos recogidos de la tradición oral, Biblioteca del Museo de
Pontevedra, Colección Sampedro, caja 51-56, fol. 4.
[73]
La primera justificación medieval, mencionada supra,
de la violencia humana era que había que ganar la vida domeñando la naturaleza,
matando las animalias bravas (Partidas II, 20, 7); invertir los
términos, y hacer que los animales salvajes maten al reo tenía el simbólico
sentido de su deshumanización, colocándolo en la escala social de valores más
abajo que los propios animales...
[74]
La normal ausencia de testigos e imágenes reales de estas muertes produce un
mayor componente imaginario -en el sentido de realidad inventada- en la
transmisión oral.
[76]
Algunos años después, en 1467, Pedro Osorio, hijo del Conde de Tratámara (con
la ayuda de su hermano el Marqués de Astorga), pone su espada al servicio de la
Santa Irmandade contra el
susodicho Conde de Lemos y el arzobispo de Santiago, un Fonseca sobrino de
aquél que había echado de Galicia, junto con el Conde, a su difunto padre.
[77]
La triple clandestinidad que rodea a la muerte por envenenamiento, que afecta
(1) al desconocimiento de los promotores, los ejecutores y las motivaciones,
(2) al medio material utilizado y (3) a las circunstancias de tiempo y/o lugar,
se traduce en una estética negativa, oscura, de una violencia no ejemplar
suscitadora de una fuerte descalificación moral; el adjetivo fusquenlla aplicado por los contrarios
populares a la hermandad gallega de 1467 perseguía el mismo objetivo de
impugnación ética, véase Carlos BARROS, Mentalidad
y revuelta en la Galicia irmandiña: favorables y contrarios,
Santiago, 1989, pp. 183-236.
[78]
1480, Información de hidalguía de los hijos de Pedro López de Marceo, publica
Xesús FERRO COUSELO, Boletín del Museo
Arqueológico Provincial de Orense, VI, 1950-51, pp. 111-121.
[79]
Sobre la conflictividad en el seno de las familias nobles, Isabel BECEIRO,
Ricardo CORDOBA, Parentesco, poder y
mentaldidad. La nobleza castellana, siglos XII-XV, Madrid, 1990, pp.
363-371.
[80]
De forma que, a finales de la Edad Media, no siempre se puede afirmar que la familia y el clan parecían el refugio más seguro para
los individuos, Michael MULLET, La
cultura popular en la Baja Edad Media, p. 145.
[81]
Sigue el cronista: Este se refugió en
Portugal en casa del Duque de Braganza, pero al mes fue muerto a estocadas por
algunos de los criados del Duque, Mauricio CARBAJO, Historia de Sobrado (1772), copia
conservada en la Biblioteca Penzol de Vigo, Familia López Ferreiro, caja 36/2;
casi siempre que hallamos el relato de una muerte innoble, se siente el
narrador en la obligación de contar cómo el matador fué después castigado
también con la muerte, evidentemente por mandato divino.
[82]
Vasco de APONTE, Recuento de las Casas
Antiguas del Reino de Galicia (1530-5), Santiago, 1986, pp. 191,
202; ciertamente no es un caso de homicidio, pero no es descabellado pensar que
algo tendría que ver el Conde con el suicidio de su esposa cuando un
sentimiento de culpa le arrastra a tanta contricción.
[84]
Ya Alvaro de Sotomayor se había enfrentado a su padre Pedro Madruga por causa
del patrimonio familiar, siendo amenazado por éste -espetándole que lle quebraría un pau em a caveza-; Pedro
Madruga deshereda al final en su testamento (1486) a su hijo Alvaro por haber sido desobediente, haberse levantado contra
él, haberle tomado la fortaleza e casa de Sotomayor, ser causa del
desfallecimiento de sus estados, apocamiento de su vida y causa de su muerte,
publica Marquesa de AYERBE, op. cit.,
pp. 70-71; en ese ambiente de violencia paternofilial se crió el Pedro de
Sotomayor que de mayor ordenó matar a su madre Inés Enríquez.
[86]
Publica Pablo PEREZ CONSTANTI, Colección de
documentos históricos del Boletín de la Real Academia Gallega, I, La
Coruña, 1915, pp. 125-133.
[89]
La fama de Ronquillo como juez duro deviene más tarde leyenda a causa de su
papel en la represión de las Comunidades de Castilla; en 1520, estando al
frente del ejército real que cercó Segovia, es acusado por los comuneros con
estas palabras: Y un mal hombre llamado el
alcalde Ronquillo, con aquél ejército hizo muy gran guerra a la ciudad,
ahorcando y cortando pies y manos a los que de ella salían, aunque no
tuviesen culpa, Prudencio de
SANDOVAL, Historia de la vida y hechos del
emperador Carlos V, I, BAE nº 80, Madrid, 1955, pp. 238-239,
335-336, 449; en 1526, tortura y ejecuta en el castillo de Simancas al obispo
de Zamora, por comunero, después de que intentara huir de su prisión; Ronquillo
es absuelto -junto con el verdugo- al año siguiente por matar a dicho obispo
rebelde, pero la tradición popular y erudita (ZORRILLA, El alcalde Ronquillo o el diablo en Valladolid)
no lo perdonó tan fácilmente, Joseph PEREZ, La
revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521), Madrid, 1977,
pp. 632-633.
[90]
Se trata de una tendencia habitual de escribanos y jueces que reflejan así sus
propias emociones lúdicas, además de lo fundamental: una ejemplaridad
justiciera y punitiva cimentada en el poder disuasivo de la violencia.
[91]
Aquí se muestra la ineficacia del acero, en comparación con el veneno, como
instrumento para una muerte clandestina; el veneno ofrece en principio unos
resultados más seguros e invisibles, que quizás tampoco se desean, se busca
probablemente la muerte semipública que al final se produce.
[94]
Al matar a su gata preferida los obreros violaron
simbólicamente a la patrona, dice Darnton en La gran matanza de los gatos (México,
1987, pp. 102-103); violación simbólica, incosciente en gran medida, todavía
más clara si cabe en el caso que nos ocupa.
[96]
El espectáculo del cuerpo supliciado sublima también tensiones psicológicas y
sociales, incluso divirtiendo, de los espectadores populares y no populares;
esta visión extramuros del poder es continuamente olvidada por Foucault (más
atento al poder como coerción que como consenso), en cambio ha sido señalada
según ya hemos expuesto por Norbert Elias, quién tenía por principal campo del
análisis la sociedad civil.
[99]
La superioridad del poder establecido se muestra en la finura y la precisión
del ritual teatralizado de la pena de muerte frente a la chapucera y
clandestina ejecución de los alevosos asesinos, que mantienen vivo y multiplican
los golpes contra el cuerpo atormentado de la víctima porque, dicen ellos, no
son capaces de darle muerte; también en ésto: cultura erudita versus cultura popular.
[100]
Los aspectos no clandestinos del asesinato de la condesa, el uso del acero y el
segundo asalto en la casa del cura, y el dejar el cuerpo insepulto, ¿no
pretenden también de algún modo el éxito de la muerte pública?
[101]
Una prueba más del poco crédito ético de los caballeros gallegos a comienzos de
la Edad Moderna.
[102]
En septiembre de 1531, un año después de ser nombrado gobernador de Galicia, el
infante Juan de Granada escribe, junto con los alcaldes mayores, a Carlos V
recordando al Rey la condena a muerte -evidentemente la pena capital de 1518
había quedado sin aplicar- y privación de bienes -salvo la fortaleza de
Sotomayor que había quedado para su mujer- por el asesinato de su madre,
acusando ahora a Pedro de Sotomayor de haber falsificado documentos: pareçiendonos ser cosa conveniente y necesaria
hacerllo saber a vuestra magestad ansi por la calidad de la cosa y las personas
a quien toca como por lo que todos en este Reyno dizen y comunmente platican
que un hombre tan façinero y malo y en tantos generos de maldades quede sin
puniçión y castigo; denuncian a continuación que el de Sotomayor
estaba en Italia, sirviendo en el ejército de su cuñado el Conde de Altamira,
rumoreándose -dicen los oficiales reales- que Don Pedro estaba allí con el
permiso del Rey, lo que sutilmente desmienten para terminar demandando apoyo real
para que se haga justicia y se castigue a tan insignes malhechores (incluyen al
Conde de Altamira, uno de los beneficiarios de las falsificaciones), publica
César VAAMONDE LORES, Gómez Pérez das
Mariñas y sus descendientes (Apuntes históricos y genealógicos), La
Coruña, 1917, pp. 138-139; en febrero de 1532, dos nuevas cartas de los
alcaldes mayores a Carlos V dando cuenta del estado de la pesquisa y pidiendo
de nuevo castigo para el de Sotomayor y para el Conde de Altamira, Galicia Diplomática, I, nº 28, 1883, p.
199.
[103]
Memorial ajustado del pleito Teresa de
Sotomayor/García Sarmiento, Biblioteca del Museo de Pontevedra,
Colección Solla, caja 60, fol. 59.
[104]
En la copia del nobiliario de Aponte que se conserva en el Archivo Municipal de
La Coruña, aparece una nota de comienzos del siglo XVII que dice así: Este Dn. Pedro fue muerto en la villa de Bayona, y
confiscada la Casa en que el estaba en dicha Villa, se mandó que nadie la
Viviese, y a costa de sus hacienda y de Orden del Rey se tapearon sus puertas,
y se puso sobre la pared una Estatua de piedra con cierto rótulo (...) La
estatua era una figura de hombre con un Cuchillo puesto en la garganta y el
letrero de la otra piedra la sentencia que Contra el se havia pronunciado;
prueba de que la sentencia de 1532 quedó grabada en la memoria colectiva, si
bien mezclada con el mal recuerdo del otro Pedro, Pedro Madruga, el Conde de
Camiña, pues la nota confunde con seguridad nieto con abuelo al decir que siempre Bayona fue del Rey, como lo era antes que este
la tiranizase, Vasco de APONTE, Recuento
de las Casas antiguas del Reino de Galicia, p. 267.
[106]
ídem, fol. 60-61; Vasco de
APONTE, Relación de las Casas antiguas del
Reino de Galicia, pp. 110, 266.
[107]
Algunos casos acontecidos en el reinado de Juan II: en 1422, el rey hace
degollar en Valladolid al caballero Juan García de Guadalajara por falsificar
documentos, según confesó en el tormento, y, en 1440, ajusticia de la misma
forma a Sancho de Reynoso por asaltar y prender a otro caballero, que además
era su padrastro, respondiendo el rey a quienes intercedían por el caballero
malhechor que no podía fallescer á la
justicia, pues que de Dios lo era encomendada, Crónica de Juan II, BAE nº 68, Madrid,
1953, pp. 419, 445, 568-569.
[108]
Dice el pregón que proclama la ejecución: Esta
es la justicia que manda hacer el Rey nuestro Señor á este cruel tirano é
usurpador de la corona real: en pena de sus maldades mándale degollar por ello,
Crónica de Juan II, BAE nº 68,
Madrid, 1953, p. 683.
[109]
Rui de PINA, Crónicas, Porto,
1977, pp. 917-924; García de RESENDE, Crónica
de Don Joâo II, Lisboa, 1973, pp. 69-70; tuvo la ejecución sumaria de tan importante noble portugués un eco
lógico en el lado oriental de la frontera, véase Fernando de PULGAR, Crónica de los Reyes Católicos, BAE nº 70,
406-407.
[110]
Publica Xesús FERRO COUSELO, A vida e a fala dos devanceiros. Selección de
documentos en gallego de los siglos XIII al XVI, I, Vigo, 1967, pp.
46-47; en julio de 1291 estuvo Sancho IV en Orense y Santiago, Antonio LOPEZ
FERREIRO, Historia de la S. A. M. Iglesia de
Santiago de Compostela, V, p. 258, apéndice doc. XLVI; Doroteo
CALONGE, Los tres conventos de San Francisco de Orense,
Osera, 1949, p. 104.
[112]
Pedro LOPEZ DE AYALA, Crónica de Don Pedro,
BAE nº 66, p. 544; Fernâo LOPES, Crónica de
Dom Pedro I, Porto, 1984, p. 184; Antonio NEIRA DE MOSQUERA, Monografías de Santiago, Santiago, 1950,
pp. 207-217; Eladio LEIROS, "El asesinato del arzobispo Don Suero", Boletín de la Real Academia Gallega, tomo
XXIV, 1944; Angel RODRIGUEZ GONZALEZ, "Pedro I de Castilla y
Galicia", Boletín de la Universidad
Compostelana, nº 64, 1956, pp. 269-270.
[115]
Fernado de PULGAR, Crónica de los Reyes
Católicos, BAE nº 70, p. 357; el degollamiento en Mondoñedo de Pedro
Pardo de Cela dio pie a una tradición oral a su favor, que fue retomada mucho
después, con más buena fe que rigor, por las historiografías romántica y nacionalista
gallegas.
[117] Robert JACOB, "Le
meurtre du seigneur dans la société féodale. La mémoire, le rite,
la fonction", Annales, nº 2,
1990, p. 250; para el ejecutor colectivo el crimen señorial no era por supuesto
tal crimen, sino un acto de justicia, la cura de una enfermedad sí, pero la
patología estaba en el comportamiento maligno del señor culpado, y castigado,
no en el hecho homicida.
[118]
Eran castigados con la muerte los sirvientes que no socorriesen a su señor, y a
su mujer y a sus hijos; debían incluso sacrificar sus vidas vasallas por los
señores: amparandolos con las manos, o con armas, o poniendose en
medio de aquellos que los quieren matar, Partidas VII, 8, 16.
[119]
En 1435, una encuesta oral realizada para determinar los límites del alfoz de
Allariz, consta como referencia geográfica: por
donde mataron a gudistes fernandes, Documentos
del Archivo de la Catedral de Orense, I, Orense, 1923, p. 419; sin
duda, la categoría social de la víctima y la motivación justiciera de su
muerte, habrían de grabar aún más hondo en la memoria colectiva las muertes
señoriales en revueltas.
[120]
Una limitación remarcable del artículo de Robert Jacob es que recurre
exclusivamente a las fuentes narrativas, eclesiásticas y nobiliarias, lo que
obstaculiza la posibilidad de contemplar la muerte colectiva del señor desde el
punto de vista de sus ejecutores.
[121]
Subjetivamente, aclara Le Bon, creían sus actores estar realizando una acto
meritorio y cumpliendo un deber.
[123]
Cuando les preguntaban porqué hacían aquello,
respondían que no lo sabían, pero que como lo veían hacer a los demás, ellos
también lo hacían. Pensaban que debían destruír de ese modo a todos los hombes
gentiles y nobles del mundo para que no quedara ninguno, Crónicas, Madrid, 1988, pp. 181-182; el
silencio campesino que malinterpreta el contrario Froissart, refleja la
indicibilidad, sobre todo ante la cultura savante,
de los actos violentos de la revuelta contra las personas señoriales,
[124]
Tanto en el sentido de falta de reflexión y racionalidad, como en su acepción
más amplia de no intervención de la conciencia y de la voluntad en la acción.
[127]
Raúl GARCIA AGUILERA, Mariano HERNANDEZ OSSORNO, Revuelta y litigios de los villanos de la encomienda de Fuenteobejuna
(1476), Madrid, 1975, pp.
140-144: E. CABRERA, A. MOROS, Fuenteovejuna.
La violencia antiseñorial en el siglo XV, Barcelona, 1991.
[128]
con un furor maldito y ravioso, llegaron al
Comendador, y pusieron las manos en él y le dieron tantas heridas que le
hizieron caer en tierra sin sentido. Antes de que diesse el ánima a Dios,
tomaron su cuerpo con grande y regocijado alarido, diziendo: "vivan los Reyes
y mueran los traydores" y le echaron por una ventana a la calle; y otros
que allí estavan con lanzas y espadas, pusieron las puntas arriba, para recoger
en ellas el cuerpo que aun tenía ánima. Después de caydo en tierra, le
arrancaron las barbas y cabellos con grande crueldad; y otros con los pomos de
las espadas le quebraron los dientes. A todo esto añadieron palabras feas y
descorteses, y grandes injurias contra el Comendador Mayor, y contra su padre y
madre. Estando en esto, antes que acabasse de espirar, acudieron las mugeres de
la villa, con panderos y sonages a regocijar la muerte de su señor(...) Estando
juntos hombres, mugeres y niños, llevaron el cuerpo con grande regocijo a la
plaza; y allí todos, hombres y mugeres, le hizieron pedazos, arrastrándole y
haziendo en él grandes crueldades y escarnios; y no quisieron darle a sus
criados para enterrarle, Francisco RADES DE ANDRADA, Crónica de las tres Ordenes Militares de Santiago,
Calatrava y Alcántara (1572),
Barcelona, 1976, fol. 79-80.
[129]
La muerte del señor es una representación
social en el doble sentido de representación teatral y de
representación imaginaria de la realidad.
[130]
En 1474, Miguel Lucas de Iranzo, Condestable de Castilla, en el transcurso de
un pogrom, fue asesinado en el interior de la iglesia por los vecinos de Jaén,
según las crónicas a causa de que dicho caballero se había puesto de parte de
los conversos: un día estando él en la
Iglesia mayor oyendo Misa, entraron todos é allí delante del altar lo mataron
crudamente, Diego ENRIQUEZ DEL CASTILLO, Crónica de Enrique IV, BAE
nº 70, p. 214; fué muerto mala é
crudamente por algunos labradores del comun de Jaen, Don Miguel Lúcas,
Fernando PULGAR, Crónica de los Reyes
Católicos, BAE nº 70, p. 248.
[133]
Carlos BARROS, "Vasallos y señores: uso alternativo del poder de la justicia
en la Galicia bajomedieval", I Jornadas
sobre formas de organizaçâo e exercício dos poderes na Europa do Sul, siglos
XIII-XVIII, Lisboa, 1988, pp. 345-354.
[135]
Tal es el caso de la muerte, en 1474, de Gracián de Sese en San Felices de los
Gallegos, que mencionaremos más adelante (nota 143).
[137]
Por el derecho de resistencia justifica el cronista la muerte del caballero
Felipe de Castro (1371), que estando en conflicto con sus vasallos de Paredes
de Nava por causa de un tributo, él fué para
el dicho logar á prender algunos dellos, é escarmentar otros; é los del logar
salieron al camino, é pelearon con él é mataronle, Pedro LOPEZ DE
AYALA, Crónica de Enrique II, BAE
nº 68, Madrid, 1953, p. 9.
[142]
En este sentido es suficiente la explicación de Foucault del encarnizamiento
con la víctima como manifestación de poder.
[143]
Cierta cultura erudita bajomedieval critica tales excesos a la manera de
Froissart porque no comprende su sentido, no sólo por su alineación con las
víctimas señoriales.
[144]
Un ejemplo de apedreamiento de finales del año 1474; cuando un caballero se
presenta en una villa para hacerse cargo de su señorío, por merced de Enrique
IV: Los de Sant Felices, vasallos de aquel
Gracián de Sese, se levantaron contra él e lo apedrearon, Fernado
PULGAR, Crónica de los Reyes Católicos,
BAE nº 70, p. 249; Juan de Mariana, un
siglo después, se hace eco de la muerte de este señor (confundiéndose, pues
dice que la villa salmantina San Felices de los Gallegos...está en Galicia): dádiva para él muy desgraciada, porque en una
revuelta, no se sabe por qué causa, los vecinos de aquel pueblo le apedrearon y
mataron; venganza del cielo por dejarse granjear con dádivas, como el vulgo lo
decia, muy inclinado á semejantes dichos y hablas y á creer y decir de
ordinario lo peor, "Historia de España", Obras del Padre Juan de Mariana, II,
Madrid, 1854, p. 183; el cronista se opone aquí a la tradición oral, que recoge
la legitimación providencialista de la muerte del alcalde de la fortaleza de
Trujillo, ocultando (al modo de Froissart) cuando asevera que no sabe por qué
lo mataron, cuando él propio Mariana trancribe que el pueblo decía que el tal
Gracián había sido comprado (legitimación profana), más allá de la siempre
actuante motivación antiseñorial pura; Gracián de Sese traicionara a los de
Trujillo (provincia de Cáceres) al dejar entrar contra los deseos de la ciudad
al Marqués de Villena para apoderarse de
su señorío, siendo recompensado con San Felices de los Gallegos, Julio VALDEON,
Los conflictos sociales en el reino de
Castilla en los siglos XIV y XV, Madrid, 1975, p. 173.
[145]
La Iglesia incluía en las censuras eclesiásticas la cuestión de la sepultura:
en el entredicho, que suponía suspensión de oficios divinos, de administración
de sacramentos y de servicio de sepultura en sagrado; en la excomunión, que
llevaba consigo la prohibición expresa de enterrar al reo en sepultura
eclesiástica; dejar el cuerpo insepulto de la víctima señorial de una revuelta
significar, de nuevo, el uso alternativo de una pena -en este caso, canónica-
usual.
[146]
Después de la violenta revuelta de 1476, la villa de Fuenteovejuna vuelve al
señorío del concejo de Córdoba, sentido por los vecinos como más favorable,
aunque habrá de esperar hasta 1513 para ver confirmada la victoria contra la
Orden de Calatrava que había puesto pleito, Rafael RAMIREZ DE ARELLANO, Historia de Córdoba, IV, 1919, pp.
272-277, 315; Raúl GARCIA AGUILERA, Mariano HERNANDEZ OSSORNO, Revuelta y litigios de los villanos de la encomienda
de Fuenteobejuna, p. 30.
[147]
é puesto que asi la mataron, subcedió el hijo
pacificamente porque ellos le obedescieron, y él los perdonó,
ENRIQUEZ DEL CASTILLO, Crónica de Enrique IV,
pp. 204-205.
[148]
En 1798, Manuel Risco publicó un resumen de ese documento de la Catedral de
Lugo (España Sagrada, tomo 41, Madrid,
p. 126), dando pie a la invención, por parte de la historiografía romántica y
gallegista, de una tradicion culta que hace de María Castaña una heroína
popular en la lucha contra el feudalismo; el dominico y erudito Aureliano Pardo
de Villar se interrogaba dubitativo, un tanto sorprendido, refiriéndose a la
María Castaña de esta carta de donación: ¿Sería
esta mujer la famosa revolucionaria lucense del siglo XIV, llamada también
María Castaña... (Boletín de la
Comisión de Monumentos de Lugo, I, 1941, p. 116), lo cierto es que
la respuesta es afirmativa; el documento de 1386 fue publicado enteramente por
Antolín López Peláez cien años después de la noticia de Risco (El señorío temporal de los obispos de Lugo,
II, La Coruña, 1897, pp. 185-189); además de esta base documental, tenemos la prueba de una tradición oral
plasmada en ese proverbio popular que habla dos
tempos de María Castaña para referirse a tiempos muy pretéritos;
López Peláez (op. cit., I, pp.
209-223; II, pp. 189-191) y otros autores aceptaron, en su momento, que la
luchadora arrepentida de 1386 es la misma que la del refrán, que sería así
difundido en España desde Galicia; no siendo raro que se acuda a figuras
medievales para señalar tiempos muy remotos -en
tiempos del rey Perico, de Dª Urraca, del rey Wamba...- ni que un
hecho histórico protagonizado por una mujer del pueblo dé origen a un dicho
tradicional, verbigracia, armarse la
Marí-Morena viene más que probablemente de aquella María Moreno de
Madrid -implicada en un notorio pleito en 1579-, que tenía una taberna bien
conocida por las continuas peleas que allí sucedían (A. LOPEZ PELAEZ, op. cit., I, pp. 221- 222).
[149]
Es posible que se trate de la renovación de un pleito-homenaje anterior al
enfrentamiento antiseñorial, saldado con la muerte del cobrador de impuestos
del señor obispo.
[151]
En este caso, el mayordomo, el representante del señor obispo en cuanto a cobro
de rentas, imposición de penas y represalias a morosos, carcelero, etc.
[152]
¿Qué otra instancia podía sentirse más llamada que la Iglesia para practicar el
mensaje evangélico del perdón de los pecados, en este caso sociales?; en 1387,
un sacerdote de Santiago arguye en su testamento: por enxenplo daquel que ffoy posto enna cruz Rogou por los seus
perseguidores que me perdoen a min todas las murmuraçoes blasfemias et mais
paravoas que deles dixe et fixe, publica Colección Diplomática de "Galicia Histórica",
Santiago, 1901, p. 417.
[153]
José Luis MARTIN RODRIGUEZ, "Historia de las mentalidades en Castilla y
León", Historia Medieval: Cuestiones de
Metodología, Valladolid, 1982, pp. 110-112.
[154]
Otras veces el perdón de los asesinos esconde el reconocimiento de cierta
culpabilidad de la víctima.
[156]
Según sus autores, parcialmente involuntario, sin premeditación, ya que sólo
reconocen intención de herir al mayordomo episcopal.
[158]
El texto pasa justamente de la fórmula objetiva "la muerte del Señor
Obispo Don Lope" a la fórmula subjetiva "la muerte de su Señor",
cuando concreta la condena a muerte y confiscación de bienes de los ejecutores
y sus cómplices; creemos que el redactor, además de señalar la circunstancia
agravante de unos vasallos que mataron a su amo y señor, busca -puede que no
conscientemente-, suscita un sentimiento de culpa más profundo, la imagen
paralela de Jesús, Nuestro Señor, cuerpo supliciado por nuestros pecados,
muerte culpable que estamos condenado a expiar eternamente.
[159]
Resulta obvio el previo confrontamiento social entre la ciudad y el señor
obispo; Lope de Salcedo estuvo desde que fue nombrado obispo de Lugo (1390)
hasta que murió (1403) en conflicto constante con sus vasallos, no sólo con los
ciudadanos -que terminaron como vemos por matarlo colectivamente- sino también
con los labradores de las parroquias del coto de Lugo, que al menos entre 1390
y 1401 le niegan el pago de tributos, no cumplen con las debidas prestaciones
en trabajo, se quejan de agravios recibidos, etc., A. LOPEZ PELAEZ, op. cit., II, pp. 155-183.
[160]
Boletín de la Comisión de Monumentos de
Orense, X, 1934, pp. 182-183 (Atanasio López lee, sin embargo, levaronno en vez de botarono); una vez más, los asesinos
conjurados dejan insepulto el cuerpo de la víctima, gesto con el que, además de
negar al difunto obispo un descanso eterno en un lugar santificado por Dios,
persiguen con su permanencia en las aguas la punición y purificación
(supersticiosa) de sus pecados (Jesús TABOADA CHIVITE, Ritos y creencias gallegas, La Coruña,
1980, pp. 233-235); más adelante veremos como perdura la tradición popular que
lleva a los paisanos a "hablar" con el espíritu del obispo que pena
en el Pozo Maimón.
[161]
Publica Doroteo CALONGE, Los tres conventos
de San Francisco de Orense, Oseira, 1949, p. 410; véxase tamén
Enrique FLOREZ, España Sagrada,
XVII, 1763, pp. 147-149; a maior parte deste texto aparece xa reproducido (con
data de 1474) na visita pastoral da diócese auriense en 1487, Boletín de la Comisión de Monumentos de Orense,
V, 1917, nº 115.
[162]
Documentos del Archivo de la Catedral de
Orense, I, Orense, 1923, pp. 400-406; es habitual en las revueltas ciudadanas
de la Baja Edad Media gallega esta alianza entre el común y la nobleza urbana
contra el señorío episcopal o arzobispal.
[163]
Dos años después del cerco del obispo y de la extraña muerte de Francisco Alonso,
el señor episcopal seguía enfrentado con la ciudad: continuaba el entredicho
lanzado contra ella a causa de los sucesos de 1419, censura colectiva que el
cabildo levanta un tiempo, a petición del concejo, para que se puedan enterrar
a los muertos de la peste, ídem,
pp. 394-395; sobre el sentido antiseñorial de la revuelta de 1419, desde un
punto de vista hagiográfico, véase Juan MUÑOZ DE LA CUEVA, Noticias históricas de la Iglesia Catedral de Orense,
Madrid, 1726, pp. 264-265.
[164]
Todavía en enero de 1425, el provisor del segundo obispo de los que sucedieron
a Francisco Alonso, Alvaro Pérez Barreguín -informa Enrique Flórez-, intenta
segur la pesquisa por la muerte episcopal de 1419 (España Sagrada, XVII, p. 151), que no aparece, en cambio, en
julio de 1425 (el mes precisamente en que muere en Roma el obispo absentista
Alvaro Pérez) en el proceso que lleva a la absolución de los caballeros y
ciudadanos inculpados por el cerco de la
Catedral y la insurrección contra el obispo Francisco.
[166]
Y al mismo tiempo conseguir un beneficio patrimonial para su Iglesia a cuenta
precisamente de sus competidores nobles.
[167]
También tocaba a la Iglesia orensana como poder temporal aplicar el derecho
promulgado, que no lo hiciese, en éste y en tantos otros casos, y que se
conserven costumbres judiciales propiamente eclesiásticas, confirma algo que ya
sabíamos: la subordinación del derecho común escrito frente al derecho
consuetudinario y a las diversas tradiciones no escritas.
[169]
El Papa -a quien estaría en principio reservado el caso- no iba a conceder bajo
ningún concepto un poder a la Iglesia de Orense para absolver a los asesinos de
un obispo, requisito que en cambio hubo que cumplir en la tramitación del
perdón colectivo por la injuria del cerco; y en el caso de que la Iglesia de
Orense suplantara a la jurisdicción papal, quedaría ella misma excomulgada ipso jure, Antonio GARCIA Y GARCIA ed., Synodicón Hispanum, I, Madrid, 1981, p.
231.
[170]
El homicidio no entraba en el tipo de delitos condonables mediante una
donación, por la vía de la indulgencia, y no digamos si la víctima es un
obispo, Carlos BARROS, La mentalidad justiciera de los irmandiños, pp. 134, 137; incluso
cuando el homicidio cae dentro de la categoría de los pecados sujetos a
absolución (bula de cruzada de Sixto IV, 1483), la Iglesia excluye de dicha
indulgencia el homicidio eclesiástico, Luciano SERRANO, Los Reyes Católicos y la ciudad de Burgos,
Madrid, 1943, p. 239; los perdones que
concede la Iglesia gallega en el siglo XV a asesinos de prelados son medidas
manifiestamente contradictorias con la leyes escritas tanto canónicas como
civiles.
[171]
La obligada pena de muerte para reos de homicidio resultaba agrandada por la
mayor dignidad temporal y eclesiástica de la víctima episcopal.
[172]
La dejación de responsabilidades que supone, eso sí con el legítimo fin de
restaurar el orden temporal, no perseguir sino absolver a escondidas reos bien
conocidos, resulta favorecida por el absentismo del obispo anterior y del
obispo posterior al perdón de 1425, el ritual
arrepentimiento/donación/absolución se desenvuelve de julio a noviembre, precisamente
el período sé vacante que media
entre la muerte de Alvaro Pérez y la toma de posesión - mediante un
intermediario- de Diego Rapado (Enrique FLOREZ, op. cit., pp. 151, 153), ambos obispos residentes en Roma y
muy ocupados en aquellos momentos en las vicisitudes del Cisma, por lo que el
cabildo es quien manda de hecho en el obispado de Orense, lo que seguramente
facilitó el olvido interesado de la muerte de un obispo, que era también el
señor de los canónigos.
[173]
Tres siglos después, el obispo Muñoz de la Cueva, asombrado de que no se diesse à nuestra Iglesia la común, dolorosa,
y larga satisfación, aporta dos explicaciones a la rara impunidad de
los homicidas de un obispo cristiano: la turbación que el Cisma había producido
en aquel momento en la Iglesia de Roma, y el triunfo de la astucia de aquellos
que consiguieron encubrir la maldad
sacrílega, atribuyendo à casualidad el precipicio del Obispo en dicho pozo.
Porque el camino, aunque es llano, está sobre una cuesta muy pendiente, que cae
hasta las aguas, (Noticias
históricas..., p. 265); hemos visto anteriormente que la mención más
cercana a los hechos, recogida de fuentes del cabildo, también hace referencia
-no sin ambigüedad- a una caída del caballo.
[174]
La tradición oral estaba todavía viva en el campesinado hacia 1726, cuando
escribía el obispo Muñoz de la muerte por ahogamiento de su antiquísimo
antecesor en el Pozo Maimón: dexando tan
viva, y gravada su memoria, que apenas passa por aquel sitio algún rústico, que
a compasadas voces no clame por su Obispo; y se persuaden los labradores
simples, que responde à sus vozes con la repetición de los ecos en los peñascos
vecinos, Juan MUÑOZ DE LA CUEVA, Noticias
históricas..., p. 265; a pesar de que el clero amigo llevó su
cadáver a la Catedral, trescientos años después, para la tradición popular el
obispo seguía allí, donde lo habían matado, penando por sus pecados.
[176]
Todo un ejemplo de cómo la cultura letrada de la modernidad, alianza de
letrados nobiliarios y eclesiásticos, lucha contra tradiciones orales
medievales, donde convergen cultura popular y cultura letrada (en este caso
representada por los estratos hidalgos y eclesiásticos medios urbanos),
vinculadas a la lucha de las ciudades gallegas contra los grandes señores del
siglo XV; estudiamos algo semejante en otro lugar, Carlos BARROS, Mentalidad y revuelta en la Galicia irmandiña:
favorables y contrarios, Santiago, Universidad, 1989 (microficha).
[177]
Lo que no podía menos que preocupar a Muñoz de la Cueva, conocedor de las
fuentes de la Catedral como historiador del obispado y atento observador de una
tradición vigente en su tiempo, de ahí que intentara impulsar una nueva
tradición culta de la muerte de 1419 acorde con la doctrina católica
post-tridentina, para que arrancase de raíz la memoria colectiva y la
superstición campesina que veían en el Pozo Maimón el purgatorio particular del
obispo Francisco; podía servir para tal fin la propuesta de Gándara que,
jugando con la representación del tiempo, vinculaba los idólatras paganos que
martirizaban cristianos en la Antigüedad romana con los rebeldes que habían
ajusticiado a su señor obispo en el siglo XV.
[179]
Lo cierto es que el cabildo de Orense está bien dispuesto a hacer la vista
gorda respecto a la muerte del obispo, en cambio no acepta dejar sin castigo el
delito, en principio menor, de minar la autoridad de toda la Iglesia de Orense
atacando a mano armada la Catedral, desafío que afecta claramenta a sus
intereses presentes y futuros como señores catedralicios.
[180]
En general, en Galicia, la conflictividad social no hace muchas distinciones
entre señores laicos y señores eclesiásticos; de haber algunas, sería en
perjuicio de los segundos, no en balde estamos comprobando como los señores
prelados son las víctimas más propicias a la violencia antiseñorial que
comporta la muerte del señor.
[182]
Hagamos notar que la Iglesia de Orense decide el perdón tácito del crimen
episcopal en frío, después de años de retrasos y vacilaciones, cuando se podía
pensar que agua pasada no mueve molino y que lo que más importaba era comenzar
una nueva etapa de concordia en la ciudad.
[184]
El historiador social debe huir de la simplificación que supone considerar que
el ejercicio del poder consiste en vigilar, castigar y reprimir perpetuamente
en la dirección arriba /abajo.
[185]
Como de costumbre el ritual se concrete en golpes múltiples, sangre excesiva y
en la subsiguiente precisión descriptica notarial: con suas armas lanças et espadas lle deron tantas ferydas en seu corpo et
corva et caveça fasta en tanto que o mataron, Documentos del Archivo de la Catedral de Orense,
I, pp. 445.
[186]
Los tesoreros eran oficiales públicos encargados de recibir, tener en custodia
y administrar las rentas del rey; aunque también podían cumplir dicha función
para una administración señorial.
[187]
La pena eclesiástica de excomunión va destinada contra los cuatro autores et os que llo mandaron faser et os outros quelles para
el deron consello fabor et ajuda en publico et en enaculto, Documentos..., p. 445.
[189]
No siempre los curas cumplían las reglas sinodales de llevar por la calle ropa
larga, como correspondía a la honestidad clerical: que toda la clerezía trayga y tenga sobrepellizes vestidas, Synodicon hispanum, pp. 192- 193 y también
pp. 59, 120, 182-183, 190.
[190]
Ya en las Partidas (VII, 22, 2)
se contempla, hablando del perdón real -y también del señorial-, la
eventualidad de perdonar el cuerpo pero no la fama del reo (ni sus bienes
materiales, claro está); la Iglesia es quien tiene la mejor opción para
trasladar en verdad la punición del cuerpo a alma, anticipándose varios siglos
a la evolución del proceso penal civil que sustituirá el castigo del cuerpo,
Michel FOUCAULT, Vigilar y castigar,
Madrid, 1990, p. 24.
[192]
Proceso simbólico de identificación que tuvo mucho que ver con la victoria
irmandiña y con que los rebeldes de 1467 respetasen la vida de los señores
derrotados.
[193]
Por algo el poder eclesiástico sobrevive en Galicia al hundimiento del poder
señorial laico -del cual la Iglesia se beneficia altamente- provocado por el
levantamiento irmandiño y la intervención del nuevo Estado.
[195]
Tomás de PERALTA, Fundación, antigüedad y
progresos del Imperial Monasterio de Osera, Madrid, 1677, p. 254; Vilanfesta sigue siendo una pequeña aldea
(44 habitantes) de la parroquia de Osera, en el ayuntamiento orensano de Cea.
[196]
No disponemos de fuentes coetáneas, al contrario de lo que sucede con buena
parte de las muertes violentas que estamos estudiando; circustancia muy a tener
en cuenta pues conviene distinguir entre la representación de las muertes
señoriales en el momento en que éstas tienen lugar, y su transmisión y
remodelación culta posterior, conforme esquemas mentales e ideológicos que ya
no son medievales.
[197]
Carlos BARROS, Mentalidad y revuelta en la
Galicia irmandiña: favorables y contrarios, Santiago, Universidad,
1989 (microficha), pp. 244-255.
[198] Carlos BARROS, "Paz y violencia en la
revuelta popular: los irmandiños y la muerte en Ribadavia de la Condesa de
Santa Marta", Ribadavia, 1990 (en prensa).
[200]
En todo lo relativo a la narración de la muerte violenta de Sueiro de Marzoa,
tengamos en consideración la parcialidad del cronista Ocampo, partidario
decidido de Fonseca.
[203]
Desde la Alta Edad Media la muerte del señor está equiparada a la muerte del
padre, el más grave de los homicidios; los ejecutores precisaban circunstancias
atenuantes; el derecho de venganza -por la muerte del cura y demás agravios- y
el homicidio en el curso de una pelea -no premeditado-, sirven para esta
ocasión; Jesús LALINDE ABADIA, Derecho
Histórico Español, Barcelona, 1974, pp. 382, 393-394.
[205]
La exculpación más popular y efectiva en el campo de las mentalidades
colectivas era la providencialista;
tenemos un ejemplo superior en el siguiente episodio de la batalla de
Aljubarrota: una piedra castellana mata a dos hidalgos portugueses, provocando
un movimiento de temor entre los soldados de Portugal, que un escudero torna en
combatividad diciendo a las tropas que ele
vira aqueles dous homês emtrar em huûa Igreija e matar huû cleriguuo que em ela
estava revestido dizendo misa, y que por tanto la muerte de los dos
sacrílegos la deviaô ter por sinal que Deus
lhe queria dar a vitoria da batalha, Fernâo LOPES, Crónica de D. Joâo I, II, Lisboa, 1983, p.
105.
[206]
Inclusive si los sacerdotes son tan poco cuidadosos con el celibato como
parecía ser el cura ahorcado por Marzoa; en todo caso, hagamos notar que, en el
siglo XV, la sospecha -que el cronista no desmiente- de una actitud irregular
del cura, que havía llevado de su cassa una
criada, no afecta para nada a la necesaria venganza -querida por
Dios- por su muerte: sin duda porque para las mentalidades premodernas las
relaciones de los sacerdores con las mujeres se contemplaba con una mayor
liberalidad.
[207]
Consideramos improbable que fuese clérigo el mayordomo del obispo de Lugo,
muerto por la familia de María Castaña hacia 1386; según el documento de perdón
de los autores, éstos no fueron excomulgados, pena canónica puesta en práctica
sin embargo en los restantes casos examinados, precisamente por ser
eclesiástica la víctima.
[208]
Tenemos información de algunos obispos, abades, canónigos, monjes y curas que
en la Baja Edad Media gallega toman las armas aquí y allá; pero son hechos
aislados, más significativos para la historia de las mentalidades que para la
historia militar.
[209]
Hubo pelea cuando mataron a Sueiro de Marzoa, y también cuando los de
Fuenteovejuna lincharon al comendador Fernán Gómez de Guzmán, o sus vasallos
acabaron con Felipe de Castro en 1371; la existencia de una disputa militar no
elimina las características de homicidio ritual que diferencian dichas muertes
violentas de otras muertes en guerra u ocasionales.
[210]
El homicidio cometido en revuelta era uno de los tipos de delitos que daban
derecho a la venganza privada de los parientes y amigos de la víctima, Jesús
LALINDE, op. cit., pp. 393-394.
[212]
A finales de la Edad Media la nobleza ya no nombraba a los obispos de Galicia
de entre los suyos, aunque se podía dar algún caso, como Pedro Alvarez Osorio,
Conde de Lemos, que consigue en 1470 colocar a su hermano, Alonso Enríquez
Osorio, de obispo de Lugo, acudiendo en 1483 en su ayuda -solidaridad de clan
familiar- al tomar Acuña y Chinchilla la fortaleza de Lugo, argumentando ante
los Reyes Católicos que si él se movió á
cercar aquella fortaleza de Lugo, era porque el Alcayde había impedido las
rentas del Obispo su hermano (...) que no pensase que había en él presumpción
de inobediencia, salvo de escusar los daños que aquel alcayde facia de cada dia
a él é al Obispo su hermano, Fernando PULGAR, Crónica de los Reyes Católicos, BAE nº 70,
p. 381.
[213]
La muerte violenta de señores eclesiásticos resulta más inconcebible entre 1467
y 1469 al apoyar aquéllos en general (salvo el arzobispo de Santiago), más o
menos activamente, la revuelta irmandiña, permaneciendo al margen de ella en el
peor de los casos.
[214]
Excepto La Coruña y Betanzos, las ciudades gallegas de cierta importancia son
dominio episcopal o arzobispal.
[215]
¿No resolvían los caballeros entre sí sus contradicciones de manera personal causando
la muerte del adversario en combates singulares o mediante muertes
clandestinas?
[216]
Heterodoxa desde el punto de vista del derecho promulgado, tanto civil como
canónico: el homicidio de un prelado en ningún caso era delito perdonable.
[218]
Jacques Le Goff advierte acertadamente que la equidistancia no es tal, la
mentalidad feudal más bien promueve equilibrios descentrados, loc. cit.; en el caso que nos ocupa también
la muerte perdonada del señor está más cerca del Cielo que del Infierno.
[219]
En 1345, Alfonso XI, de visita en Lugo, condena a muerte al obispo de Lugo que
había ordenado matar en su presencia a los representantes del concejo, con
quien mantenía un duro conflicto por la jurisdicción de la ciudad, al final el
rey porque era Prellado le perdona
la vida y lo echa fuera de sus reinos, expropiándole el señorío de Lugo y sus
bienes patrimoniales (perdona el cuerpo pero no los bienes y la fama), publica Antolín LOPEZ PELAEZ, El señorío
temporal de los obispos de Lugo, II, La
Coruña, 1897, pp. 131-137; contando con que no todos íban a ser tan
respetuosos con la vida de los prelados como los reyes, las Partidas (I, 18, 7) deciden regular la
pena que han de pagar los que cometan el sacrilegio de matar hombres de
religión, seiscientos sueldos quien matase cura de misa y ochocientos sueldos
quien matase obispo, aparte -se sobreentiende- de la pena de muerte que les
correspondía a todos los homicidas.